Configuración de la República Liberal (II)
ERNESTO PALACIO (1900-1979)
(Continuación)
Es necesario decir estas cosas –aunque signifique enconar viejas heridas–
porque decirlas es la condición de nuestra salud: curación psicoanalítica para
revelar el “trauma”oculto que nos tuerce el destino.
¿Cómo pudo ocurrir ese
fenómeno de la conquista de todo el país por una minoría audaz e impopular, aun
en el mismo Buenos Aires? En primer término, por la destrucción de la única
fuerza que podía oponérsele, que era el partido federal.
El partido federal no había
sido solamente derrotado, sino que había sido traicionado por Urquiza, cuya
acción en Caseros tomó como bandera los principios de sus adversarios.
Despojado de su significado nacional y reducido al mero usufructo de situaciones,
después de la adhesión oportunista de las provincias interiores al triunfador,
quedó virtualmente disuelto y obligado a una resistencia pasiva en la que
llevaba todas las de perder. El “urquicismo” circunstancial le vedaba invocar
la única tradición de que podía enorgullecerse y que era realmente su título de
gloria: la resistencia al extranjero. Se hallaba librado al arbitrio de un jefe
que no tenía bandera que proponerle ni ánimo de lucha y que, en su fuero
interno, lo repudiaba.
Naturalmente, el espíritu
nacional no se entregaría sin lucha. Una violenta oposición se levantó en todo
el país, que señalaba los males del régimen y la entrega de la nación a
intereses extraños.
La verdadera “élite”
intelectual a la que tocaría, en esta época desgraciada, defender la
inteligencia y el honor nacionales estaba constituida por jóvenes de diversos
orígenes políticos, aunque en su mayor parte de cepa federal, que advertían con
zozobra y consternación los caminos por los que se conducía a la República.
Si bien plegados al
liberalismo ideológico, que era el denominador común de la época y que les
vedaba la apología del régimen anterior a Caseros, esos jóvenes de la segunda
generación romántica –iniciados en “La
Reforma Pacífica” de Calvo y en la colaboración con el gobierno de Paraná
los más– reaccionarían violentamente contra el espíritu entregador del mitrismo
y su política pro-brasileña, con lo que asumían la herencia nacional de la
Restauración. Todos ellos se opusieron a la guerra del Paraguay y a la brutal
intervención militar en las provincias interiores, y sus campañas periodísticas
les acarrearían prisiones y destierros. Fueron, entre otros, Vicente G.
Quesada, Carlos Guido y Spano, Miguel Navarro Viola, José Hernández y Olegario
V. Andrade.
El rosismo no había
desaparecido, por cierto, sino que se había convertido en una especie de culto
secreto, ya que su mención, salvo para fulminarlo, estaba vedada por las dos
banderías en que se hallaba dividida la opinión y que se acusaban mutuamente de
“mazorqueras”. Con la consecuencia
inevitable y funesta de que fuesen también “tabú” sus enérgicas actitudes
en defensa de la patria, calificadas de bárbara xenofobia, y loables las
opuestas, de entrega. Solamente en la intimidad de los hogares se atrevían los
federales fieles a recordar las glorias pasadas y a manifestar que ciertas
cosas que estaban ocurriendo no habrían sido posibles en tiempos de “don Juan
Manuel”.
En segundo término, el
triunfo hubo de consolidarse por la propaganda, alimentada por los cuantiosos
recursos de Buenos Aíres.
Nunca se ponderará
suficientemente la circunstancia de que la generación organizadora estuviese
constituida por hombres de letras: causa de su perdurable prestigio entre
quienes confunden un florecimiento literario realmente auspicioso con análogo
fenómeno en política. Los causantes de nuestra desgracia fueron escritores –algunos
de real talento, como Sarmiento, Alberdi y López; otros de mediano talento
compensado con una tremenda laboriosidad, como Mitre–; es decir, gente capaz de
defender sus principios con elocuencia y adornarlos con una mitología
seductora. Esa circunstancia contribuye de manera especial a su gloria, ayudada
por sus colegas que son quienes la otorgan. La verdad es que los escritores, al
actuar en política, suelen degenerar en ideólogos, apartados de la realidad, a
la que pretenden aplicar la exageración de sus principios, lo cual resulta
funesto cuando esos principios son radicalmente falsos. No se apartaron de esta
regla Sarmiento y Mitre. Pero defendieron sus errores por la pluma con tanto
calor y con tanta insistencia que impresionarían la mente nacional, logrando
imponerlos como aciertos por el espacio de dos generaciones.
* * *
Tampoco faltó, entre
los mayores, quien advirtiera las consecuencias funestas de la política
librecambista. Ya hemos visto antes la opinión de López a este respecto.
Agregaremos que se opuso a las concesiones ferrocarrileras a empresas foráneas.
En 1873 concretaba la situación a que esa política nos reducía en los siguientes
términos: “¿Qué somos ahora? No somos
sino agentes serviles, y pagados a módico precio, de las plazas extranjeras”.
La oposición se agruparía políticamente en las filas del partido autonomista, fundado por Adolfo Alsina. Aunque rama del viejo tronco liberal, este partido, con la adhesión de los opositores al mitrismo, se impregnó de “vivencias” federales que lo llevarían a reaccionar, en cada caso, en forma contradictoria con aquél, verdadero sucesor del espíritu rivadaviano y unitario. El mitrismo era proclive a la simpatía por la monarquía “ilustrada”, amigo del Brasil y de los extranjeros, favorable a las empresas coloniales como el imperio de Maximiliano, europeísta, antipopular, antiamericano y oligárquico. El liberalismo autonomista asumía tintes democráticos y jacobinos: simpatizaba con la insurrección popular y las barricadas, desconfiaba del extranjero y asumía la defensa de los criollos pobres. En su seno se caracterizaba un ala de cepa netamente federal y popular, que proponía desde el comienzo reformas concretas, como la abolición del servicio de fronteras para los paisanos de la campaña y la necesidad de “promover las industrias, que... emanciparán (a la nación) del dominio económico del extranjero, arrancándola de la postración en que ha caído”; y propiciaba, como instrumento para obtenerlas, el sufragio popular. Esta ala, núcleo del futuro radicalismo, tenía como caudillo al joven Leandro N. Alem.
La oposición se agruparía políticamente en las filas del partido autonomista, fundado por Adolfo Alsina. Aunque rama del viejo tronco liberal, este partido, con la adhesión de los opositores al mitrismo, se impregnó de “vivencias” federales que lo llevarían a reaccionar, en cada caso, en forma contradictoria con aquél, verdadero sucesor del espíritu rivadaviano y unitario. El mitrismo era proclive a la simpatía por la monarquía “ilustrada”, amigo del Brasil y de los extranjeros, favorable a las empresas coloniales como el imperio de Maximiliano, europeísta, antipopular, antiamericano y oligárquico. El liberalismo autonomista asumía tintes democráticos y jacobinos: simpatizaba con la insurrección popular y las barricadas, desconfiaba del extranjero y asumía la defensa de los criollos pobres. En su seno se caracterizaba un ala de cepa netamente federal y popular, que proponía desde el comienzo reformas concretas, como la abolición del servicio de fronteras para los paisanos de la campaña y la necesidad de “promover las industrias, que... emanciparán (a la nación) del dominio económico del extranjero, arrancándola de la postración en que ha caído”; y propiciaba, como instrumento para obtenerlas, el sufragio popular. Esta ala, núcleo del futuro radicalismo, tenía como caudillo al joven Leandro N. Alem.
El carácter esencialmente
“porteño” del partido de Alsina le impidió, no obstante, oponerse con eficacia
al proceso que caracterizó a las presidencias de Mitre y Sarmiento y que
consistió esencialmente en el sometimiento del interior a los intereses de
Buenos Aires, en nombre de la civilización. Lo que sólo fue posible por la
calumnia sistemática de la capacidad criolla para el trabajo y la industria y
por el aplastamiento de la rebelión de las provincias, gracias a las armas de
precisión de último modelo, compradas a las fábricas europeas con el producto
de los primeros empréstitos en Londres.
La derrota del interior
trae aparejados su sometimiento y su ruina. Provincias ricas se convierten en
provincias miserables; y las que conservan su riqueza industrial –azúcar, vino–
deben pagarla con la sumisión política. Muere el espíritu federalista. Las
clases dirigentes del interior, que constituyen un verdadero patriciado (la
“antigua nobleza” de que hablaba Régulo Martínez), pierden su influjo ante la
aparición de un politiquerismo venal sostenido por los hombres de Buenos Aires,
que necesitan el control de las “situaciones” para sus mayorías parlamentarias.
Heredero directo de los conquistadores y los fundadores, ese patriciado que ha
dado también de sí a los libertadores y los caudillos y cuya influencia moral
ha conformado a las poblaciones en el culto de los valores fundamentales,
desaparece como tal, vilipendiado en sus principios y arruinado en sus bienes.
Y con él, un elemento de orden y de virtud. Con lo cual, los “pueblos” privados
de sus jefes naturales, se ven reducidos a plebe indiscriminada y explotable.
Los principios del día repudian la herencia de la conquista (nuestra única
herencia cultural) y a sus representantes legítimos. Mientras los descendientes
de los conquistadores tienen como último destino el de emigrar a Buenos Aires,
a aumentar la masa de los aspirantes a empleos, asumen el mando vacante los
politiqueros advenedizos sumisos al poder central, generalmente abogadillos a
sueldo del comercio usurario, cuyo auge comienza.
Lo cierto es que las
virtudes que esa población criolla podía invocar ya no están de moda. Más aún,
son violentamente repudiadas. El apego a la tradición y a la tierra, la defensa
celosa de la libertad, se califican de “barbarie”, y de “bandidos” a los héroes
que arriesgan su vida por ella, para quienes no hay cuartel. Ya Alberdi ha
escrito que no necesitamos héroes y que las virtudes militares son un
anacronismo. El héroe del día es el “civilizador”. A un general que llega del
campo de batalla le dice Sarmiento: “Voy a reemplazarlo a Ud. por Wheelwright”.
Sarmiento ha dicho que la
civilización se cifra en estos términos: población, comercio, riqueza. (Los
elementos espirituales no cuentan, al parecer). Es la fórmula de Buenos Aires y
los tres términos dependen del extranjero. A favor del libre comercio de
exportación se enriquece la clase terrateniente porteña, dependiente del
mercado inglés, con campos que se valorizan rápidamente, gracias al aumento de
la población, el alambrado y los ferrocarriles. La fisonomía económica del país
adquiere sus perfiles precisos muy pronto, conformada en la alianza de esa
clase dirigente con sus compradores habituales. Los estancieros de Buenos
Aires, que han sido rivadavianos y rosistas, se hacen mitristas en su mayor
parte y creen haber llegado a la fórmula de la perfección. Mientras los ingleses
comen sus “churrascos”, ellos se surten de levitas en Londres. Ser inglés es
muy “chic”. Surge por entonces y se difunde la curiosa idea de que ser inglés
es ser “distinguido”, por lo cual el último patán Smith de los suburbios
comerciales de Liverpool, llegado acá como gerente de frigorífico, puede optar
a la mano de la más orgullosa aristócrata porteña. Aunque ésta suela por lo
común ser nieta de un pulpero enriquecido, ello no ocurre con ningún
pretendiente español, ni italiano, aunque sea noble. ¡Prestigio del Imperio!
La mentalidad del país ha
de conformarse muy pronto a los intereses de su clase dominante, constituida
alrededor del connubio de la Sociedad Rural con el comercio británico de
importación y exportación, cuyo dominio se simboliza en las líneas del
ferrocarril inglés, que se extiende por todo el territorio como una garra,
articulada en Buenos Aires pero manejada desde Londres.
(Continuará)
* “Historia de la Argentina (1515-1983)”, Abeledo Perrot, 15ª edición, Bs.As., 1988, p.p. 528-538. La primera edición, fue publicada por Ediciones Alpe, en mayo de 1954, fruto de una serie de artículos escritos quince años antes.
blogdeciamosayer@gmail.com
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