Configuración de la República Liberal (III)
ERNESTO PALACIO (1900-1979)
La definición política del
régimen en el orden externo será el pacifismo elevado al rango de religión
nacional. Se establece como dogma la carencia de problemas de fronteras en
nuestro país y la decisión, en caso de existir, de resolverlos por arbitraje.
Se borra de la enseñanza de la historia todo recuerdo de guerras externas,
salvo la de la Independencia; y en cuanto a las invasiones inglesas, se deja
bien sentado que Inglaterra nos ha hecho el servicio de enviarnos a la
libertad, así como había tratado de libertarnos por segunda vez combatiendo a
Rosas. ¿Y el Brasil? Sólo merece nuestra gratitud por habernos ayudado desinteresadamente
a derrocar al “tirano” en Caseros.
Sin problemas
internacionales, nuestra única preocupación debía ser el fomento de nuestra
riqueza. ¿Cómo? Criando vacas y sembrando trigo, a fin de merecer el honroso
destino de “granja de Inglaterra” mientras no llegásemos al ideal de “granero
del mundo”. No teníamos, desde luego, ninguna aptitud industrial, ni había para
qué. Carecíamos afortunadamente de combustibles y metales cuya posesión pudiera
perturbarmos en el cumplimiento de nuestro destino seguro. En cambio, ¡poseíamos
pasto en abundancia!
La inmigración nos traería
los brazos necesarios para levantar las cosechas: mano de obra abundante y
barata.
Con las vacas criollas y el
comercio inglés, todos nuestros problemas estaban resueltos. Los miembros de la
clase dirigente, que sobrasen en las tareas de la administración rural,
tendrían un derivativo para su actividad en los puestos rentados de las
empresas británicas que se reservaban para los criollos. La situación de abogado
de esas empresas sería la más codiciada de todas y la que conferiría mayor
prestigio social: llave segura para obtener matrimonios encumbrados y éxito
político, noviciado indispensable para llegar incluso a la presidencia de la
República.
Las profesiones tradicionales
de la nobleza: la milicia y el clero, consideradas definitivamente anacrónicas,
perderían todo su prestigio y su ejercicio acarrearía una visible disminución
social. El ejército estaba bien para el pariente provinciano a quien se recibía
a escondidas, o para el hijo del almacenero: la entrada a él excluía toda idea
de gloria en un país pacifista. En cuanto al clero, la oligarquía liberal lo
abandonaba a los críos de la inmigración puesto que la religión era cosa para
las mujeres y para la plebe.
* * *
¿A qué seguir? Todos
recordamos el espíritu vigente en nuestro país hasta hace muy poco y los
principios de la doctrina nacional de la República liberal configurada en las
presidencias decisivas de Mitre y de Sarmiento, doctrina que se impuso en la
enseñanza y en la prensa de manera definitiva.
Reducido el ideal nacional
a la civilización y la riqueza, se honraría como benefactores a los próceres de
la factoría en ciernes. Rivadavia sería proclamado “el primer hombre civil” de
la República. Pronto lo seguirían Sarmiento y Mitre en los altares propuestos a
la veneración popular. Es decir, que el partido unitario, el de los emigrados,
al que don Vicente López y Planes acusaba de contrarrevolucionario, se erigía
en paradigma de la virtud cívica, excluyendo violentamente a los auténticos
campeones de nuestra independencia y nuestro honor. Para lo cual fue necesario
trastornar completamente los conceptos morales y declarar que el principal
título de gloria para los gobernantes consistía en fundar escuelas. Y desde
luego, en haber “combatido la tiranía”. Mientras se callaban –o se
vilipendiaban– los nombres de los héroes de Martín García y la Vuelta de
Obligado, nuestras plazas se poblaban con la efigie de los militares de guerra
civil que habían luchado contra la patria aliados al francés invasor, expuestas
así –junto con las de Canning y Garibaldi– a la admiración de las nuevas
generaciones.
Este había sido –se decía–
el precio del orden constitucional. Pero la verdad es que la población criolla
no sentía los beneficios de ese orden, cuyo sistema de declaraciones, derecho y
garantías sólo era válido para el extranjero, mientras que aquélla estaba
librada a la arbitrariedad de los comisarios y jueces de campaña nombrados para
someterla y despojarla. No había garantías ni derechos contra las levas para el
servicio de fronteras, ni consideración personal para el desposeído. “Reclamamos para nosotros los americanos,
dueños y señores de estas tierras –expresaba una memoria de habitantes de
la campaña elevada a la Legislatura de Buenos Aires en 1851–, una parte de los goces sociales que nuestras
leyes conceden a los extranjeros que vienen a poblar en medio de nosotros”.
El “Martín Fierro” de Hernández, publicado en 1872, no es más que el eco de este
clamor general que se levanta después de Caseros: su rápida difusión por la
campaña demostró que respondía a causas reales y profundas.
El inmigrante extranjero
empezaba a llegar, mientras tanto, en sucesivas oleadas, lento y tenaz: medio
millón, aproximadamente, entre las presidencias de Sarmiento y Avellaneda.
Salvo los que venían especialmente contratados para las colonias agrícolas, no
irían al campo por lo general. Las tierras próximas a los centros poblados
alcanzaban precios exorbitantes y estaban acaparados por los grandes
productores ganaderos, quienes no querían poblarlas de gente, sino de vacas. El
camino corriente del inmigrante tesonero consistió en alquilar su trabajo como
peón o dependiente hasta hacerse un pequeño capital para establecer comercio, en
el que generalmente prosperaba. El comercio urbano y el de campaña cayó muy
pronto en manos de activos gallegos o italianos, cuya facilidad de adaptación
los llevó a comprender rápidamente las facilidades que el régimen les
proporcionaba, en competencia ventajosa con el nativo, cuya incapacidad
proclamaban los hombres de Buenos Aires como dogma oficial.
* * *
El proceso que hemos
expuestos y que consiste en síntesis en la sojuzgación definitiva del interior
por Buenos Aires ofrece una singular analogía con lo ocurrido en los Estados
Unidos después de la guerra de Secesión. Allá también el triunfo de un partido
significó la aniquilación del adversario. El Sur vencido fue despojado de su
vieja “gentry” que le proporcionaba
sus jefes naturales, con lo cual desapareció definitivamente como influencia
política y debió someterse a la ley del vencedor.
Pero con una diferencia
fundamental, que es la siguiente: mientras en Estados Unidos el partido
triunfador era el partido realmente nacional, el que mejor representaba la
tradición y los intereses de la colectividad norteamericana, entre nosotros
ocurría exactamente lo contrario y era el partido antinacional el que vencía.
El aplastamiento del federalismo en sus últimos reductos significaba aquí la
derrota de la Independencia y de la grandeza, por los representantes del
espíritu colonial y contrarrevolucionario.
Desde entonces, la lucha
política se centra en Buenos Aires. Y éste es el sentido del proceso que se
produce bajo la presidencia de Avellaneda. Despojados los provincianos de su
personalidad histórica disputarán el poder aglutinado en la capital, apoyados
en uno de los dos partidos en que se divide la opinión porteña: por curiosa
paradoja, el más celoso de la integridad provincial y que había hecho de ella
su bandera de lucha.
* “Historia de la Argentina (1515-1983)”, Abeledo Perrot, 15ª edición, Bs.As., 1988, págs. 528-538. La primera
edición, fue publicada por Ediciones Alpe, en mayo de 1954, fruto de una serie de artículos escritos quince años antes.