Configuración de la República Liberal (I)
ERNESTO PALACIO (1900-1979)
No obstante su extensión, “Decíamos ayer...”
no quiere dejar de publicar en su totalidad (se hará en tres entregas), este
ilustrativo capítulo del valioso libro que, sobre la historia argentina,
escribió Ernesto Palacio. Creemos que servirá para comprender mejor los
verdaderos orígenes de los graves males que ha padecido y padece nuestra patria.
Bajo las presidencias de Mitre y Sarmiento surge, de entre las ruinas de la vieja Confederación, la República Argentina actual, que adquiriría su fisonomía definitiva con la capitalización de Buenos Aires, en la presidencia siguiente.
Hablar de las ruinas de la
Confederación no es, según lo hemos visto, una mera metáfora. En los veinte
años transcurridos desde Caseros hasta el final de la presidencia de Sarmiento,
apenas si ha cesado la guerra civil en todo el territorio, a la que se ha
agregado una guerra fronteriza –la del Paraguay– larga y sangrienta, aparte de
la permanente del indio. La resistencia del interior ha sido literalmente
aplastada por una represión implacable y el establecimiento de proconsulados
militares en las provincias vecinas. El pensamiento del grupo dominante
consiste en impedir de cualquier modo el renacimiento del viejo espíritu de
libertad.
Esa política se inspiraba
en convicciones muy firmes. “Los
americanos se distinguen por su amor a la ociosidad y por su incapacidad
industrial –escribía Sarmiento–;...
con ellos la civilización es del todo irrealizable, la barbarie es normal”.
Y recomendaba, en carta a Mitre de 1861, que “no se economizara sangre de gauchos”, pues era “lo único que tenían de humano”.
Alberdi, por su parte, proclamaba en todos los tonos la superioridad de
cualquier “francés o inglés” –indiscriminadamente–
sobre cualquier hombre de nuestros campos. Sobre el criollo, cuyas condiciones
de laboriosidad, inteligencia y honorabilidad sorprendían, justamente por esos
años, a los franceses e ingleses que nos visitaban, según lo atestiguan los
escritos de Allan Campbell, Woodbine Parish, Charles Darwin y Martín de Moussy.
El desprecio por lo
nacional se fundaba en el repudio de la tradición que le había dado origen. La
“leyenda negra” antiespañola, de origen protestante y masónico, difundida por
los hombres de la Independencia con fines polémicos, seguía integrando el
ideario histórico de la generación organizadora.
Para los vencedores de
Caseros, la civilización consistía esencialmente en las formas constitucionales
y el comercio libre. “Cuando nuestros
guerreros vuelvan de su larga y gloriosa campaña (del Paraguay) a recibir la merecida ovación que el pueblo les
consagre –decía Mitre en un discurso de 1869–, podrá el comercio ver inscriptos en sus banderas los grandes
principios que los apóstoles del libre cambio han proclamado para mayor gloria
y felicidad de los hombres”. Esto implicaba la confesión de que –por lo
menos en su intención– uno de los objetos de la guerra, y acaso el principal, consistía en abrir los puertos de la nación hermana a los beneficios del
comercio inglés.
Era natural que ese repudio
de lo nuestro, de lo tradicional, de lo nacional, que caracterizó a la
generación organizadora, se reflejara en su obra. Nos organizarían, sin duda;
pero con la forma, las modalidades y la mentalidad de una colonia del
extranjero.
* * *
Es curioso que Sarmiento
creyese de buena fe que aplicaba a su gobierno los principios en que se fundaba
la grandeza norteamericana, cuando hacía precisamente todo lo contrario.
“Conciudadanos míos, os suplico que me creáis –escribía Washington en su llamado
testamento político–: la vigilancia de
una nación libre debe estar siempre despierta contra las artes insidiosas del
influjo extranjero, pues la historia y la experiencia prueban que éste es uno
de los enemigos más mortales del gobierno republicano”.
Pero cuando Rosas aplicaba,
en defensa de la Confederación, la doctrina de Washington –que es simplemente
la del patriotismo y el buen sentido– los hombres de la generación organizadora
le hacían la guerra, aliados a los invasores franceses que venían a abrir
nuestros puertos a cañonazos. Cuando les tocó gobernar, se hallaban atados a
los compromisos contraídos en esa camaradería de armas con Francia, Inglaterra
y Brasil. No podían dejar de aplicar los principios por los que habían
combatido contra su Patria.
Así, mientras los Estados
Unidos, terminada la guerra de Secesión, se afirmaban orgullosamente en el
culto nacional a los Forefathers y
establecían, bajo el influjo de los republicanos triunfantes, una rigurosa
protección aduanera para sus industrias nacientes, nuestra generación
organizadora imponía aquí el desprecio por la tradición y el ser nacional, la
sumisión inconsulta al extranjero y el librecambio desenfrenado, con las
consecuencias que conocemos para ambos destinos.
Es necesario que nos pongamos en guardia contra la tentación de sacar de
estos hechos conclusiones morales aventuradas contra los hombres que, bien o
mal, empeñaron su vida en la lucha por el progreso de la nación, tal como ellos
lo concebían. No hubo en todo esto traición consciente. La ofuscación política
e ideológica explica muchos errores. El romanticismo político había difundido
por todo el mundo la pasión andante por la Libertad abstracta y era natural
que, para sus cultores, la personalidad de Rosas en su aspecto de héroe
nacional fuera eclipsada por la imagen del mítico Tirano retrógrado, al que era
“acción santa” combatir hasta la muerte. Su derrota derrotaba sus principios y
les daba validez eventual a los contrarios.
Por lo que hace a la
actitud antitradicional, herencia de la generación anterior, no hay que olvidar
que ella tenía su origen en la autodenigración de los “iluminados” de la época
de Carlos III y que se explicaba por la evidente decadencia en que había caído
España. No había en ésta nada de ejemplar y era natural que se buscase, en las
culturas en ascenso, ejemplos y enseñanzas.
La instauración del
comercio libre es explicable también. Mortal para el interior, era beneficioso
para el puerto de Buenos Aires, o mejor dicho, a partir de la “libre
navegación” de los ríos, para el litoral ganadero. Significaba la reproducción
de la política rivadaviana, cuya acción "progresista” había sido la
nostalgia de la emigración, y se adecuaba a la imagen que del progreso se
hacían los intelectuales urbanos de la época, consistente en la multiplicidad
en el mercado de objetos europeos a precios razonables. El resultado
significaba el triunfo de Buenos Aires sobre el interior, en el dilema que la
especial configuración del país planteaba y cuya solución justa sólo había
impuesto Rosas; o sea –traducido al lenguaje de los triunfadores– de la
“civilización” sobre la “barbarie”.
Pero explicar la génesis de un
error y la posibilidad moral de su adopción, no implica justificar ni menos
glorificar la ceguera política, ni exaltar sus resultados. El triunfo decisivo
del partido de los emigrados en la época crítica del progreso mundial fue para
la patria una verdadera desdicha, pues su influencia nos configuraría mental,
social y económicamente en la forma menos adecuada para alcanzar la grandeza a
que nos predestinaban nuestros fundadores.
(Continuará)
* “Historia de la Argentina (1515-1983)”,
Abeledo Perrot, 15ª edición, Bs.As., 1988,
p.p. 528-538. La primera edición, fue publicada por Ediciones Alpe, en mayo de 1954, fruto de una serie de artículos escritos quince años antes.