La vitalidad religiosa y el cambio
DIETRICH VON HILDEBRAND (1889-1977)

La campaña de la que a sí mismo se llama «la vanguardia» (avant-garde) de la Iglesia incluye en su programa la denigración del pasado de la Iglesia y la proclamación de un cambio como señal de vitalidad.
Hemos visto ya que el cambio es un término ambiguo y que induce a error, porque puede referirse a dos fenómenos absolutamente distintos; en primer lugar, puede referirse a una alteración radical (por ejemplo, la sustitución de una convicción o de un ideal por otro), y, en segundo lugar, puede significar cambio en el sentido de crecimiento (el crecimiento y desarrollo de nuestro amor, de nuestra devoción, de nuestra inteligencia). Hemos visto también que el progreso moral no puede consistir en el cambio entendido en el primer sentido de la palabra.
Para el cristiano, todo progreso consiste en la segunda clase de cambio: en superar las imperfecciones y cooperar más y más en el proceso de santificación que el Señor nos ofrece en sus enseñanzas y en los sacramentos. Aspirar a esto es, indudablemente, progreso. Y el Cardenal Newman afirma que, si un hombre hubiese alcanzado un alto grado de perfección y lo considerase suficiente, ese hombre sería peor que el que fuera principiante en el camino de la perfección, con tal que este último estuviera henchido de anhelos de ser transformado completamente en Cristo.
Todo progreso que siga el rumbo de la transformación en Cristo implica, necesariamente, continuidad y perseverancia: absoluta fidelidad a Cristo, creciente amor de Dios y creciente horror hacia el pecado y los falsos profetas. Esta estabilidad y continuidad es el polo opuesto del estancamiento y complacencia en sí mismo. La prontitud para dejarnos cambiar y transformar por Cristo está profundamente entretejida con la continuidad de una fe inmutable en Cristo, porque el progreso al que el cristiano aspira es una vuelta constante a Cristo, de quien trata de apartarnos nuestra naturaleza caída. ¿No muestran nuestras vidas lo amenazados que estamos por la infidelidad, por la flojedad en el fervor, por la incesante corriente que trata de llevarnos a la periferia? ¿En qué consistirá el verdadero progreso, si no es en volvernos constantemente a Cristo?
Es un grave error creer que la vitalidad implica siempre cambio y que la religión ha de someterse al cambio para conservar su vitalidad. Indudablemente, mientras permanecemos en esta tierra estamos sujetos al cambio. Nuestra vida espiritual y nuestra vida corporal están sometidas a un proceso de cambio y desarrollo. Pero este cambio, que tiene sus raíces en nuestro vivir en el tiempo, no significa que los objetos de nuestras convicciones y amores deban también cambiar. La verdad –y, por encima de todo, la verdad sobrenatural– no cambia. Ni cambian tampoco los valores y el llamamiento que nos dirigen a la perseverancia y a la constante adhesión a ellos. En medio mismo del cambio podemos ser estables en nuestras más profundas actitudes, en nuestras convicciones fundamentales y en nuestros amores. En el ámbito de la fe, la vitalidad significa que nuestra fe y nuestro amor no se convierten nunca en simples hábitos, que no cesamos nunca de admirar y de sumergirnos incesantemente en los insondables abismos de la revelación, la cual es la fuente de una vitalidad religiosa en constante aumento. Significa que estamos experimentando sin cesar nuestro pleno compromiso con Dios[1].
La naturaleza del cambio que tiene lugar en nuestro amor y obediencia a Cristo, como fruto del Espíritu Santo que se ha derramado en nosotros, se parece al cambio que expresan aquellas palabra: «Mi amor hacia ti está creciendo siempre en intensidad y hondura». Es el cambio propio de todo crecimiento en perfección. Pero, evidentemente, no es éste el cambio que anhelan vivamente los católicos progresistas, y que ellos consideran erróneamente como la esencia misma de la vitalidad. Su concepción del cambio saludable se refiere a una alteración de nuestros puntos de vista y de nuestras convicciones, a reemplazar un amor por otro. Este cambio implica discontinuidad, infidelidad, completa falta de perseverancia. Las personas que cambian con frecuencia sus convicciones,  que van de un falso profeta a otro, no dan muestras de plenitud de vida. Por el contrario, sus oscilaciones sólo se parecen a la vitalidad. En ese estado, no hay nada que pueda echar raíces en sus almas y sólo parirán hijos muertos. Considerar esta clase de cambio como una indicación de vitalidad espiritual es un error semejante al de considerar el pluralismo en filosofía o religión como señal de vitalidad intelectual.
Cuando una profunda conversión tiene lugar en la vida espiritual de una persona, no podemos afirmar que tal conversión tenga lugar dentro del marco de la vida religiosa de esa persona. Lejos de eso, la metánoia precede a, o es el comienzo mismo de, su vida religiosa. El término de «progreso» o «crecimiento» sería bastante inadecuado para describir este fenómeno crítico. Pero es importante ver que el cambio radical o conversión religiosa es distintivo de vitalidad, no precisamente por ser un cambio, sino porque es un apartarse del error para volverse a la verdad divina, porque es una transmisión de la muerte a la vida. San Agustín pensaba esto mismo, al decir de las luchas que precedieron a su conversión: «Vacilaba aún en morir a la muerte y en vivir a la vida»[2].
Hemos estado acentuando sin cesar el carácter absoluto de la verdad revelada por Dios. Pero nunca repetiremos demasiado que ni en la vida religiosa del individuo ni en la doctrina de la Iglesia hay lugar para un cambio radical. Los que afirman: «No deseamos que se nos hable ya de la pasión de Cristo ni de su resurrección; no deseamos ya tender a la santidad. Lo que ha de dársenos son nuevas ideas, nuevos puntos de vista, nuevas metas. De lo contrario, nuestra vida religiosa se secará», los que afirman esto –digo– están delatando inconfundiblemente que su fe está muerta. No son capaces de comprender que los misterios de nuestra fe cristiana son inextinguibles e insondables. Hablar de cambio o progreso en la Iglesia puede significar el crecimiento del Reino de Dios en las almas de los hombres, el crecimiento en santidad de todos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Puede significar el crecimiento y desarrollo en la explicitación de las fórmulas de la revelación divina que ha sido confiada a la Iglesia. Pero no puede significar jamás cambio alguno en el sentido de sustitución de un viejo contenido de la fe por otro nuevo o de un viejo dogma por otro nuevo. Una nota esencial de la verdadera Iglesia es que, a diferencia de todas las instituciones y comunidades puramente humanas, ella sigue siendo siempre una misma en la fe que conserva. La identidad de la iglesia de las Catacumbas con la Iglesia de Trento con la Iglesia del Concilio Vaticano II, es una señal distintiva de que la Iglesia es una institución divina. Una Iglesia «del mañana» que reemplazase a la Iglesia «de ayer» sería una contradicción con la naturaleza misma de la Iglesia.
Como hemos indicado ya en la Parte Primera, los cambios que producen renovación y vivificación en la Iglesia se refieren, esencialmente a la eliminación de las infidelidades que invaden el santuario de la Iglesia. Por tanto, la renovación supone –en primer lugar– un constante volver al único llamamiento inmutable del Señor, a la auténtica y pura e inmutable meta de la santidad. Es el polo opuesto del ritmo cambiante de la historia.
Indudablemente, hay muchas cosas en la periferia de la vida de la Iglesia que cambian según las condiciones históricas. Pero el tener en cuenta una situación histórica dada es algo que sólo puede afectar a las prescripciones positivas. Algunas costumbres religiosas, que estuvieron adaptadas a una época bien determinada, pueden exigir un cambio en otra época. Por ejemplo, la reducción del ayuno en los tiempos modernos fue, ¡qué duda cabe!, una cosa necesaria, por la reducida vitalidad y la tensión nerviosa de la vida moderna. Pero sería erróneo considerar este cambio como un «progreso», porque el cambio no tiene por objeto la eliminación de un valor negativo o la sustitución de un valor inferior por otro valor más elevado. Ahora bien, cuando Pío X estimuló la comunión diaria, estaba reviviendo una práctica que estuvo muy difundida en los primeros siglos cristianos; y, por el grado en que ese estímulo quedó secundado, puede considerarse como un progreso, como un aumento en perfección, en la vida de los fieles. De manera semejante, un cambio en el Derecho Canónico que vaya destinado a corregir ciertos abusos, puede constituir un progreso en la vida de la Iglesia.
En nuestro estudio acerca de la realidad socio-histórica de las ideas (capítulo XI) vimos que las ideas que están flotando en la atmósfera en una época determinada tienen especial carácter cuando esas ideas son verdadera y cuando se refieren a algo que tiene un valor definido. En este caso, la realidad socio-histórica adquiere la naturaleza de cumplimiento de una obligación. Comparada con la realidad y vitalidad que posee el reino de las ideas verdaderas o el triunfo del bien, la realidad histórica de los errores es tan sólo una vitalidad ficticia.
Pero la realidad histórica de la Iglesia tiene una incomparable significación. Aun prescindiendo por completo de la extensión en que la Iglesia sea aceptada por los hombres, el hecho mismo de la existencia de la Iglesia es ya una victoria de Cristo. El hecho de que la Iglesia visible derrame un torrente de gracia sobre las almas de los hombres por medio de los sacramentos, el hecho de que la Iglesia esté guiada por el Espíritu Santo, el hecho de que –en medio del mundo– la Iglesia proclame ante la humanidad la revelación divina incontaminada, el mensaje de la misericordia divina, representa una realidad socio-histórica única. El que la Iglesia amoneste a los hombres a la conversión y los exhorte a aspirar a la santidad, es –en sí misma– una realización única del Reino de Cristo. El hecho de que los seres humanos confiesen humildemente sus pecados y de que se proclame opportune et importune la palabra de Dios, es un triunfo único del Espíritu de Cristo. La existencia misma de la ininterrumpida sucesión apostólica del Papado y de numerosas órdenes religiosas da testimonio de la indiscutible victoria de Cristo sobre el mundo. Y, a la vista de la legión de santos que se ha ido formando durante los dos milenios de Cristianismo, cada uno de los cuales santos representa una irrupción de lo sobrenatural en este mundo: ¡quién podrá negar que han llegado a ser plena realidad aquellas palabras que están esculpidas en el obelisco de la plaza de San Pedro: Christus vincit, Christus regnat, Chirstus imperat!
Pero, aunque la existencia misma de la Iglesia es señal de una vitalidad única y luminosa, independientemente de los avatares de la Iglesia en el mundo, hay una interminable serie de realizaciones del Reino de Dios, que todavía ha de verificarse. Por eso los fieles continúan orando día tras día: «Venga tu reino». Innumerables personas yacen todavía in umbra mortis. Innumerables miembros del Cuerpo Místico de Cristo no están aún transformados en Cristo. Como dice el Cardenal Newman, Cristo está atrayéndonos sin cesar –a nosotros que somos servidores tibios e infieles– hacia su Iglesia. Y lo hace por medio de «ligaduras de Adán»:
«¿Y cuáles son estas ligaduras?... Son la manifestación de la gloria de Dios, tal como resplandece en la faz de Cristo. Son la visualización de los atributos y perfecciones del Dios Omnipotente. Son la belleza de su santidad, la dulzura de su misericordia, el fulgor de sus cielos, la majestad de su ley, la armonía de sus providencias, la conmovedora música de su voz, que es el antagonista de la carne y el defensor del alma contra el mundo y el demonio»[3].

* En «El Caballo de Troya en la Ciudad de Dios», Ediciones Fax, Zurbano 80, Madrid, 1969, págs. 212-218.




[1] La confusión acerca del cambio y de la religión: esa confusión que caracteriza el pensamiento de los católicos progresistas, llegó a un extremo absurdo en la observación hecha por un sacerdote: «El cambio... es la cualidad más estable en la Iglesia» (Change... is te most stable quality in the Church. Véase la revista «Triumph», diciembre de 1966, p. 34). Véase, a propósito de todo esto, los textos citados en el capítulo 17 de la Constitución pastoral «Gaudium et spes»
[2] Confesiones, libro VUU, 11: «... haesitans mori morti et vitae vivere».
[3] John Henry Cardinal Newman, Discourses Addressed to Mixed Congregationes, London 1916, p. 69

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