Capacidad para el gobierno propio
JULIO IRAZUSTA (1899 -1982)
La instalación
del primer gobierno propio reveló en nuestra comunidad una aptitud para
manejarse por sí mismo, tal vez la causa decisiva que provocó más tarde la
declaración de independencia. El acierto casi infalible del caudillo y del
pueblo despierta la admiración sin reserva, y fue el origen de los éxitos
posteriores. La previsión de Cornelio Saavedra adivina la llegada del momento
dorado, y le permite prepararse a aprovecharlo. Sus dichos antes de la ocasión:
«no es el tiempo, dejen Vds. que la
brevas maduren y entonces las comeremos»; y cuando ella se ha producido: «ahora digo no sólo que es tiempo, sino que
no se debe perder una sola hora», encierran la mejor lección para el
aprovechamiento de las oportunidades estelares, oportunidades que son los
pivotes del engrandecimiento para las naciones. Cuando el jefe de Patricios
dijo al virrey: «no queremos seguir la
suerte de España, ni ser dominados por los franceses. Hemos resuelto reasumir
nuestros derechos, y conservarlos por nosotros mismos», expresaba la
voluntad de un pueblo consciente de su capacidad y de su fortuna. Igual acierto
colectivo reveló el Cabildo Abierto del 22 de mayo, que Manuel Belgrano
calificó de congreso modelo, completando su elogio de este modo: «No puedo pasar en silencio las lisonjeras
esperanzas que me había hecho concebir el pulso con que se manejó nuestra
revolución en que es preciso, hablando verdad, hacer justicia a don Cornelio
Saavedra». Juicio tanto más valioso respecto de su compañero de causa,
cuanto que varias divergencias los habían separado, antes que Belgrano
escribiera su Autobiografía.
No interesa
averiguar en qué medida se debe atribuir a unos, a otros o a todos la
responsabilidad de los desaciertos inmediatamente posteriores, que no
respondieron al éxito inicial y desembocaron en la división del colegiado
instituido el 25 de Mayo, la eliminación de Mariano Moreno, la instalación de
la Junta Grande y las vicisitudes consiguientes. Martínez Zuviría ha escrito un
panfleto contra el famoso secretario del cuerpo (exagerado como tal, pero ameno
y necesario, piedra tirada a la ideología que obstruye la corriente de los
estudios históricos y la convierte en agua muerta). Ahí se le niega a Moreno
toda capacidad. Pero si es verdad que no había previsto la ocasión, ni en
consecuencia querido el cambio, y fue el único tal vez que puso en cuestión su
legitimidad, no es menos cierto que a poco de entrar con la Junta acaudillaba
un partido tan importante que debilitó la posición de Saavedra, hasta hacérsela
perder poco después de quedar eliminado él mismo. Fue desdicha de nuestra
revolución que dos cabecillas del primer gobierno patrio, en vez de
complementarse y sostenerse recíprocamente, se destrozaran entre sí, al revés
de lo ocurrido en Norte América, donde los iniciadores de la revolución
tuvieron la fortuna de llevarla hasta su lógica conclusión en un trabajo de
equipo que les permitió vencer dificultades mayores en principio que las
halladas por nuestros hombres del 25 de Mayo.
Algo igualmente desafortunado
sucedió respecto de la epopeya militar que consumó la independencia. Ella no
tiene paralelo entre los pueblos que lucharon por su libertad. Pero ninguno de
los héroes que la cumplieron logró prolongado ascendiente sobre sus
conciudadanos, como para poner al servicio del Estado naciente el influjo
carismático de un vencedor en la guerra, indispensable al afianzamiento de las
instituciones. Washington, discutido y envidiado no menos que San Martín, tuvo,
sin embargo, la colaboración y el apoyo sin reserva de los mejores. Por
ejemplo, el genial Hamilton fue su secretario militar durante casi toda la
lucha emancipadora. Y aunque le pesaba estar de segundón, y ambicionaba
elevarse al primer plano, jamás se le ocurrió disputar el principado al
Libertador, mientas que nuestro San Martín experimentaba el desvío del gobierno
metropolitano (que le rehusó su concurso para las batallas finales de la
independencia) y era vilipendiado y calumniado por los ideólogos porteños en su
itinerario de la abdicación al exilio. Desde la ruptura entre Saavedra y
Moreno, los cambios de gobierno habían sido una especie de ronda enloquecedora,
en la que los dirigentes, cualesquiera fuesen los nombres que recibían como
jefes del Estado –triunviros, directores, gobernadores encargados de las
relaciones exteriores o presidentes de la república– perdían pie en una trampa
abierta en medio del escenario. En veinticinco años, desde 1810 a 1853, hubo
veinte titulares del poder ejecutivo nacional (sin contar cada uno de los dos
triunviratos sino como una unidad), con un promedio de quince meses de
duración.
Semejante
inestabilidad no era propicia al desarrollo de una fuerza nueva. Desde los
primeros pasos, el espíritu imitativo y la influencia extranjera perturbaron a
los dirigentes, apartándolos de la propia tradición y disponiéndolos a escuchar
los peores consejos de las potencias interesadas en destruir el imperio
español, pero también en estorbar la consolidación de nuevas naciones
vigorosas. El liberalismo, aceptado por la metrópoli en su decadencia,
convirtióse en el dogma económico del poder naciente. Y como resultado, al
monopolio comercial de la madre patria se sustituyó el de Inglaterra, que a la
vez nos disuadía de declarar la independencia y nos sometía a su influencia.
Una vigorosa reacción del Consulado, órgano de los intereses locales, quedó
frustrada por la debilidad de las efímeras autoridades que en Buenos Aires
sucedíanse unas a otras en ronda interminable. El mismo gobierno que había convocado
al Congreso de Tucumán, y que había de proclamar la independencia política,
encarpetó un expediente abierto por el Consulado, renunciando a toda ambición
de independencia económica[1].
Por suerte,
los congresales de Tucumán exhibieron en sus procedimientos mayor entereza que
los funcionarios porteños, y declararon la emancipación del país en el peor
momento, desde el estallido del 25 de mayo de 1810 hasta el 9 de julio de 1816.
En parte cedían a las incitaciones del general San Martín, cuya capacidad política
era apenas inferior a su genio estratégico. El Gran Capitán, uno de los
emancipadores que tuvo más porvenir en la cabeza, y que anunciaba con años de
anticipación lo hacedero para realizarlo al pie de la letra, aguijoneaba al
diputado mendocino en el Congreso, con expresiones de extraordinario relieve,
de las que fue pródigo: «¡Hasta cuándo
esperamos declarar nuestra independencia! ¿No le parece cosa bien ridícula,
acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional, y por último, hacer la
guerra al soberano de quien en el día se cree dependemos? ¿Qué nos falta más
que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender, cuando estamos
a pupilo, y los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues
nos declaramos vasallos? Esté V. seguro que nadie nos auxiliará en tal
situación. Por otra parte el sistema ganaría un 50 por ciento con tal paso.
¡Ánimo! que para los hombres de coraje se han hecho las empresas” (Mitre, Historia de San Martín, Ed. Lajouane,
1890, t. IV, p. 287, carta del 12 de abril de 1816). «Yo no he visto en todo el curso de nuestra revolución, más que
esfuerzos parciales, excepto los emprendidos contra Montevideo, cuyos
resultados demostraron lo que puede la resolución... Háganse simultáneos y
somos libres»... «Y ¿quién hace los zapatos?, me dirá V. Andemos con ojotas;
más vale esto que el que nos cuelguen, y peor que esto, el perder el honor
nacional. Y el pan ¿quién lo hace en Buenos aires? Las mujeres, y si no
comeremos carne solamente. Amigo mío, si queremos salvarnos es preciso hacer
grandes sacrificios»...; «yo respondo a la nación del buen éxito de la empresa»
(Ibid., t. IV, ps. 291-292, carta del
12 de mayo de 1816). Como Godoy Cruz le contestara que la independencia no era soplar y hacer botellas, San Martín le retrucó:
«Yo respondo a V. que mil veces me parece
más fácil hacer la independencia que el que haya un solo americano que haga una
botella» (Ibid., t. IV, p.293,
carta del 24 de mayo de 1816).
Cuanto al
problema de Inglaterra, por cuya amistad se hacían enormes sacrificios
políticos y económicos, San Martín decía en la misma carta a Godoy Cruz citada
en último término: «Nada hay que esperar
de ella». Si pese a la falta de ayuda exterior su ánimo no desmayaba, es
porque conocía los recursos de su patria natal y porque, de ser bien manejados,
los sabía suficientes para la empresa que aconsejaba. A las objeciones de los
timoratos, basados en la escasez, respondía con el leguaje espartano traducido
al criollo: «Si no tenemos que ponernos,
andaremos en pelota, como nuestros antepasados los indios»; «si no tenemos sillas, nos sentaremos en
cabezas de vaca». Nunca la voluntad esclarecida brilló mejor en la
Argentina que en el caso de San Martín, justamente llamado padre de la patria. Su
formación militar (hecha en los libros de la mejor escuela estratégica de todos
los tiempos, según Liddell Hart, la francesa del siglo XVIII), su carácter
moral templado en el ambiente de la España eterna, su previsión a largo plazo,
le permitieron llevar a cabo una epopeya sin paralelo en los anales de la
humanidad: la de una colonia que se emancipó sin la ayuda de nadie.
Mucho más
afortunada que la obra civil fue la hazaña militar de los emancipadores, no
sólo por la elevación de su objetivo, que era de libertar y no de oprimir a
hermanos, sino porque la perfección teórica del plan estuvo de acuerdo con la
maestría de la ejecución. El oficio gubernativo que decidió la campaña de los
Andes en el ánimo del Director supremo, es un papel de Estado digno de la
cancillería de una gran potencia. Tal habría llegado a ser la Argentina, de
haber los estadistas mostrado un acierto parecido al de los capitanes que
consumaron la independencia.
Para ponderar
el mérito de la colectividad compararemos las condiciones en que nos
independizamos los hispanoamericanos, con las de los criollos anglosajones. En
mi libro sobre Tomás de Anchorena (que es una interpretación de la
independencia) expuse lo que ahora no puedo sino sintetizar en breves líneas. A
grandes rasgos, digamos que ellos fueron ayudados y nosotros no. Francia
reconoció la independencia de los Estados Unidos en cuanto fue declarada,
mientras la Argentina esperó más de un lustro para que reconociera la suya
Portugal, país ya entonces decadente. Desde aquel primer momento Luis XVI
empezó a prestar a los yanquis grandes sumas de dinero, con generosidad sin
ejemplo, mientras nosotros recibíamos a los quince años del 25 de Mayo, en
condiciones usurarias, un supuesto préstamo (Baring Brothers), contratado so
pretexto de la escasez del metálico, que los prestamistas no enviaron sino en
ínfimo tanto por ciento, dándonos la mayor parte en papeles que representaban
las ganancias de los comerciantes británicos establecidos en el país.
Empréstito funesto, firmado por ideólogos que propagaban la utilidad de endeudarse (como sus epígonos de hoy) y que no
sirvió sino para confundir al espíritu argentino sobre el resultado de la
experiencia hecha por el país en la guerra de la emancipación: a saber, que se
había emancipado sin ayuda ajena. Las flotas francesas, pronto secundadas por
las de Holanda y España, en imponente coalición marítima, equilibraron el
inmenso poderío naval inglés en la costa occidental del Atlántico; mientras la
flota de Inglaterra, aliada de nuestra metrópoli cuando nosotros llevábamos
adelante nuestra empresa, dejaba pasar después de 1815 todas las escuadras
españolas que Fernando VII logró cargar con los miles de veteranos que habían
cooperado al derrocamiento de Bonaparte. Por último, en Yorktown, la batalla
decisiva de la emancipación norteamericana, equivalente en el norte a la de
Ayacucho, Washington mandaba «un ejército
de 7.000 soldados, de los que 5.000 eran franceses y sólo 2.000
norteamericanos. Llegó de pronto la noticia de que el almirante francés De
Grasse se hallaría a la entrada de Chesapeake... con una escuadra y 3.000
franceses más». (Truslow Adams, Historia
de los Estados Unidos, I, p. 153) Poco después el generalísimo británico
Lord Cornwallis, se rendía a Washington y Rochambeau. Los hispanoamericanos, en
cambio no recibirían ayuda sino de algunos voluntarios ingleses y franceses;
jamás lo auxilios estatales de una gran potencia mundial.
* En “Balance de siglo y medio”, 3ª
edición, Editorial Independencia S.R.L., Buenos Aires, 1983. La primera
edición, de Ediciones Theoria, es de 1966.
blogdeciamosayer@gmail.com
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[1] El mismo Irazusta en su “Breve historia de la Argentina” (págs..80/81),
narra con más detalle este lamentable suceso: «...Mientras el congreso tardaba en reunirse, el Consulado seguía
denunciando el privilegio de los ingleses, que provocaba la ruina de los
artesanos, el paro de los nativos, la evasión clandestina del metálico y el
fraude fiscal. Uno de los cónsules dijo que si ese privilegiado grupo
extranjero no era contenido, acabaría por adueñarse del país; otro, señaló la
paradoja de un país prácticamente independiente, con floreciente comercio, pero
cuya riqueza emigraba en tanto o mayor grado que cuando dependía de España.
Convocada una Junta general del cuerpo, los consulares propusieron medidas que,
según Mariluz Urquijo, eran “el intento más sensato para articular
jurídicamente las aspiraciones populares de independencia y dar a los hijos del
país el control de la economía rioplatense”. El expediente fue elevado al
administrador de la aduana, don Manuel José de Lavalle, padre de Juan, el
futuro general, quien, sin pronunciarse sobre el fondo del asunto, declaró ser
ya tarde para tomar las medidas restrictivas que se pedían, susceptibles a su
juicio de crear aún mayores embarazos. El expediente fue archivado por el gobierno
que había convocado al Congreso, que debía reunirse en la ciudad de Tucumán...» (N. de «Decíamos ayer...»)