Antígona (fragmento)
SÓFOCLES (496 a.c.-406 a.c.)
Coro
Estrofa primera
Hay muchas
maravillas en el mundo, pero nada es más admirable que el hombre.
Él se
traslada en el encrespado mar llevado por el impetuoso viento, atravesando el
abismo de las rugientes olas.
Y a la
Tierra, la excelsa, eterna e infatigable diosa, le arranca el fruto año tras
año con su arado y con sus mulas.
Antístrofa primera
Se apodera de
las leves y rápidas aves tendiéndoles redes y apresa las bestias salvajes y los
peces del mar con mallas debidas a su habilidad.
El ingenio
del hombre le permite domeñar a las bestias que pueblan los montes, domestica
el caballo salvaje y le impone el yugo a la cerviz del indómito toro.
Estrofa segunda
Con el arte
de la palabra, y con el pensamiento, sutil y más veloz que el viento, pergeñó
en las asambleas las leyes que gobiernan las ciudades.
Maestro de sí
mismo, aprendió a evitar las molestias de la lluvia, de la intemperie y del
crudo invierno.
Se creó
recursos para todo y por estar bien provisto no ha de hallarlo desarmado el
futuro.
Sólo contra
la muerte no tiene defensa, aunque supo hallar remedios para incontables males.
Antístrofa segunda
Dueño de
ingeniosa inventiva que supera toda ambición, el hombre se encamina por
momentos hacia el bien o hacia el mal, y así suele violar las leyes de la
patria o quebranta el sagrado juramento a los dioses.
Él se elevará
todavía más alto cuando de sus ciudades excluya al indigno de vivir en ellas.
¡Que nunca sea mi huésped y menos mi amigo el que como tal proceda!
Corifeo
Centinela
Corifeo
Ahí retorna muy a tiempo.
Creonte
¿Qué ocurre? ¿Por qué llego a tiempo?
Centinela
Señor: los mortales no deben jurar a veces, porque la reflexión modifica el primer pensamiento. No creí que volviese por aquí tras la turbación que me provocaron tus duras amenazas y, sin embargo, he sentido una súbita alegría que no tiene comparación con cualquier esperanza. Vuelvo, a pesar de lo jurado, trayéndote a esta doncella que fue sorprendida disponiendo el cadáver para enterrarlo. No fue por casualidad; tuve suerte yo y ningún otro. Ahora, pues, señor, haz con ello lo que te agrade. ¡Tómala, interrógala, júzgala! Entiéndase así que yo quedo liberado, con pleno derecho, de toda responsabilidad por el crimen.
Creonte
¿Pero a ésta que traes, cómo la apresaste?
Centinela
¡Sepultaba el cadáver!
Creonte
¿Eres consciente de lo que afirmas? ¿Dices la verdad?
Centinela
Yo mismo la
vi cuando se preparaba a sepultar el cadáver en contra de tu prohibición.
Creonte
¿Cómo fue sorprendida?
Centinela
Ocurrió de
esta forma: al volver allá estaba yo muy asustado por tus terribles amenazas.
Entre todos quitamos el polvo que cubría el cadáver putrefacto y quedó bien
desnudo... Nos apostamos en la colina, al resguardo del viento y del hedor del
difunto, en medio de reproches recíprocos pero incitando a la vez a cada
compañero para que estableciéramos una severa vigilancia. Duró la tarea hasta
la hora en que la ardiente esfera del sol inflama la atmósfera al llegar al
cenit. En ese instante se levantó un terrible torbellino, como castigo que
mandara el cielo, pues las ráfagas traían una densa capa de polvo y desvastaban
el follaje de los árboles. Soportamos con los ojos cerrados el divino furor. Al
apaciguarse poco después el torbellino nos sorprendieron unos lamentos, como
los del ave que halla destruido su nido y pudimos ver a esta doncella. Había
comprobado la desnudez del cadáver y profería maldiciones en medio de amargo
llanto. Prontamente recogió un puñado de polvo, levantó un cántaro de bronce
forjado y con tres libaciones le hizo las honras al muerto. Nos abalanzamos
para prenderla sin más demora y no se asustó. La acusamos por lo visto y por el
hecho anterior. No negó nada. Con placer mío, sin duda, y con pena a la vez;
pues si grato es quedar libre de castigo resulta doloroso hacer desgraciado a
un semejante... Sin embargo, es natural que esto sea para mí menos importante
que mi propia salvación.
Creonte
Tú, que inclinas el rostro hacia el suelo, ¡afirmas el
hecho o lo niegas?
Antígona
Confieso que lo he hecho; no me interesa negarlo.
Creonte
Puedes ir a
donde te plazca; estás libre de acusación. (Vase
el centinela). Por el contrario, tú deberás responderme en pocas palabras:
¿desconocías el bando que hice difundir?
Antígona
Lo conocía... ¿Cómo podía ignorarlo? Era público.
Creonte
Antígona
Sí, porque no
fue Zeus el que la estableció. Tampoco la Justicia, que vive con los dioses del
infierno, ha impuesto tal clase de ley a los hombres. Entendí que tu decreto no
tenía fuerza para quebrantar las propias leyes no escritas pero infalibles de
los dioses. Ellas no son de ayer ni de hoy; son eternas, pues nadie sabe cuándo
nacieron. Yo no podía violarlas exponiéndome al castigo de los dioses, escudándome
en el temor a la violencia de ningún hombre. Que yo deberé morir..., ¿acaso no
lo sé? Presentí que tenía que morir. No era necesario que tú lo dispusieras. Si
ha de ocurrir antes de tiempo eso ganaré, puesto que quien como yo sobrevive en
medio de tanta desgracia, ¿cómo no ha de llevar ganancia en la muerte? Ella no
será un sufrimiento para mí aunque sea violenta. La pena mía hubiera sido
intolerable si permitía que quedara insepulto el cadáver de mi hermano. Lo que
pase ahora no me aflige. Acaso te parezca que mi acción fue necedad. Pero necio
será quien me trate de necia.
* “Antígona”, RR
Editor, Buenos Aires, 1976.