Humanae vitae (fragmentos)
S.S. PABLO VI (1897-1978)
En el quincuagésimo aniversario de la publicación de la siempre vigente Encíclica «Humanae vitae», de
S. S. Pablo VI, «Decíamos ayer...» ofrece unos fragmentos de su contenido como
así también su texto completo, que podrá ser descargado al pie de la página. De
este valiente y profético documento afirmó nuestro Papa emérito, Benedicto XVI: «Lo que era verdad ayer, sigue
siéndolo también hoy. La verdad expresada en la “Humanae vitae” no cambia; más
aún, precisamente a la luz de los nuevos descubrimientos científicos, su
doctrina se hace más actual e impulsa a reflexionar sobre el valor intrínseco
que posee» (Discurso a los participantes en el Congreso Internacional sobre
Humanae vitae, 10-05-2008).
[...]
El
amor conyugal
8. La
verdadera naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan cuando éste es
considerado en su fuente suprema, Dios, que es Amor, «el Padre de quien procede
toda paternidad en el cielo y en la tierra».
El matrimonio
no es, por tanto, efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas
naturales inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en
la humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación
personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en
orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la
generación y en la educación de nuevas vidas. En los bautizados el matrimonio
reviste, además la dignidad de
signo sacramental de la gracia, en cuanto representa la unión de Cristo y de la
Iglesia.
Sus
características
9.
Bajo esta luz aparecen claramente las notas y las exigencias características
del amor conyugal, siendo de suma importancia tener una idea exacta de ellas.
Es, ante todo,
un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo tiempo. No
es por tanto una simple efusión del instinto y del sentimiento sino que es
también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a mantenerse y
a crecer mediante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana, de forma que
los esposos se conviertan en un solo corazón y en una sola alma y juntos
alcancen su perfección humana.
Es un amor
total, esto es, una forma singular de amistad personal, con la cual los esposos
comparten generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas. Quien
ama de verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe sino
por sí mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí.
Es un amor
fiel y exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día
en que asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vínculo
matrimonial. Fidelidad que a veces puede resultar difícil pero que siempre es
posible, noble y meritoria; nadie puede negarlo. El ejemplo de numerosos
esposos a través de los siglos demuestra que la fidelidad no sólo es connatural
al matrimonio sino también manantial de felicidad profunda y duradera.
Es, por fin,
un amor fecundo, que no se agota en la comunión entre los esposos sino que está
destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas. «El matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación
de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y
contribuyen sobremanera al bien de los propios padres».
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Respetar
la naturaleza y la finalidad del acto matrimonial
11. Estos
actos, con los cuales los esposos se unen en casta intimidad, y a través de los
cuales se transmite la vida humana, son, como ha recordado el Concilio,
«honestos y dignos», y no cesan de ser legítimos si, por causas independientes
de la voluntad de los cónyuges, se prevén infecundos, porque continúan
ordenados a expresar y consolidar su unión. De hecho, como atestigua la
experiencia, no se sigue una nueva vida de cada uno de los actos conyugales.
Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por
sí mismos distancian los nacimientos. La Iglesia, sin embargo, al exigir que
los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante
doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la transmisión de
la vida.
Inseparables
los dos aspectos: unión y procreación
12. Esta
doctrina, muchas veces expuesta por el Magisterio, está fundada sobre la
inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por
propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado
unitivo y el significado procreador.
Efectivamente,
el acto conyugal, por su íntima estructura, mientras une profundamente a los
esposos, los hace aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes
inscritas en el ser mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos
aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el
sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del
hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres, en particular los de
nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el carácter profundamente
razonable y humano de este principio fundamental.
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Vías
ilícitas para la regulación de los nacimientos
14. En
conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana
del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente,
como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa
del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido
y procurado, aunque sea por razones terapéuticas.
Hay que
excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces,
la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la
mujer; queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal,
o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se
proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.
Tampoco se
pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales
intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos
constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después
y que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es
lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de
promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer
el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de
voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la
persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien
individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto
conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente
deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda.
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Licitud
del recurso a los períodos infecundos
16. A estas
enseñanzas de la Iglesia sobre la moral conyugal se objeta hoy, como
observábamos antes (n.3), que es prerrogativa de la inteligencia humana dominar
las energías de la naturaleza irracional y orientarlas hacia un fin en
conformidad con el bien del hombre. Algunos se preguntan: actualmente, ¿no es
quizás racional recurrir en muchas circunstancias al control artificial de los
nacimientos, si con ello se obtienen la armonía y la tranquilidad de la familia
y mejores condiciones para la educación de los hijos ya nacidos? A esta
pregunta hay que responder con claridad: la Iglesia es la primera en elogiar y
en recomendar la intervención de la inteligencia en una obra que tan de cerca
asocia la creatura racional a su Creador, pero afirma que esto debe hacerse
respetando el orden establecido por Dios.
Por
consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios motivos,
derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o de
circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en
cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar
del matrimonio sólo en los períodos infecundos y así regular la natalidad sin
ofender los principios morales que acabamos de recordar.
La Iglesia es
coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los períodos
infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente
contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas
y serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el
primero los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el
segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en
uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de
evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se
seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian
conscientemente al uso del matrimonio en los períodos fecundos cuando por
justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los
períodos agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua
fidelidad. Obrando así ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente
honesto.
Graves
consecuencias de los métodos de regulación artificial de la natalidad
17. Los
hombres rectos podrán convencerse todavía de la consistencia de la doctrina de
la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias de los métodos
de la regulación artificial de la natalidad. Consideren, antes que nada, el
camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la
degradación general de la moralidad. No se necesita mucha experiencia para
conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres, especialmente
los jóvenes, tan vulnerables en este punto tienen necesidad de aliento para ser
fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para
burlar su observancia. Podría también temerse que el hombre, habituándose al
uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer
y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a
considerarla como simple instrumento de goce egoísta y no como a compañera,
respetada y amada.
Reflexiónese
también sobre el arma peligrosa que de este modo se llegaría a poner en las
manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales. ¿Quién
podría reprochar a un gobierno el aplicar a la solución de los problemas de la
colectividad lo que hubiera sido reconocido lícito a los cónyuges para la
solución de un problema familiar? ¿Quién impediría a los gobernantes favorecer
y hasta imponer a sus pueblos, si lo consideraran necesario, el método
anticonceptivo que ellos juzgaren más eficaz? En tal modo los hombres,
queriendo evitar las dificultades individuales, familiares o sociales que se
encuentran en el cumplimiento de la ley divina, llegarían a dejar a merced de
la intervención de las autoridades públicas el sector más personal y más
reservado de la intimidad conyugal.
Por tanto,
si no se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de engendrar la
vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la
posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones;
límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad, es lícito
quebrantar. Y tales límites no pueden ser determinados sino por el respeto
debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones, según los
principios antes recordados y según la recta inteligencia del «principio de
totalidad» ilustrado por nuestro predecesor Pío XII.
[...]
* Dado en Roma, junto a San Pedro, en la fiesta del apóstol Santiago, 25
de julio de 1968, sexto de nuestro pontificado.
Paulus PP. VI