La Nobleza
EDMUNDO GELONCH VILLARINO (1940–2018)

Ha muerto Edmundo Gelonch. Un verdadero y ejemplar maestro. Publicamos pues, como homenaje y pequeña muestra de gratitud, estas líneas de su autoría, que bien le cuadran, como auténtico «hijodalgo» que fue y por la nobleza que siempre le caracterizó.

De entre toda la hoy ignorada organización de la ciudad hispánica, hemos escogido como ilustración de este sentido de la igualdad esencial y de la desigualdad accidental de talentos y conductas, una de las nociones peor conocidas y más falsificadas por las ideologías, y que es muy próxima a nuestro tema general: decimos, la noción de Nobleza, que es decir Caballería, si es auténtica. Nos cuenta Don Quijote ser «hijodalgo de solar conocido, de posesión y propiedad, y de devengar quinientos sueldos»[1].
Pidamos al Doctor Juan Huarte de San Juan, famoso médico y filósofo del siglo XVI, que nos explique la expresión:
«El español que inventó este nombre, hijodalgo, dio bien a entender la doctrina que hemos traído, porque, según su opinión, tienen los hombres dos géneros de nacimiento: El uno es natural, en el cual todos son iguales, y el otro espiritual. Cuando el hombre hace algún hecho heroico o alguna extraña virtud y hazaña, entonces nace de nuevo y cobra otros mejores padres, y pierde el ser que antes tenía. Ayer se llamaba hijo de Pedro y nieto de Sancho; ahora se llama hijo de sus obras. De donde tuvo origen el refrán castellano que dice, cada uno es hijo de sus obras, y porque las buenas y virtuosas llama la divina Escritura algo, y los vicios y pecados nada, compuso este nombre, hijodalgo, que quiere decir ahora descendiente del que hizo alguna extraña virtud, por donde mereció ser premiado del rey o de la república él y todos sus descendientes para siempre jamás.
»La Ley de la partida dice que hijodalgo quiere decir hijo de bienes; y si se entiende de bienes temporales no tiene razón, porque hay infinitos hijosdalgo pobres, e infinitos ricos que nos son hidalgos; pero si quiere decir hijo de bienes que llamamos virtud, tiene la misma significación que dijimos. Del segundo nacimiento que han de tener los hombres, fuera del natural, hay manifiesto ejemplo en la divina Escritura, donde Cristo, nuestro redentor, reprende a Nicodemus porque, siendo doctor de la Ley, no sabía que es necesario tornar el hombre a nascer de nuevo para tener otro mejor ser y mejores padres más honrados que los naturales. Y así todo el tiempo que el hombre no haga algún hecho heroico, se llama en esta significación hijo de nada, aunque por sus antepasados tenga nombre de hijodalgo»[2].
Queda nítido entonces que todos los hombres nacemos iguales, y que está en nuestra conducta el adquirir o no merecimientos; y aun en perder los heredados, si no sabemos mantenerlos. Termina Huarte:
«Según esto querrá decir ahora Fulano es hijodalgo de devengar quinientos sueldos, que es descendiente de un soldado tan valeroso, que por sus hazañas mereció tirar una paga tan subida como son quinientos sueldos. El cual por fuero de España era libertado, él y todos sus descendientes, de no pagar pechos ni servicios al rey. El solar conocido no tiene más misterio de que cuando entraba un soldado en el número de los que devengaban quinientos sueldos, asentaban en los libros del rey el nombre del soldado, el lugar de donde era vecino y natural, y quienes eran sus padres y parientes, para la certidumbre de aquel a quien se le hacía tanta merced: como parece hoy día en el libro del becerro que está en Simancas, donde se hallan escritos los principios de casi toda la nobleza de España»[3].
Porque, como decíamos, el orden social que llamamos Bien Común, busca ser justo, reconociendo la igualdad de naturaleza de los hombres, y además, reconociendo los talentos especiales, y premiando y estimulando su virtud, puesto que agradeciendo así la Patria los servicios, contribuye a la perfección de cada uno. Por eso se reconocía la nobleza de los actos nobles o virtuosos de sus mejores ciudadanos, desde un ordenamiento legal establecido. De este modo, y tal como cita Castillo de Bovadilla:
«La Ley de la Partida dice: “Nobles son llamados de dos maneras, o por linage, o por bondad, y como quier que el linage es noble cosa, la bondad pasa y vence: más quien las ha de ambas, este puede ser dicho en verdad ricohome, pues es rico por linaje e home complido por bondad”[4]».
Y arguye:
«San Agustín dice, que de la honra es digno sólo el virtuoso, y que sin virtud no puede haber honra. Por lo cual el fortísimo Capitán Romano Marco Marcelo (según refiere Patricio) trazó, que la escala para los magistrados fuese la virtud, con cuya significación y ejemplo los Romanos hicieron dos moradas o templo muy suntuosos, el uno para la virtud y el otro para la honra, y ordenaron que estas dos casas fueran habidas por dioses, y honrábanlas como a dioses, y mandaron que ninguno pasase al templo de la honra, si primero no pasase por el templo de la virtud, en lo cual daban a entender, según Augustino, que ninguno había de subir a honras sino por virtud, porque por los merecimiento debe cada uno venir a la honra, y no por codicia engañosa, ni por falsedad»[5].
«Digo pues que esta virtud y buenas costumbres de que tratamos en este capítulo es la nobleza política, la cual se prefiere a la nobleza legal o civil, tanto cuanto excede la virtud moral a la natural, y la nobleza de las heroicas costumbres a la de la generosa sangre»[6].
O como sostiene Cervantes: «La verdadera nobleza consiste en la virtud...»[7]. Ya que, «...la sangre se hereda, y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale»[8]. Y «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro»[9].
Todos los hombres tienen, por naturaleza y por gracia de Dios, la posibilidad de salvarse y de conquistar honras merced al empleo de las dotes que, en distinta y jerarquizada proporción, ha recibido cada uno para cumplir su particular vocación; de hecho, algunos cumplen y usan de la ocasión, y otros no. La insistencia hispánica en este punto sostiene cómo exagerar sobre la predestinación es engaño demoníaco, y hasta qué punto puede confiar en la Misericordia el hombre virtuoso, si aún el más tremendo pecador que se conoce, puede salvarse ya casi en agonía. Nos referimos a una de las más populares obras teatrales de su época: «El Condenado por Desconfiado», de Tirso. Frente al maniqueísmo que impondrán luego puritanos y victorianos, se sostiene hasta la última hora la posibilidad de salvación, aún para quien haya vivido mal, si alcanza a consentir en que le salve Cristo:
«No desconfíe ninguno
Aunque grande pecador
De aquella misericordia
De que más se precia Dios».
...........................................

«...que es Dios misericordioso
Y estima al más pecador
Porque todos igualmente
Le costaron el sudor
Que sabéis, y aquella sangre
Que liberal derramó».

Y para beneficiarse de lo cual, a todo hombre:

«Diole Dios libre albedrío
Y fragilidad le dio
Al cuerpo y al alma; luego
Dio potestad con acción
De pedir misericordia
Que a ninguno le negó»[10].

Idéntica doctrina glosa Calderón en «La Devoción de la Cruz», mostrando ambos que no hay modo de asegurarse unos sí y otros no, la Salvación. Porque naturalmente, como todos podemos ser salvos con el mismo auxilio, así también todos podemos condenarnos por nuestra voluntad.
Por ello es misión de justiciero la de Don Quijote, de humillar soberbios y levantar humildes, y es cumplimiento de ley evangélica.
Pero en épocas de muy excesivamente mentada igualdad, generalmente entendida como negación de las notorias diferencias accidentales que hacen distinciones, pretendiendo así nivelar de modo informe y antijerárquico, hace falta apuntar cómo en la noción cristiana de la igualdad se contiene también la noción de jerarquía. Precisamente porque son nociones analógicas, el sentimiento de la igualdad esencial se contradice con el orden jerárquico que se apuntala en las evidentísimas superioridades naturales y de comportamiento –aunque sean accidentales–, todos somos proporcionalmente iguales si cada uno respeta su lugar y el de los otros. A nadie vulnera su dignidad el obedecer a quien es más que él en un determinado respecto accidental; al contrario, la natural pedagogía del arquetipo hace que busquemos perfeccionarnos en la imitación de un modelo, lo cual supo cierta igualdad inicial con él, puesto que lo que se busca es igualarlo también al fin en ese respecto accidental y, por supuesto analógicamente. Lo que no se tolera es la humillación esencial; que se le considera a uno «menos hombre».
Esa sensibilidad, esa exigencia de ser tratado conforme a la igualdad esencial y a los méritos que alcancemos en el vivir, es el honor. Es precisamente el honor el que inspira esa aparente insubordinación tan española y tan criolla; porque, como dice Sancho: «...tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como que más»[11]. La asombrosa realización del ideal de igualar sin nivelar, sin despojar de jerarquías, se muestra en la cena y discurso a los Cabreros que, admirable, recreó Gustave Doré:
«Porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la andante caballería y cuan a pique están los que en cualquier ministerio della se ejercitan de venir a ser honrados y estimados del mundo, quiero que aquí a mi lado y en compañía de esta buena gente te sientes, y que seas una misma cosa conmigo que soy tu amo y natural señor; que comas de mi plato y bebas por donde yo bebiere, porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que del amor se dice, que todas las cosas iguala»[12].
Nuevamente Don Quijote se muestra figura imitación del Salvador, participando de Su Amor, cumpliendo el mandato primero y fundamental. Él mismo nos lo dice cuando compara a la caballería y el amor. Don Quijote, por amor, se iguala a Sancho y a los cabreros, exaltándoles a su altura (así los cabreros aquellos entraron en la Historia), sin rebajarse él. Y les habla como a iguales, al mejor ser de ellos, sin menospreciarlos con demagogias humillantes. Nada más que el amor puede hacer esto. Don Quijote o «El Amor», le llama Ramiro de Maeztu[13]. Porque afirma Ramón Lull: «...sin la caridad no se puede ser caballero»[14]. El amor, esencial en el comportamiento de Don Quijote, única explicación de sus locuras –«La medida del amor es amar sin medida»–, sin reparar en nada, con puras demasías, porque nunca habrá demasiado amor.
Por amor de Dios sale el Héroe a los senderos; por amor a los hombres, que Dios les tiene y obra a través del elegido, éste emprende cada aventura. Por amor los castiga; porque no admite ver prostituida su naturaleza, porque ama su mejor ser. «Deus caritas est», y es caridad castigar al culpable. Dios es Juez y Norma de todas las cosas. Por eso Don Quijote es Caballero, hombre de armas. A las armas corresponde, en este mundo caído, principado de Satán, la guarda del orden, la justicia. La Espada que repite la Cruz fue, en manos del Arcángel, flamígero castigo del demonio y de los hombres pecadores. La Espada custodia la Ley y venga las ofensas que le hicieren. La Espada es, al mismo tiempo que suplicio de agresores prepotentes, defensa de las víctimas y débiles, porque en la raíz coinciden la más alta Justicia y el Amor, por eso el Amor es la suprema Ley, la orden evangélica, a la que se subordinan las otras particulares leyes. «Ama, y haz lo que quieras». La Ley del Amor se pone por encima de las leyes, porque ella es el fondo de la ley, como mostró Claudel. Tras el manteo humillante, dice a Sancho: «(si pudiera) ...yo te haría vengado... aunque en ello supiera contravenir a las leyes de caballería»[15].
Es que la ley suprema de la Caballería es el amor: la que manda a uno arriesgarse e inmiscuirse en asuntos que ningún beneficio le importan, si importan al bien común o al bien de otro. Como que Cristo no necesita ni en nada le aprovecha nuestra salvación, sino que es puro don, pura entrega, pura gratuidad... Nada más que la indecible abundancia generosa del Amor.
El primer mandamiento de la Fe católica es el Amor, porque es la única virtud que no será superada en la Bienaventuranza, cuando Fe y Esperanza ya no tengan lugar; y desde él cobran sentido el castigo y el Infierno: la total ausencia del Amor. Es hechura y participación del espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, que obra a través de la Iglesia. Su esposa por amor.
Por todo eso, pocos tan católicos como «Nuestro Señor don Quijote» como dice Unamuno. Figura del Padre como Autoridad o Caballero; figura del hijo, como víctima, redentor y Juez; figura del Espíritu Santo, como Amor.

* En «Don Quijote como Ideal de Hombre – Tesis de Antropología Filosófica, 1969». 2ª edición - EDIVE, San Rafael, Mendoza – 2015, p. 62-69.


[1] «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», 1ª parte, cap. XXI.
[2] «Examen de ingenios para las ciencias», Baeza, pp. 274 y 275.
[3] Ib. p. 276.
[4] «Política para corregidores y señores de vasallos», Madrid, p. 70.
[5] Ib. p. 50.
[6] Ib. p. 37.
[7] «El Ingenioso...», 1ª parte, cap. XXXVI.
[8] Ib. 2ª parte, cap. XLII
[9] Ib. 1ª parte, cap. XVIII
[10] Jornada II.
[11] «El Ingenioso...», 1ª parte, cap. L.
[12] Ib., ib. cap.XI.
[13] «Don Quijote, Don Juan y la Celestina», Madrid: Espasa Calpe.
[14] «Libro de la Orden de Caballería», Madrid: Espasa Calpe.
[15] «El Ingenioso...», 1ª parte, cap. XVIII.

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