Padre Pío
JUAN CARLOS GOYENECHE (1913-1982)
Con la presente publicación «Decíamos
ayer...», rinde un sencillo homenaje al Santo Padre Pío, en el 50° aniversario
de su muerte y en el 100° de la aparición de sus estigmas.
A través del
cable, por medio de una noticia seca y escueta, nos hemos enterado de la muerte
del Padre Pío de Pietrelcina. Nuestros diarios, tan generosos habitualmente
para cualquier noticia trivial o escandalosa, se limitaron esta vez a unas
cortas crónicas de compromiso.
Sin embargo,
acababa de morir un hombre extraordinario, quizás el hombre más extraordinario –en
el sentido estricto del término– que haya vivido en nuestro tiempo.
Hacia él se
dirigieron durante más de cincuenta años las miradas de angustia o de
esperanza, los anhelos de perfección, las ansias de salud corporal, la
necesidad de consuelo o de consejo, de miles y miles de hombres y mujeres que
habitaban en los puntos más distantes de la tierra. Y él no defraudó a ninguno
que se le acercara con la intención pura.
Fue duro con
el empedernido y con el recalcitrante, dulce con el angustiado, animoso con el
débil, exigente y difícil para el que
buscaba progresar en el amor de Dios. Alguna vez exclamó con dolor: «Casi todos vienen para que les alivie la
Cruz; son muy pocos los que se me acercan para que les enseñe a llevarla».
Él enseñaba a
llevar la Cruz, porque tenía la Cruz en su cuerpo; aconsejaba la renuncia,
porque había renunciado a todo; predicaba la pobreza, porque había elegido ser
pobre; señalaba la mortificación y la aceptación del dolor como el remedio,
porque había presentado las palmas de sus manos y las plantas de sus pies y
había descubierto su costado para recibir los dardos inflamados del amor
incomprensible.
«Jesús –escribió al poco tiempo de
recibir los estigmas–, que nada, ni la
vida, ni la muerte, me separe de Ti. Si me uno a tus sufrimientos a todo lo
largo de mi vida con infinito amor, me será dado morir contigo en el Calvario y
subir contigo a la Gloria. Si te sigo en la tortura y en la persecución, me
harás digno de amarte un día cara a cara en el cielo y cantar eternamente tus
alabanzas en acción de gracias por tu incomparable Pasión».
La aceptación
en la propia Cruz del dolor de los otros es, desde el punto de vista
sobrenatural, el grado más alto en el arte de sufrir. La conformidad durante
toda una existencia con la agonía de la Cruz es el grado más alto en el arte de
vivir. El vivir traspasado por los clavos y la lanza de la Pasión de Cristo es
el grado más alto en el arte de morir.
En este
sufrir, vivir y morir ejemplares, nos deja el Padre Pío su mejor legado, mayor
que sus poderes taumatúrgicos. La bilocación, la discreción de espíritus, la hierognosis (conocimiento instintivo de
lo sagrado), las curaciones milagrosas, la lectura de las conciencias, el
conocimiento a distancia, podrán ser el cimiento espectacular de su prestigio,
el atractivo misterioso de su persona, a través del cual muchas veces los
hombres, estimulados por lo maravilloso, despertaron de la atrofia a sus ojos
interiores.
Pero aunque
nosotros nos inclinemos con reverencia ante todas esas señales de elección,
preferimos en el Padre Pío al hombre de Dios que trasciende de sus palabras,
dichas al oído a través de la rejilla del confesionario, o escritas con mano
torpe que apenas podía retener la pluma, en sus cartas de dirección espiritual.
¡Cuánta
sabiduría han escuchado aquellos que tuvieron la fortuna de encontrarse de
rodillas ante él!
A un teólogo
que le consulta, le dice: «En los libros
se busca a Dios; en la oración se lo encuentra».
A alguien que
le habla de los altibajos de la vida interior le contesta: «Si Jesús se manifiesta debes agradecérselo; si se oculta, agradéceselo
también. Todo es un juego de amor».
A quien el
sufrimiento le hace vacilar en la fe, le responde: «El más sublime acto de fe es el que sube a nuestros labios en la
noche, en la inmolación, en el dolor, en el esfuerzo inflexible hacia el bien».
A un
intelectual le hace esta reflexión: «Las
cosas humanas necesitan ser conocidas para ser amadas; las divinas necesitan
ser amadas para ser conocidas».
A quien padece
angustia, le razona: «Lo importante es
caminar con sencillez ante el Señor. No pidas cuenta a Dios, ni le digas jamás:
¿por qué?, aunque te haga pasar por el desierto. Una sola cosa es necesaria:
estar cerca de Jesús. Si nos cita en la noche, no rehusemos las tinieblas».
A otro que se
halla en parecida situación: «Por muy altas
que sean las olas, el Señor es más alto. ¡Espera!... la calma volverá».
Y a aquel que
le pide consejo para amar mejor, le advierte: «Ese amor que pides está crucificado: no se lo encuentra sino en la
Cruz».
Una dirigida
espiritual que le escribe preguntándole qué debe hacer para orar bien, recibe
esta respuesta: «El don de la oración
está en manos del Salvador. Cuanto más te vacíes de ti misma, es decir, de tu
amor propio y de toda atadura carnal, entrando en la santa humildad, más lo
comunicará Dios a tu corazón».
Un pecador que
le dice: «¡Padre, he pecado tanto!»,
le escucha esta contestación: «Hijo mío,
le has costado muy caro a Dios para que te abandone».
Y a uno que
afloja el ánimo en el camino de la perfección, le argumenta: «El amor no se esconde sino para fomentar el
amor. Jesús no pide imposibles. Dile: ¿quieres que te ame más? Dame más amor y
te ofreceré más amor».
Para todos tuvo
la palabra exacta. Sólo el que ha cruzado los desiertos áridos sabe guiar en el
desierto. Sólo quien ha sufrido el abandono sabe en la soledad dar compañía: el
que ha vivido la Cruz como él la vivió es el que sabe trasmitir una doctrina de
dolor que lleva hasta las cumbres del amor de Dios.
Los prodigios
que se cuentan del Padre Pío no son más que los signos sensibles, no son más
que el humo de la hoguera de amor que lo consumía.
Siguiendo el
consejo de San Pablo llevó sobre sí la carga de los otros. «¿Cómo puedo olvidarte –le escribe a una hija espiritual– a ti, que me has costado tan duros
sacrificios y a quien he engendrado para Dios entre agudos dolores?». Y a
un pecador que le llega de muy lejos, le dice: «Yo te rescaté con el precio de mi sangre».
El amor a los
pobres y a los enfermos le lleva a crear esa maravilla de la caridad que es la
Casa Sollievo della Sofferenza (Alivio del sufrimiento), impulsado por este
pensamiento rector: «En todo pobre está
Jesús agonizante; en todo enfermo está Jesús sufriente; en todo enfermo pobre
está Jesús dos veces presente».
Este fraile
humilde, sin rango ni jerarquía alguna dentro de su orden, que apenas se movió
de su monasterio al pie del Monte Nero en el Gárbano, se pasó su vida en el
cumplimiento fiel de la regla de su orden capuchina y sufrió durante largos
períodos incomprensión, persecuciones y calumnias, atrajo, sin embargo, hacia
sí, además de la piedad de millones de almas, la veneración de los pontífices.
Pío XII le envió en varias ocasiones palabras de estímulo y aliento; y el hoy
Paulo VI, siendo cardenal arzobispo de Milán, le escribió en 1960, con ocasión
de su jubileo sacerdotal: «...bendecimos
a Dios por las gracias inmensas que Él os ha conferido».
Si quisiéramos
hacerlo sería interminable escoger una nómina representativa entre los teólogos
de renombres, cardenales, obispos, hombres de Estado, artistas, personalidades de
toda índole, sacerdotes y fieles de todo el mundo, que llegaban en continuas
oleadas hasta ese monasterio de Santa María de las Gracias, en el sur de
Italia, en busca de alimento espiritual. Sería tarea inútil hacer una
estadística, porque la curiosidad inquisitiva de esta fría máquina de calcular
moderna no penetra la intimidad de las almas.
El Padre Pío
es un hombre devorado en toda la
extensión de la palabra; escribía hace años uno de sus múltiples biógrafos con
extraña premonición: «El día que no pueda
bajar al confesionario –secreto santo de tantos misterios de amor y
misericordia– ese día se desgarrará de un tajo el velo que lo retiene... y,
víctima venturosa, caerá por fin en los brazos de su Dios».
Y así fue. En
la noche del domingo 22 de septiembre de 1968 a las dos y media de la madrugada
del lunes 23, horas después de la concentración de decenas de miles de fieles y
devotos que acudieron a San Giovanni Rotondo para conmemorar el cincuentenario
de la aparición de las llagas, el P. Pío, que a los 81 años continuaba
confesando aún varias horas por día, entregó su alma al Señor.
En ese día
Dios se compadeció de él: «Compadécete de
mí, Señor, pues he clamado a Ti durante todo el día», parece que le
escucháramos decir con el salmista.
Él clamó a Ti,
Señor, durante todo el día de su vida; y Tú le has escuchado. Le has desclavado
de la Cruz. De esa Cruz que él asumió en su carne y en su alma. Y le has
llevado al descanso y al premio.
Todo tiempo por
oscuro que sea tiene un faro de luz que lo ilumina. En esta época terrible en
que vivimos, en la que el odio de los hombres estalló en dos guerras
exterminadores y, no calmada su sed, se prepara a una tercera y quizás
definitiva, hace más de ochenta años en Pietrelcina de Benevento, en un lugar
humilde, como fue humilde Asís, como sobre todo otro lugar fue humilde y pobre
Belem, nació un hombre que aceptó vivir crucificado. En un período en el que la
Iglesia se ve cercada de tribulaciones y angustias por todas partes, en el que
su tesoro tradicional –las fuentes de su inteligencia y santidad– se halla
sometido a todo género de desprecio y calumnias, aun por muchos que presumen de
ser fieles a su esencia, vivió un hombre dándole al mundo una lección viva de
lo que significa la oración en el dolor.
Pero ya ha
muerto. Sin embargo San Giovanni Rotondo no quedará vacío, porque ahora hay
allí una tumba iluminada que atraerá más voluntades aún, en busca de consuelo o
fortaleza, que las que el hombre crucificado que en ella está encerrado
atrajera durante su vida.
* Revista «Universitas», Buenos Aires,
N° 7, año 1968; y reproducido en «Juan Carlos Goyeneche – Biblioteca del
Pensamiento Nacionalista Argentino», T° IX – Ediciones Dictio – 1976, págs.
324-329.