La intimidad con Cristo
ROBERT HUGH BENSON (1871–1914)
El capítulo abajo transcripto
pertenece al espléndido libro de Benson «La amistad de Cristo». Sirva esta pequeña muestra a modo de incentivo
para la lectura íntegra de la obra. Para ello ofrecemos, al pie de la página, su texto completo para descargar.
No es bueno que el hombre esté solo
(Gen 2,18)
A primera vista nos parece
inconcebible que pueda existir una auténtica amistad entre Cristo y el alma.
Admitimos la adoración, la dependencia, la obediencia, el servicio e, incluso,
la imitación: todas esas cosas son imaginables, pero no la amistad. Y por otra
parte, cuando recordamos que Jesucristo asumió un alma humana como la nuestra,
un alma capaz de alegrías y tristezas, abierta a las acometidas de la pasión y
a las tentaciones, un alma que experimentó la angustia y el gozo, el
sufrimiento de la oscuridad y la alegría de la luz; cuando a través de nuestra
fe aceptamos todo esto, la posibilidad de entablar amistad –un hecho vital que
conocemos por experiencia–, pero ahora con Cristo, nos parece incuestionable.
En el plano humano la amistad
supone siempre la unión de las almas. Pues bien, lo mismo sucede en el caso del
hombre con Cristo, cuya alma es el punto de unión entre Su Divinidad y nuestra
humanidad. Recibimos Su Cuerpo en la boca, rendimos totalmente nuestro ser ante
Su Divinidad, pero solamente a través de la amistad abrazamos Su Alma con la
nuestra.
✠ ✠ ✠
La amistad humana se inicia
generalmente por algún detalle externo. Captamos una frase, percibimos una
inflexión de voz, advertimos una forma de mirar o un modo de caminar. Y estas
leves impresiones nos parecen el comienzo de un mundo nuevo. Consideramos estos
detalles como la señal de todo un universo que se oculta tras ellos; creemos
haber descubierto al alma que coincide exactamente con la nuestra, al
temperamento que, por su semejanza o por su armoniosa diferencia, es
perfectamente adecuado para ser el compañero del nuestro. Así comienza el
proceso de la amistad: nos damos a conocer y conocemos al otro; encontramos,
paso a paso, lo que habíamos esperado, y comprobamos lo que imaginábamos. Y el
amigo, por su parte, sigue el mismo itinerario, hasta que llega el momento en
que, por una crisis o tras un período de prueba, podemos descubrir que nos
hemos equivocado, que hemos defraudado al otro o que el proceso ha seguido un
curso diferente. Y como ocurre con el paso de las estaciones, ya no hay más
frutos que esperar por ninguna de las dos partes.
Pues bien, la amistad divina suele
comenzar del mismo modo. Puede surgir en el momento de recibir algún sacramento
–un hecho repetido miles de veces–, al arrodillarnos delante del nacimiento en
Navidad o acompañando al Señor en un Vía Crucis. Hemos hecho esos gestos o
hemos participado en esas ceremonias frecuentemente, unas veces con
indiferencia y otras con fervor. De repente, un día surge en nosotros un
sentimiento nuevo. Por primera vez comprendemos que el Divino Niño que abre sus
brazos en el pesebre, no sólo desea abrazar al mundo (¡tendría que ser tan
pequeño!), sino a nuestra propia alma en particular. Contemplamos a Jesús,
ensangrentado y exhausto, alzándose tras su tercera caída, y sentimos que nos
pide ayuda para soportar su carga. La mirada de sus divinos ojos se cruza con
la nuestra transmitiéndonos un sentimiento o un mensaje que nunca habíamos
asociado a nuestras relaciones con Él. Y fueron sólo unos detalles en
apariencia insignificantes. Golpeó en nuestra puerta y le abrimos; nos llamó y
le contestamos. De ahora en adelante, pensamos, Él es nuestro y nosotros somos suyos;
por fin hemos encontrado al amigo que buscábamos hace tanto tiempo; aquí está
el alma que se compenetra perfectamente con la nuestra; la única personalidad
que puede dominarnos. Jesucristo ha dado un salto de dos mil años y está a
nuestro lado: se ha salido del fresco; se ha levantado del pesebre... «Mi Amado
es para mí y yo soy para mi Amado».
✠ ✠ ✠
Así se inició la amistad. Ahora
comienza el proceso.
La clave de una perfecta amistad
consiste en que los amigos se den a conocer mutuamente, dejando a un lado las
reservas y mostrándose tal y como cada uno es.
La primera etapa, pues, de la
amistad divina es la revelación del mismo Jesucristo. En nuestra vida
espiritual, haya sido tibia o fervorosa, se ha dado un elemento predominante de
inconsistencia. Es cierto que hemos sido dóciles, que nos hemos esforzado por
evitar el pecado, que hemos recibido la gracia, la hemos perdido y la hemos
recuperado, que hemos adquirido méritos o los hemos desperdiciado, que hemos
intentado cumplir con nuestros deberes y procurado mejorar y amar. Todo ello es
cierto delante de Dios, pero no ha calado en nuestro propio ser. ¿Hemos rezado?
Sí, aunque escasamente. Hemos hecho meditación: nos planteamos un tema,
reflexionamos sobre él, hacemos un propósito y terminamos, siempre con el reloj
a la vista para no alargarla demasiado.
Pero después de aquella nueva y
maravillosa experiencia todo cambia. Jesús empieza a mostramos no sólo las
maravillas de su pasado, sino la gloria de su presencia. Comienza a vivir con
nosotros, rompe el molde en el que le había metido nuestra imaginación: vive,
se mueve, habla, actúa, toma un camino u otro, y todo ante nuestra mirada.
Comienza a revelarnos los secretos que se ocultan en Su humanidad. Hemos oído
hablar de sus obras desde que éramos niños, rezamos el Credo, conocemos el
Evangelio... Y sin embargo, ahora pasamos del conocimiento de sus hechos al
conocimiento de Él. Empezamos a comprender que la Vida Eterna comienza en el
momento presente, porque consiste en «conocerte a Ti, el único Dios verdadero y
a Jesucristo Tu enviado». Nuestro Dios se ha convertido en nuestro Amigo.
Jesús, por su parte, nos pide lo
mismo que nos ofrece. Se nos manifiesta abiertamente y exige que hagamos lo
mismo. Como nuestro Dios, conoce cada fibra de los seres que ha creado, y como
nuestro Salvador, cada circunstancia pasada en la que fuimos infieles a sus
mandatos; pero como nuestro Amigo, espera que se lo contemos.
Podríamos decir que la diferencia
entre el trato con un conocido y el que establecemos con un amigo radica en
que, en el primer caso, tratamos de disimular para presentar una imagen
agradable y atractiva; empleamos el lenguaje como un disfraz y la conversación
como un camuflaje. En el segundo caso, dejamos a un lado los convencionalismos
y las «presentaciones» e intentamos mostrarnos tal y como somos, abriéndole
nuestro corazón.
Esto es, pues, lo que la amistad
divina requiere de nosotros. Hasta ahora el Señor se ha contentado con muy
poco. Ha aceptado el diezmo de nuestro dinero, una hora de nuestro tiempo, unos
cuantos pensamientos y algunos sentimiento demostrados en ceremonias religiosas
y de culto. Él ha aceptado todo lo que le hemos dado, en lugar de darnos
nosotros mismos. A partir de ahora nos pide que acabemos con todo eso, que nos
abramos a Él completa y rendidamente, que nos mostremos tal y como somos; en una
palabra, que dejemos a un lado esos ingenuos cumplidos y seamos profundamente auténticos.
Cuando un alma cree sentirse
desilusionada o defraudada de la amistad divina no suele ser porque haya
traicionado u ofendido a su Señor, o porque no haya estado a la altura de las
circunstancias en otros aspectos, sino porque nunca le ha tratado como a un
amigo, ni ha sido lo bastante valiente como para cumplir la condición
imprescindible en una auténtica amistad: la total sinceridad con Él. Es menos
ofensivo decir rotundamente «No puedo hacer lo que me pides porque soy
cobarde», que esgrimir unas razones excelentes para no hacerlo.
✠ ✠ ✠
En pocas palabras, este debe ser el
camino de la amistad divina. En adelante iremos estudiando con detalle algunos
aspectos que la caracterizan. Nos debe alentar el pensamiento de que vamos a
emprender un camino que han recorrido ya muchas almas antes que nosotros. Con
todo, la historia de nuestra amistad con Jesucristo será algo que rompe todos
los esquemas preconcebidos, una experiencia irrepetible.
Hay momentos de fascinante
felicidad –en la comunión o en la oración–, momentos que se nos antojan
experiencias imborrables en la vida, y ciertamente lo son; momentos en los que
todo el ser se siente invadido e inundado por el amor: cuando el Sagrado
Corazón no es ya un mero objeto de adoración sino algo vibrante que late en
nosotros; cuando nos rodean los brazos del esposo y nos besa en los labios...
Hay también momentos de
tranquilidad y placidez, de un cariño sereno y profundo al mismo tiempo, de un
afecto y un entendimiento mutuo que satisfacen todos los anhelos de nuestra
mente y de nuestro corazón.
Pero hay también períodos –meses o
años– de miseria y aridez, en los que nos parece necesario tener paciencia con
nuestro divino Amigo; ocasiones en las que creemos sentir su desdén o frialdad.
Y habrá realmente momentos en los que tendremos que recurrir a toda nuestra
lealtad para no abandonarle decepcionados. Habrá incomprensión, sombras,
tinieblas...
Después, con el transcurso del
tiempo y según vayamos superando la crisis, volveremos a confirmar la
convicción que nos unió a nuestro Amigo. Porque realmente la suya es la única
amistad en la que no cabe decepción posible, y Él, el único amigo que no puede
fallar. Es la única amistad en la que nuestra humildad y nuestra entrega nunca
serán suficientes, nuestras confidencias nunca demasiado íntimas, ni nuestros
sacrificios lo bastante grandes. Este Amigo y su amistad justifican plenamente
las palabras de uno de sus íntimos: «...porque todo lo considero basura ante el
sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas
las cosas por ganar a Cristo».
* «En La amistad de Cristo», Ediciones Logos – Argentina - 2011, págs.
25-31.