La Oración (fragmento)
FRAY SERVAIS THEODORE PINCKAERS OP (1925-2008)
Junto con el texto que aquí se publica, «Decíamos ayer...» ofrece –al pie
de la página– la descarga del libro completo al cual pertenece este fragmento.
Ello, gracias a la gentileza del valioso sitio http://www.traditio-op.org/inicio.html, editado «Por un fraile de la Orden de Predicadores», y en el cual se podrán encontrar también otras obras muy provechosas.
1. Una necesidad vital
1. Una necesidad vital
La oración es
una necesidad vital para el cristiano, como el comer y el beber; debe
convertirse en algo así como una respiración del alma, armonizada con el soplo
del Espíritu Santo. El Señor nos lo enseña mediante la parábola de la viuda
inoportuna: «Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar
siempre sin desfallecer» (Lc 18, 1). San Pablo retoma la recomendación: «Orad
constantemente»[1].
Les pide asimismo a los cristianos «que luchéis juntamente conmigo en vuestras
oraciones» (Rm 15, 30; Col 4, 12). La invitación a la oración no es un
imperativo exterior, sino la expresión de una espontaneidad espiritual emanada
de la fe: tenemos tanta necesidad de orar como de hablar con aquellos a quienes
amamos. La oración es la intérprete de nuestra esperanza amorosa para con Dios,
a quien llamamos Padre nuestro.
La exhortación
a la plegaria continua hace germinar en nosotros la oración y le brinda un
primer impulso. Figura en el origen del impulso de la oración personal en los
primeros cristianos, como la viuda que «persevera en sus plegarias y oraciones
noche y día» (1 Tm 5, 5; 1 Ts 3, 10), y del desarrollo de la oración de la
Iglesia, que organizará la distribución del tiempo del año y de los días para la
celebración de la liturgia y de los oficios. Desde el siglo IV se constata ya
que la semilla de la oración se ha convertido en la Iglesia en un gran árbol
con numerosas ramas, según los diferentes ritos litúrgicos: griego, latino,
sirio, etc. Esta fecundidad se ha mantenido hasta nuestros días, dando nuevos
frutos de piedad en cada generación.
2. Los
modelos de la oración
La Escritura
nos presenta numerosos modelos para la oración. Citemos, en primer lugar, la
intercesión patética de Abraham, tan humana, por los justos y los pecadores de
Sodoma: «Vaya, no se enfade mi Señor, que ya sólo hablaré esta vez: “¿Y si se
encuentran allí diez?”» (Gn 18, 16-33). A continuación, Moisés, que se
convierte en el tipo mismo del orante; su intercesión prefigura la de Cristo
cuando sostiene el combate del pueblo contra los amalecitas, manteniendo sus
manos levantadas hacia Dios hasta la puesta del sol (Ex 17, 8-16). Intercede
aún por el pecado del pueblo tras el episodio del becerro de oro (Ex 32, 11-14;
32, 30-32) y en muchas otras circunstancias difíciles durante la larga marcha
de los hebreos por el desierto[2].
Los
evangelistas nos presentan a Jesús como el modelo acabado de la oración. Ora a
menudo; le gusta retirarse para orar solo, por la noche, en la montaña (Mt 14,
23)[3].
San Lucas relata de modo particular sus oraciones en relación con su misión: en
el momento de su bautismo por Juan (3, 21), antes de la elección de los Doce
cuando «pasó toda la noche orando a Dios» (6, 12), en la Transfiguración, que
sobrevino mientras oraba (9, 29), en el origen de la enseñanza del «Padre
nuestro» (11, 1).
La oración de
Jesús culmina en el discurso de después de la Cena, donde sirve de corona (Jn
17). Resume todo el Evangelio en lo que podemos llamar la cadena del ágape, que
une, en la conversación de la oración, al Padre con el Hijo, a Jesús con sus discípulos
y a estos entre ellos para ejercer de testigos ante el mundo. «Como tú, Padre,
en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo
crea que tú me has enviado» (17, 21). La oración de Jesús anuncia la de todos
los cristianos, pues él no oró únicamente por sus apóstoles, sino también «por
todos aquellos que, gracias a su palabra, creerán en mí» (v. 20).
La oración de
Jesús desempeña un papel decisivo en su agonía: ata, en cierto modo, la
voluntad de Jesús con la voluntad de su Padre, que va a cumplir hasta la cruz
para la salvación de todos. Cuando Jesús se levanta de su oración en Getsemaní,
la pasión ya está realizada en su corazón.
A imitación de
Jesús, la oración caracterizará a la primera comunidad apostólica: «Todos ellos
(los apóstoles) perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía
de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1,
14). Ese es el núcleo primitivo y ejemplar de la Iglesia; este núcleo va a recibir
el don del Espíritu que lo hará crecer desde «Jerusalén por toda la Judea y
Samaría, hasta los confines de la tierra». Este crecimiento estará
continuamente nutrido y sostenido por la oración.
3. Cristo,
Maestro de la oración
Cristo no es
sólo un modelo; es el Maestro de la oración, y ello de dos maneras: nos enseña
las palabras y el contenido de la oración, y ora él mismo en nosotros y por nosotros.
Cristo es la
Cabeza de la Iglesia y nosotros los miembros: «nosotros, siendo muchos, no
formamos más que un solo cuerpo en Cristo, siendo cada uno por su parte los
unos miembros de los otros» (Rm 12, 5; 1 Co 12); «Él lo ha constituido...
Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo» (Ef 1, 22). Esta doctrina se aplica
particularmente a la oración. La oración de Cristo se continúa en la oración de
los fieles y la pone en comunión con la oración de la Iglesia. Cuando oramos al
Padre, Cristo mismo ora con nosotros, Él que se mantiene ahora cabe Dios,
«siempre vivo para interceder en (nuestro) favor» (Hb 7, 25). Las intenciones
de nuestra oración, por muy humildes, por muy personales que sean, son asumidas
de este modo por la oración de Cristo y pueden contribuir al bien de toda la
Iglesia. La oración se convierte entonces en la expresión de la «comunión de
los santos».
Pero el Señor
conoce nuestra debilidad: «Nosotros no sabemos qué pedir para orar como hace
falta». Por eso Cristo nos ha enviado su Espíritu, que conoce los puntos de
vista de Dios, para inspirar y guiar nuestra oración; Él mismo ora en nosotros
«con gemidos inefables» (Rm 8, 26-27). El Espíritu Santo nos enseña a orar con
Cristo y en Cristo, en comunión de Iglesia.
Esa es la
oración que la Iglesia nos enseña en su liturgia y en sus oraciones: esta se
dirige al Padre, por Cristo, en el Espíritu.
4. Las fórmulas de oración
El «Padre nuestro»
El «Padre nuestro»
Cristo es
también nuestro Maestro porque nos ha enseñado las palabras de la oración, ya
que tenemos necesidad de palabras para expresar a Dios nuestros sentimientos,
nuestros deseos, nuestras necesidades, para aprender a hablar con el Padre. Así
es el «Padre nuestro», que san Mateo colocó en el centro del Sermón de la
montaña (6, 9-13) y del que san Lucas (11, 2-4) nos ha conservado una versión
breve.
El Padre
nuestro es la oración del Señor, así como del Espíritu Santo que nos «da
testimonio de que somos hijos de Dios» y «nos hace exclamar ¡Abba! ¡Padre!» (Rm
8, 15-16). En la versión de Mateo, adoptada por la Iglesia, se divide
claramente en dos partes: las peticiones «para ti», para el Padre, en relación
con su Nombre, su Reino, su Voluntad, y las peticiones «para nosotros»: el pan
nuestro, nuestras deudas, nuestra protección contra la tentación y el mal.
Según la
interpretación de los Padres, expuesta por san Agustín en su carta a Proba, el
Padre nuestro es una oración perfecta, porque reúne en sus breves peticiones
todas las oraciones formuladas en las Escrituras, en particular en los salmos,
y nos brinda los criterios para apreciar nuestras propias oraciones, para
garantizar su calidad. El «Padre nuestro» es la piedra de toque de la oración
cristiana; como procede directamente de la oración misma del Señor, nos
manifiesta las intenciones de su corazón y de su vida.
La perfección
del Padre nuestro, sin embargo, no es de un orden tal, que excluya otras
fórmulas y baste con repetirlo siempre. Es más bien una fuente de inspiración
para las múltiples oraciones que el Espíritu sugiere a la Iglesia y forma en el
corazón de los creyentes según sus necesidades.
Tales son
especialmente las oraciones que nos propone la liturgia a diario. Estas se
brindan a una recuperación personal por los fieles, que responden a ellas:
Amén. Se trata de modelos de oración, resúmenes del Evangelio moldeados según
el misterio de Cristo que se celebra y cargados de experiencia espiritual.
Merecen ser meditadas y desarrolladas por cada uno según su inspiración. Nos
introducen en la oración del Señor y en la vida profunda de la Iglesia.
Representan una escuela de oración para todos.
El «avemaría»
Tras el Padre
nuestro, conviene mencionar la oración del «avemaría», que se ha convertido en
su fiel compañera en la piedad de la Iglesia. El «avemaría» se ha formado en la
estela del Padre nuestro, mediante la reunión del saludo dirigido por el ángel
a María, el día de la Anunciación, y de la bendición de Isabel en la
Visitación. Fue completada con su título de «Madre de Dios», proclamado en Éfeso,
y, ya en el siglo XV, con la invocación y la petición de intercesión, que
forman la segunda parte.
El «avemaría»
es una oración de la Iglesia. Tiene sus raíces en el Evangelio y en la
Tradición conciliar; concluye con una súplica que podemos decir en todos los
momentos de la vida. Esta oración, asociada al Padre nuestro, ha constituido la
oración del Rosario, que se inspira en el salterio por su disposición, e invita
a la meditación de los misterios de Cristo y de María.
La oración de
los salmos
El salterio es
el libro de la oración por excelencia. Convierte en oración toda la Escritura,
la historia del pueblo de Dios desde los orígenes hasta nosotros. Expresa con
profundidad, y a menudo con audacia, la variedad de los sentimientos que
brotan, como de corazón a corazón, en los intercambios y los debates, a veces
dramáticos, entre Dios y su pueblo. Los salmos nos enseñan el lenguaje que
conviene hablar con Dios; nos enseñan a vivir en diálogo con Él y en comunión
con la Iglesia. Constituyen un instrumento de elección de la pedagogía divina;
bajo el impulso del Espíritu Santo, nos introducen en ese recinto privilegiado
del encuentro con Dios y de la experiencia espiritual que es la oración. Donde
mejor se comprenden los salmos es en la experiencia de la vida, en los momentos
de sufrimiento y de combate, de consuelo y de alegría, en que experimentamos
que tal versículo se armoniza tan bien con las necesidades de nuestro corazón
que parece haber sido compuesto especialmente para nosotros.
Los salmos son
una oración realista. No se contentan con expresar buenos sentimientos. Son
penetrantes como la Palabra de Dios. Nos descubren la realidad del hombre con
su pecado para curarnos de él, con sus violencias y sus contradicciones para
apaciguarlas y rectificarlas. Nos revelan también la realidad de Dios con su
justicia y su misericordia, su mansedumbre y su verdad. Los salmos son una
oración activa. Nos manifiestan los designios de Dios sobre nosotros y nos
ayudan a responder a sus llamadas, a colaborar en su obra, con el impulso de la
fe a través de un diálogo perseverante. Nos introducen por un camino rudo como
es la vida, verídico como es el Evangelio, y nos enseñan a recorrerlo a través
de la esperanza, sostenidos por las promesas y por la misteriosa presencia de
Dios.
Los salmos
fueron la oración de Cristo y de los apóstoles. Han entrado en la trama de los
Evangelios; han ilustrado la vida de Jesús y la historia de la salvación que él
ha escrito. Cristo cumplió los salmos y continúa poniéndolos en práctica en la
vida de la Iglesia y de los fieles.
Por eso la
Iglesia ha retomado el salterio como una materia principal de su liturgia; mas
ha renovado su interpretación a la luz del Evangelio, ordenándolos a la persona
y a la obra de Jesús. Como enseña san Agustín en su sobresaliente comentario a
los salmos: cuando la Iglesia canta los salmos es Cristo mismo quien ora en su
nombre, como Cabeza del Cuerpo místico, y en nombre de la Iglesia con los
fieles que son sus miembros. Los salmos prosiguen así la obra de la
Encarnación, de la Pasión ofrecida «por una multitud en remisión de los
pecados» y comenzada «tras el canto de los salmos» (Mt 26, 28.30), así como de
la Resurrección anunciada por el salmo 15: «No dejarás a tu santo ver la
corrupción», según el discurso de Pedro cuando explica Pentecostés (Hch 2,
25-28).
El salterio
adquiere, de esta guisa, una significación espiritual que debemos aprender. Ya
no es un libro del pasado explicado por los historiadores; no pertenece ya al
Antiguo Testamento. Debe ser rezado bajo la moción del Espíritu, en unión con
Cristo, en la actualidad de la vida de la Iglesia y de cada fiel. Entonces es
cuando manifiesta su verdad, su poder y su fecundidad espiritual.
[...]
* En «La vida espiritual»,
EDICEP, Valencia (España) - 1995, págs. 195-199.
Descargar aquí el libro completo
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[1]
Cfr. nota de la Biblia de Jerusalén a este versículo: «Este breve consejo de
orar “constantemente” tuvo una inmensa influencia en
la espiritualidad cristiana» Cfr. 1 Ts 1, 2; 2, 13; Lc 18, 1; Rm 1, 10; 12, 12;
Ef 6, 18; Flp 1, 3-4; 4, 6; Col 1, 3; 4, 2; Ts.1, 11; 1 Tm 2, 8; 5, 5; 2 Tm 1,
3; etcétera.
[2]
Cfr. nota de la Biblia de Jerusalén a Ex 32, 11.