El recuerdo de Galileo
RUBÉN CALDERÓN BOUCHET (1918-2012)
Si nos ponemos a pensar en el universo tal como se presentaba ante los
ojos de San Agustín o San Buenaventura y lo comparamos con la idea que se abre
paso en la inteligencia europea a partir del Renacimiento, comprenderemos la
enorme distancia que separa un mundo de otro.
Para Agustín y Buenaventura el mundo físico era un signo sensible que
Dios había puesto ante nosotros, para llevar nuestras mentes más allá de sus
límites naturales y abrirlas al misterio vivo del Espíritu Creador. La más alta
sabiduría consistía en contemplar este orden y adecuar la conducta de la vida
para coadyuvar a la obra redentora trazada desde la eternidad por la misma
Providencia. El hombre tenía su lugar escogido en el seno de una jerarquía de
espíritus y su papel de administrador del mundo terreno, lo hacía responsable
ante Dios de todo cuanto pudiera hacer y pensar en el decurso de su
peregrinación temporal. Destinado a una participación más noble en la vida
íntima de la Divinidad, esta conclusión dependía en gran parte de su buena
voluntad y de la solicitud que pusiera en obedecer las insinuaciones de la
Gracia.
Sin lugar a dudas esta concepción del mundo obedecía más a una
inspiración de tipo religioso que a una ciencia de la realidad metódicamente
probada en la experiencia. Los físicos del siglo XIV y XV habían aventurado una
serie de hipótesis que fueron corroboradas por el sistema copernicano; pero
pese al cambio en la interpretación del “sistema del mundo”, la relación del
orden cósmico con el Espíritu Creador seguía siendo la misma. Lo que había
variado era la posición de la tierra con respecto al sol “o le altre stelle”.
Un mundo ptolomeico o un mundo copernicano seguía siendo un mundo creado
y todos los vestigios del Creador en el plano de las cosas visibles podían
seguir dando testimonio de la grandeza y la majestad divina. No era el sistema
físico del universo lo que provocó el choque de Galileo con la Iglesia sino las
consecuencias metafísicas y teológicas que el sabio italiano extrajo de su
nueva visión.
El heliocentrismo atisbado por Galileo sigue siendo para nosotros
verdadero y no nos interesa mucho que en el momento de la discusión con las
autoridades eclesiásticas Galileo no tuviera en su saber todas las pruebas
requeridas para mostrarlo. Diríamos, para tomar una expresión de la época, que
el “heliocentrismo” se presentaba como una hipótesis de matemática y no como
una explicación propiamente física. Galileo había dado muestras de su preclaro
ingenio al concebir una construcción ingeniosa de la mecánica celeste, que
tenía grandes semejanzas con un artificio movido por un sistema de leyes
matemáticamente representables.
La novedad, frente a los físicos oficiales, estaba en una visión
matemática del mundo; y frente a los teólogos en las conclusiones religiosas
que Galileo extraía de esta nueva visión.
Acertó contra los físicos, más por intuición que por ciencia, pero
despertó en los teólogos, aun en aquellos que no adherían al sistema
ptolomeico, la sospecha de un cambio en la relación del hombre con Dios que no
auguraba un porvenir tan venturoso como Galileo creía.
Había escrito en su “Saggiatore” que el gran libro de la naturaleza usaba
un lenguaje matemático. Nada para ofender a un creyente tan convencido de la
Divina Inteligencia como el Papa Urbano VIII, y mucho menos a Descartes,
Mersenne, Gassendi o el mismo Hobbes. De este principio se podía extraer,
todavía sin tropiezos, que el sistema interpretativo más simple, por ser
matemáticamente el más perfecto, podía ser también el verdadero.
Santo Tomás hubiese comprendido perfectamente esta visión de Galileo y a
no ser por su falta de pruebas y el carácter hipotético de las proposiciones,
hubiera considerado todo el sistema como una teoría admisible y hasta probable
del comportamiento de la tierra con respecto al sol. Lo que santo Tomás no
estaba en condiciones de comprender y con él ningún cristiano digno de ese
nombre, es que sobre la base harto frágil de una tesis dada a título
hipotético, se pusiera en duda la veracidad de la religión y subrepticiamente
se auspiciara un cambio en la consideración general de las verdades teológicas.
Galileo no cometió la imprudencia de expresarse demasiado claramente.
Pero con respecto a sus nuevos puntos de mira teológicos dio a entender, y sus
continuadores insistirían en este criterio, que el conocimiento del libro de la
naturaleza hacía innecesario, en el nivel del hombre de ciencia, las
revelaciones de la Sagrada Escritura en torno al concepto que el hombre debía
tener sobre la realidad cósmica.
“No era, en verdad, a la nueva cosmología a lo que las autoridades
eclesiásticas se oponían con todas sus fuerzas –escribe Cassirer– porque como
hipótesis puramente matemática, lo mismo podían aceptar la copernicana que el sistema ptolomeico. Pero lo que no podían tolerar, porque amenazaba los pilares
del sistema eclesiástico, era el nuevo concepto de verdad anunciado por
Galileo. Junto a la verdad de la revelación se presenta ahora una verdad de la
naturaleza, autónoma, propia y radical. Esta verdad no se nos ofrece en la
palabra de Dios sino en su obra, no descansa en el testimonio de la Escritura o
de la Tradición, sino que se halla presente, constantemente ante nuestros ojos.
Pero es legible tan sólo por aquel que conozca los rasgos de la escritura que
la expresa y sepa descifrarlos. No es posible revestirla de puras palabras,
porque la expresión que le corresponde y le es adecuada es la de las formas
matemáticas, las figuras y los números”[1].
Todo aquello que la Ilustración recabará como un título de gloria, estaba
implícito en el pensamiento de Galileo: la idea de que el universo es una
suerte de mecanismo movido por leyes perfectamente conocidas y la sospecha de
que ese conocimiento, propio de una aristocracia del espíritu, permite conocer
los designios divinos con más precisión que estudiando la Biblia, serán los
tópico desarrollados en el siglo siguiente y llevados a su perfección más
acabada en el sistema físico de Sir Isaac Newton.
* En “El
Iluminismo y las preferencias valorativas de la burguesía”; artículo publicado en “Revista de
filosofía práctica ETHOS”, n° 10-11 –
Instituto de Filosofía Práctica, Buenos Aires, 1982-1983, pág. 25.
blogdeciamosayer@gmail.com
blogdeciamosayer@gmail.com