La marcha del regimiento
RAMIRO DE MAEZTU (1875-1936)
Camino de la
estación del Mediodía va un regimiento de línea[1].
Catorce kilómetros de marcha por la carretera, con todo el equipo, el correaje
y el armamento, han fatigado a los muchachos y andan con la cabeza caída y el
uniforme blanqueado por el polvo; blancas las correas, blanco el pantalón rojo,
blanco el capote azul, blanco el rostro, dibujando el conjunto perfiles
empolvados.
Marchan de dos
en dos, por entrambas aceras, pensativos, melancólicos, al cruzar los
arrabales.
Se acercan al
centro de Madrid, se oye un ¡viva España!, ordena el coronel formar de a
cuatro, la música entona un pasodoble, la gente se amontona alrededor del
regimiento, y, como movidos por un resorte, los cuerpos de los soldados se
yerguen, las cabezas se levantan, los encogidos pechos se desdoblan, una
sonrisa cruza mil semblantes, los ojos se iluminan y el cansancio desaparece.
¡Que no se diga que parecen muertos! Muévense los brazos con gallardo brío, el
paso se encauza y acelera.
La gente
prorrumpe en vivas estruendosos, una imagen brillante, algo así como una
borrachera de valor y de triunfo, cruza, como una ráfaga de viento, los mil
espíritus de un mismo cuerpo y el
regimiento se aleja entre la multitud entusiasmada.
A las veces
asoman por los ojos de los expedicionarios tristes remembranzas; el último
apretón de manos del padre que se volvió de espaldas para no dejar ver las
lágrimas; el llanto franco de la madre, de la hermana y de la novia, sus
últimos abrazos, que aun parece se les cuelgan del cuello.
Pero la música
prosigue entonando el marcial pasodoble. Óyense a lo lejos los vivas de la
gente; ¡atrás las penas!, ¡erguid el cuerpo!..., ¿qué se pierde, si en todo
caso se pierde la vida?... Por de pronto se abandona la existencia cuartelera,
vida de cepillar botones y frotar correas...
Al salir de
Madrid el regimiento, con rumbo a las Baleares, parece la estación del Mediodía
un inmenso escenario en el momento de la apoteosis. Se suceden sin tregua los
vivas frenéticos, cien banderas se agitan en los aires, cien mil personas
escoltan al ejército, agrupándose a lo largo de la vía férrea en una extensión
de más de una legua.
La apoteosis
se repite en todas las estaciones del camino.
En un pueblo
–Alcalá de Henares– las casas se cierran; mujeres, niños, viejos y enfermos
corren a la estación. El himno de Cádiz retumba a los vientos.
El labriego
sacude su escepticismo habitual respecto de las cosas públicas; por una vez
endereza el cuerpo encorvado perpetuamente sobre el arado, y se quita el
sombrero, saludando las banderas que ondean en el tren militar, las mismas
banderas que tremolaron los manifestantes y depositaron en las manos del
ejército, para que su pecho las defienda.
Es un delirio
loco. Por todas partes –en Aragón muy especialmente–, las estaciones desbordan
muchedumbres. Junto a la silueta del campesino se divisa la del médico y las
del alcalde, tal como las dibujan los caricaturistas; aquí y allá aparece el
tipo sano y simpático de nuestro cura de misa y de olla, que con la cara
sofocada de rabia y la teja en la mano depone por un día la prédica del
Evangelio, y sintiéndose español de cuerpo y alma, grita a los soldados que
respetuosamente le saludan: «¡A ellos, muchachos, a ellos, y enseñadles a tener
vergüenza!».
De los pueblos
más pobres, aportan los maños[2]
cestas repletas de vino y vituallas. En lo alto de un cerro asoma un aragonés
clásico, con el pañuelo en la cabeza, que cierra los puños y agita los brazos,
señalando el horizonte que la locomotora va ganando.
En Calatayud
hay diez mil personas en la estación. Separada de la multitud yérguense unas
seis soberanas mocetonas, de estatura majestuosa, colores frescos y caderas
olímpicas.
En sus cuerpos
egregios parecen encarnarse los dioses fecundos del cielo pagano.
Al zarpar de
Barcelona la gente ocupa las vergas de los barcos mercantes.
Y al terminar
el viaje, cuando el cansancio rinde a los soldados, entre las negruras de la
ausencia, se destaca una visión halagadora, la de las aragonesas de Calatayud,
imagen de triunfo y de vida.
¿Qué importa
la guerra?... ¿Qué la muerte?... En esas caderas arrogantes cabe otra España, si
acaso ésta se hundiera.
1898
* En «España y Europa», Ed.
Espasa-Calpe Argentina S. A., Buenos Aires-México, Colección Austral, 2ª
edición, 1948, págs. 30-33.
[1]
«En 1898 [Ramiro de Maeztu] fue soldado de fila en las tropas que fueron
a las islas Baleares a defenderlas contra los posibles ataques de los yanquis.
Conviene advertir que entonces no había en España servicio militar obligatorio.
Su artículo ‘La Marcha del regimiento’ incluido en este volumen, está escrito
sobre la mochila mientras su escuadrón hace un alto en el camino». (Del
prólogo escrito por su hermana, María de Maeztu, a la primera edición, en
Buenos Aires en 1946). (N. de «Decíamos
ayer...»).
[2]
«Maño»: Natural o perteneciente a Aragón
(N. de «Decíamos ayer...»).