Reflexiones sobre la Patria (II)
P. ALBERTO EZCURRA (1937-1993)
(Continuación)
“Ama a tus
padres, y más que a tus padres a tu patria, y más que a tu patria a Dios”. San
Agustín nos enseña con estas palabras que la patria ha de ser amada en caridad y nos especifica la jerarquía
de este amor.
Parece
evidente que Dios –bien común universal, amado por sobre todas las cosas– ha de
ser amado también por sobre la patria. Asimismo la Iglesia, como sociedad
perfecta cuyo fin es el bien común sobrenatural. Pero entre estos amores no
puede darse contradicción verdadera: son amores simultáneos y complementarios.
“El amor sobrenatural a la Iglesia –enseña León XIII– y el amor natural de la
Patria, son dos amores gemelos, que
nacen del mismo principio sempiterno, como quiera que autor y causa de uno y
otro es Dios, de donde se sigue que no
puede haber pugna entre uno y otro deber” (“Sapientiae Christianae).
Por el
contrario, no aparece tan claro para muchos que deba amarse más a la patria que
a la familia. Pero si consideramos que “así como el hombre es parte de una
familia, la familia es parte de una ciudad, la cual es la comunidad perfecta” y
“así como el bien de un solo hombre no es el fin último, sino que está ordenado
al bien común, así también el bien de una familia está ordenado al bien de la
ciudad, que es la comunidad perfecta” (S. Tomás, Suma Teológica I-II, q. 90,
a.3, ad 3), entonces aparece clara la respuesta.
La Patria
comprende a mi familia y a las familias de todos aquellos que me están unidos
por lazos de sangre, de historia, de tradición, de cultura. La patria es
nuestra familia grande y exige por eso un amor mayor.
VII
Decía el
Cardenal Mercier a sus sacerdotes: “¡Oh! ya lo sé, el patriotismo, por
desinteresado que sea, no es por sí solo la caridad; mas él dispone a la
caridad, y el alma habituada al sacrificio está por lo menos en el camino que
conduce a Cristo” (“La Vida Interior”).
Es verdad. No
es caridad la filantropía. Tampoco lo es el amor a la patria por motivos
puramente naturales. Un patriotismo que no trascendiera estos límites sería tan
solo una noble virtud humana. Pero el amor divino –teologal– de la caridad es
capaz de asumir y elevar todos los amores humanos legítimos. El cristiano por
lo tanto puede –debe– amar a su patria en caridad, amándola por amor de Dios.
Por ello resulta legítimo afirmar que quien se sacrifica por la causa justa de
su patria, ha entregado su vida también por Dios.
VIII
El puesto que
el amor patrio ocupa en el orden de la caridad aparece reafirmado por las siguientes
palabras de Pío XI, dirigidas a los universitarios de la Acción Católica: “Tal
es el terreno de la política que mira por los intereses de la sociedad toda, y
que, bajo este aspecto, es el campo de
la más extensa caridad política, de la cual puede decirse que ningún otro la supera, salvo el de la
religión” (18-12-1927).
Viene a
decirnos el Pontífice que, después del apostolado directo que procura la
salvación eterna de los hombres, es el trabajo por el bien común de la patria
–bien temporal, pero subordinado al eterno– el que constituye el más alto
ejercicio de la caridad hacia el prójimo.
Resulta pues
lícito afirmar que en el amor de la patria alcanza un punto exacto la densidad
del amor al prójimo. Por debajo de él nos encerramos en el amor egoísta de la
propia familia, de los amigos, del pueblo, de la provincia o de la región. Vale
la pena señalar aquí que los sacerdotes obreros franceses y los tercermundistas
locales exaltaban desorbitadamente el valor cristiano de la solidaridad de
clase, olvidados de que ésta implica la ruptura de una solidaridad anterior y
superior.
Más allá de
las fronteras de la patria, el amor al prójimo corre el riesgo de difuminarse
en el horizonte nebuloso en el que se pierden las grandes abstracciones
humanitaristas. “Mientras más amo a la Humanidad, amo menos a los hombres en
concreto”. No recuerdo quién lo decía, pero la frase es exacta.
Como la
patria se compone de hombres, la humanidad se compone de patrias. Es por
mediación de la patria como nuestro amor puede ser eficazmente universal. Y es
hora de que nos dejemos de sermonear sobre los excesos de patriotismo, en un
mundo y en un tiempo donde el arraigo y el sentido de patria se han diluido
casi hasta perderse. El amor de la
patria propia no implica la xenofobia que odia patrias ajenas. Al contrario,
sólo quien es capaz de vivirlo podrá comprender y respetar el amor del extraño
por la tierra que lo vio nacer.
IX
Conviene
todavía aclarar que el amor patrio puede asumir dos formas diversas: puede ser
afectivo o efectivo. El amor afectivo
radica en la sensibilidad y se presenta como complacencia en aquello que se
ama. El amor efectivo pertenece a la
voluntad y realiza la definición del viejo Aristóteles: “amar es querer el bien
del otro”. Es este querer el que realiza lo esencial del amor (recordemos que
es la voluntad el sujeto de la caridad) y puede ir acompañado –o no– por el
sentimiento.
Ejemplifiquemos
esto con lo dicho arriba. El misionero que, siguiendo su vocación, abandona su
patria para servir a Dios en algún lejano rincón del mundo, ama efectivamente más a Dios que a su
patria, aunque afectivamente esta separación hiera profundamente su corazón. El
militar que parte para la guerra siente el dolor que lo desgarra al dejar su
familia, pero sabe que un deber mayor lo reclama y, al cumplirlo, ama a su
patria con un mayor amor efectivo.
El amor
afectivo de la patria es concreto e inmediato. Se despierta ante la belleza de
sus paisajes, en la nostalgia del terruño, en el saludo a la bandera, palpita
en las costumbres tradicionales, vuela en las notas musicales que cantan con el
corazón de un pueblo. Puede, sobre todo en los momentos de exaltación
colectiva, mover y conducir al amor efectivo pero, como tantos sentimientos del
corazón humano, veleta movida por todos los vientos, puede ser tan sólo
explosión de fervor pasajero y disolverse ante las exigencias de sacrificio y
de peligro.
El amor
efectivo es más abstracto y difícil. Exige la reflexión de la inteligencia, el
juicio prudencial acerca de cuál es el bien de la patria y cuáles los deberes
que este bien pide de mí en estas circunstancias concretas. Sólo una convicción
firme y poderosa pude penetrar con esta racionalidad la afectividad sensible,
canalizar y estabilizar la pasión hasta instaurar el patriotismo como virtud
arraigada e inamovible.
X
“La Patria es
un dolor que aún no sabe su nombre”, dice el verso marechaliano. Y el Sancho de
Castellani, luego de preguntarse por la existencia de la patria, descubre que
existe “solamente en mi mente y en las entretelas de mi alma” como “las ruinas
de un sueño pasado y el material escombroso de un inmenso sueño futuro”.
Estas
expresiones nos señalan que el amor de la patria ha de ser un amor crítico. El amor de complacencia
reclama un bien como su objeto. Podemos complacernos en lo bueno de la patria,
pero no en sus males. No podemos complacernos en nuestros defectos típicos,
como si fueran parte divertida de nuestro folklore. No podemos complacernos en
los vicios y pecados de la patria, en su decadencia, en su disgregación, en el
olvido de sus orígenes y deberes cristianos. Puede complacernos una nación en
el cumplimiento heroico y difícil de su misión histórica, pero no una patria
convertida en campo de lucha por el predominio de intereses bastardos,
económicos, de clase o de partido. Una nación, pero no una factoría, por más
próspera que ésta fuera.
La madre ama
a su hijo cuando lo castiga para corregirlo. El médico ama al enfermo cuando lo
hace sufrir para curarlo. El amigo ama a su amigo cuando, por su bien, es capaz
de decirle una verdad que duele. Así debe ser muchas veces el amor de la
patria. No una fútil y vanidosa complacencia ni una huera jactancia, sino el
amor con el que se ama a la madre enferma, a la novia prostituida, al hijo
descarriado, al pecador degradado cuya conversión se procura.
Tal amor es
signo de una verdadera caridad, celosa y vigilante. Es el que nos enseñó el P.
Castellani con el ejemplo de su vida “... porque de las ruinas de este país, que
llevo edificado sobre mis espaldas, cada rato me cae un ladrillo al corazón.
¿Quién se enferma que yo no me enferme? Dios me ha hecho el órgano sensible de
todas las vergüenzas de la patria, y lo que es peor, de cada alma que se
desmorona” (“Su Majestad Dulcinea”).
COLOFÓN
La patria fue
para muchos de nosotros una diluida realidad escolar y libresca. No la
reconocíamos en los aburridos discursos de la maestra ni en la hueca
charlatanería de políticos y gobernantes. Sólo la encontrábamos en la iglesia
dormitando en algún Te Deum para el día de su cumpleaños, ni se nos ocurría
contemplarla iluminada por la luz de la fe y ardiendo en el fuego de la
caridad.
La dura
realidad de la guerra ha despertado su figura, terriblemente actual, heroica y
dolorosa. Con ella se han levantado en el alma de los argentinos destellos de
generosidad, se han descubierto tesoros enterrados de coraje y servicio
desinteresados. Hemos recordado que esta patria nació cristiana, que los
colores de su bandera son los del manto de María, y hemos empuñado el rosario y
doblado las rodillas ante el Señor de los Ejércitos para rogarle que la ampare
y la conduzca, que la proteja en el combate y le conceda aquella paz en la
Verdad y en la Justicia que sólo Él es capaz de darnos.
Comenzamos a
comprender que la patria es una empresa, una misión, que también sobre ella
tiene sus planes la Providencia divina y cada uno de nosotros tiene en ellos su
puesto, no importa si grande o pequeño. Todo esto, en estas horas de sacrificio
y de cruz, levanta en nuestras almas la esperanza de la resurrección.
Dios quiera
que sirvan para ello estas reflexiones apresuradas, como una pequeña luz. Por
cierto queda mucho que decir y precisar, pero no hemos buscado en ellas la
precisión rigurosa del estilo científico, porque nacen a un tiempo de la razón
y el corazón, para dirigirse también a la inteligencia y al corazón de aquellos
con quienes nos hermanan, hoy más que nunca, los lazos de la sangre y la
responsabilidad de un destino común.
* Publicado en “Mikael, Revista del Seminario
de Paraná”, Año 10, n°29. Segundo cuatrimestre de 1982.