Editorial
RICARDO CURUTCHET (1917-1996)
Hay, por supuesto,
razones físicas y metafísicas, políticas y metapolíticas, que condicionan los
acontecimientos y que impulsan a esta inmensa nación a destruir la cultura que
la originó y el orden que heredó.
Lo que ahora
deseamos comentar es el aspecto ético de su gestión, ya que éste es el terreno
que la clase dirigente norteamericana ha elegido para relacionarse con el resto
del universo.
Los Estados
Unidos fundaron su identidad nacional en un imperialismo tosco e infértil, que
ninguna consideración ideológica hizo variar nunca. Después de haber cercenado
el territorio de Méjico, se complacieron en imponerle un régimen izquierdista y
ateo de vida perenne; tras ello se ensañaron con los restos del Imperio español
en tierras calientes, humillaron a Colombia engendrando a Panamá, prostituyeron
a Cuba financiándoles luego la reacción marxista-leninista que la rige desde
hace veinte años, manosearon sin pudor a toda Centroamérica y le echaron la
semilla de su actual anarquía; amenazaron, invadieron, corrompieron, conspiraron,
explotaron y mintieron.
Prepotentes,
crearon la diplomacia del «big stick»,
para que no dejara de hacerse carne en los hispanoamericanos y, especialmente,
en los europeos, la doctrina de que el hemisferio que hablaba español era su
feudo. Falaces, forzaron su entrada en la última gran guerra; estultos,
destrozaron el imperio francés para luego entregarlo al marxismo; traidores,
armaron al comunismo contra Europa y el mundo cristiano; sensuales, inundaron
con su potencia financiera el viejo continente, alzándose con su aparato
productivo; insidiosos, idearon la Alianza para el Progreso, entronizando en
Latinoamérica a oligarquías «snobs» y de cuño izquierdista; homicidas,
arrasaron dos ciudades abiertas y cientos de miles de seres humanos de una nación
ya postrada, inaugurando tétricamente con sus bombas atómicas una nueva etapa
en la historia de la muerte sobre la tierra; bárbaros, invadieron a Occidente
con su decadencia moral, con su humanismo del goce, con su puritanismo gélido,
con su estúpido paganismo.
Destruyeron
sin reconstruir, desplazaron sin reemplazar, ocuparon sin perseverar,
combatieron sin creer, y dieron comienzo a un nuevo ciclo sobre cuyo nombre los
especialistas no se han puesto de acuerdo, pero sobre cuyas características no
hay porqué forjar esperanza alguna. Un escueto, duro y frío racionalismo
manejado por computadoras que concluirá en un hormiguero sin hombres, es la
herencia que dejarán los Estados Unidos en lugar de la inmensa riqueza
occidental, que con crisis y contradicciones, aún subsistía a la hora en que
irrumpieron en la historia.
Esta ética
cartesiana y revolucionaria, este nuevo decálogo que los Estados Unidos quieren
imponer en lugar del sentido común, del derecho natural y del sentido jurídico
humanista tradicional, es la expresión de la civilización norteamericana que se
extiende por todo el orbe no dominado aún por el comunismo.
A este
humanismo postrero, a esta agonía occidental, le han llamado «derechos humanos». Los reales derechos
humanos, animados por una substancialidad tan profunda como la esencia del
hombre, no son, en la versión norteamericana, más que las prerrogativas del
individuo contra el orden objetivo, contra la sociedad y contra la naturaleza.
Es decir atienden principalmente al privilegio que parece asistirle a los
revolucionarios para atentar contra un estado de cosas determinado. Esta ética
proviene de un subjetivismo irremediable; porque así como el derecho liberal
surge para defender al burgués y el socialista supuestamente para proteger al proletario
–ambos con desprecio de la verdadera justicia–, este nuevo derecho, impuesto
por la fuerza en nombre de un futurible cultural, asiste al revolucionario
armado, al guerrillero que le franquea el camino a esa civilización cuyas
primeras luces ya vislumbramos en forma de incendios y aberraciones morales.
Los Estados
Unidos de América, adalides de la destrucción atómica, invasores de pueblos
jóvenes y destructores de culturas antiguas, abanderados del aborto y
promotores del inmoralismo universal, carecen de títulos legítimos para
pretender regir el mundo con su ética huera, tan mediocre como hipócrita. Todas
sus acusaciones deben ser objeto, por consiguiente, del más categórico rechazo,
no del silencio con que, en definitiva, se las consiente.