«Discurso del 12 de octubre» - Edmundo Gelonch Villarino (1940 -2018)

En el «Día de la Hispanidad», y en un nuevo aniversario del descubrimiento de América y del comienzo de su conquista y evangelización por parte de España, vayan estas esclarecedoras palabras de un argentino con antigua e hidalga genealogía hispana, como homenaje y gratitud a nuestra «Madre Patria».

Señor Cónsul General de España[1], Señores Cónsules, Autoridades presentes, Señor Presidente y Directivos del Instituto Argentino de Cultura Hispánica de Córdoba (organizadores de este acto, a quienes agradezco que me hayan confiado este honor). Miembros de la Junta Provincial de Historia de Córdoba; queridos amigos y compatriotas:

En esta breve meditación pediré a Virgilio que nos indique un rumbo, como guio a Dante. En La Eneida, Virgilio nos pinta a un héroe caracterizado por la pietas, por la virtud que nos hace reconocer la deuda para con nuestros mayores. Entre las llamaradas en las que ardían los baluartes troyanos, «el piadoso Eneas» rescata a su padre anciano, Anquises, y le lleva en hombros hasta ponerle a salvo. En el trance, se extravía Creúsa, su mujer, a la que no dejará de llorar, pero sabiendo que ha cumplido un deber primordial, de la más alta jerarquía, atendiendo a Anquises, a quien debía la vida. Amar, podrían ser ambos amores comparables; pero con los mayores a quienes debemos el ser, al amor se suma el deber de justicia, el intento infructuoso de retribuir, devolviendo un bien tan valioso como el que hemos recibido.

Aquellos viejos paganos, veían claramente la precariedad de la vida humana, contingente, tan asombrosamente posible entre desproporcionadas improbabilidades, y siempre frágil. En el instante que media entre nacimiento y muerte, ¿de dónde nos viene lo que somos? ¿Hay, acaso, algo en nosotros que podamos atribuirnos, algo causado por nosotros mismos? No era el paganismo la cultura que valorizaría la libertad humana y el esfuerzo libre para construirnos en valor: sería la cultura cristiana la que exaltaría el valor de la libertad y del mérito personal. Pero aun así, el mismo San Pablo nos recuerda: «¿Que tienes tú que no te haya sido dado?». En el contexto de todo lo que somos, el aporte propio es poco y difícilmente sea lo más valioso. ¿De dónde, entonces, nos viene lo que somos?

Está claro que, si no somos la causa de nuestro ser, si lo hemos recibido, lo debemos. Eran tres las causas reconocidas de todo lo que somos, del ser que hemos recibido: Dios, la Patria y el Hogar.

Todo cuanto somos lo debemos a Dios: le debemos ser hombres, en cuanto a la esencia; le debemos ser en acto, la existencia convocada para realizar libremente una misión, y no apenas una potencia de ser no concretada; y le debemos el impulso y la guía en las operaciones.

Debemos a la Patria todo lo que diferencia nuestro modo de vivir del modo de las bestias: ese universo interminable que unos autores llaman «cultura» y otros «civilización»; la noticia y la visión jerarquizadora de las cosas, los valores, las costumbres, que distinguen a una nación de otra; un modo propio de humanidad forjado y decantado por generaciones de compatriotas, un estilo de ser hombres que nos diferencia de otros pueblos hermanos provenientes de otras culturas.

Y debemos a nuestros padres –y a los padres de los padres– la oportunidad de existir en un tiempo vital que generosamente han querido transmitirnos y legarnos; una oportunidad de insertarnos en la Historia de la Patria; una ocasión para cumplir la misión a la que fuimos convocados, como razón de la existencia recibida.

Deudas son deberes. Si debemos lo que somos es que no nos pertenecemos, sino que somos de aquellos que nos dieron el ser. Como decía Sócrates, rechazando las oportunidades de salvar su vida huyendo del suplicio, «me debo al dios... mi vida es de mi Patria...». Si me la piden, debo devolvérsela, porque ellos me la dieron, es de ellos.

La virtud de la Justicia sería el valor supremo de la cultura romana, y la piedad es parte de la Justicia General. Ser piadoso es ser justo para con quienes nos dieron el ser. Por eso hay una piedad para con Dios que se llama virtud de religión, tan estimada por los antiguos que llegaron a matar al maestro Sócrates, acusándolo falsamente de asebeia, de impiedad para con los dioses de Atenas. Hay otra piedad, la filial, de los hijos para con los padres y antepasados consanguíneos, en la que destaca Eneas, príncipe y principio, origen y arquetipo de romanos, llevando a su anciano padre sobre los hombros.

Pero la forma de justicia legal o general más estimada por ellos, era el patriotismo, la piedad para con esta concreta sociedad que me hace ser así, como soy y como somos los hijos de esta Patria. Una deuda impagable –¿qué puedo devolver a la Nación que valga tanto como lo que recibí de ella?– que, sabiendo la insuficiencia de cualquier pretendida retribución, se expresa siempre y en toda circunstancia bajo la forma de la veneración, el amor y el agradecimiento por todos los bienes, espirituales y corporales, de los que nos hace partícipes la tradición, la herencia de los Padres de la Patria. No podemos pagarles, no podemos devolverles lo que nos han dado. Por eso la medida de este deber puede llegar al extremo del sacrificio de la propia vida, si la Patria lo requiere.

Aún sin arribar hasta ese extremo, improbable para muchos, subsisten otras obligaciones derivadas de la misma deuda. Tal vez no debamos morir, pero sí hemos de cuidar la herencia, perfeccionarla y transmitirla. Que nada valioso, recibido del pasado, se pierda por nosotros; que nuestros hijos reciban, por lo menos, lo que también nosotros recibimos como herencia. Que los jóvenes nos vean amar y cuidar, encarnar y enriquecer la cultura vivida por los mayores, es educar por lo que somos, por la presencia no oculta y siempre viva de una cultura concretada en la conducta, en las palabras y en los actos; cultura que debemos, que hemos recibido, y que tenemos el deber de que no muera en nosotros. Porque quien la mata, la desvaloriza, la corrompe o la niega, es un impío; y las sombras de los Mayores claman por esa injusticia desagradecida, cuyas consecuencias no son otras que la imitación simiesca de lo ajeno y el salvajismo de costumbres. No pueden sorprender los comportamientos incivilizados de quienes no han recibido o aceptado la herencia de las generaciones que enriquecieron la Civitas.

Aquel 12 de octubre llegó a nuestras tierras una tradición, que fecundó potencialidades latentes en gentes y tierras del Nuevo Mundo. A los muy dispares valores presentes en pueblos tan diversos y tan hostiles entre sí, como mayas y aztecas, incas, charcas y carios, comechingones y ranqueles, mapuches y tehuelches, y otros tantos extinguidos por las matanzas y la antropofagia de sus rivales vencedores; al pavoroso exterminio fratricida, al desalojo y las forzosas y fatales migraciones, que se iniciaran unos setenta años antes del arribo de los europeos, les alumbra con luz histórica la cultura clásica, la más alta manifestación de humanidad y de universalidad hasta entonces lograda y conservada.

Característica del valor universal de la cultura traída por los civilizadores, es la que subraya la ya famosa y notable Conferencia de Ratisbona cuando habla de «esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano», ya que «es sorprendente que el cristianismo, a pesar de su origen y de cierto importante desarrollo en Oriente, haya encontrado por fin su huella históricamente decisiva en Europa». Y cuando dice que «este encuentro –entre razón y fe– al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa», no ha de entenderse como si hablara de un legado circunscrito y encerrado en el territorio continental europeo, sino como el poderoso aporte fecundante de la América Hispánica que los Fundadores Hispanos, con luces y con sombras, dejaron en este Nuevo Mundo.

¡Cuánto se habla de riquezas llevadas, aunque en verdad muchas fueran a parar a manos de los mismos piratas enemigos de aquella España, que hoy se esfuerzan por desnaturalizarnos! ¡Cómo, esos mismos enemigos históricos, difunden cálculos que pretenden tasar el intercambio de bienes entre aborígenes y conquistadores! Aunque toda la propaganda interesada fuera verdadera –algo hay de verdad, porque eran hombres pecadores, pero no todo ni principalmente– ¡qué falta de proporción al juzgar valores!

Como si pudiera traducirse en euros el valor de habernos liberado de la antropofagia, para no recordar otras cadenas inhumanas. ¿Cuánto vale habernos injertado en la corriente que, desde la ética aristotélica y la estoica, desde la Ley judía y la cristiana, a través de ese faro y guía de la virtud de la justicia que es el Derecho Romano, alcanza la cima hispánica de los maestros salamantinos del Derecho Natural y de Gentes, las cumbres del De jure Belli y las De indiis del Maestro Vitoria, sobre las cuales podría elevarse el Derecho Internacional Público, y sin ellas no sería posible estar hablando razonablemente de Derechos Humanos?

Todo eso trajeron, por añadidura, los que trajeron a Cristo. ¿Qué persona educada, hoy podría decir que lo que se llevaron valía más que lo que nos dieron?

¡Y cuánto habrían de aprender los que, ignorantes de los Derechos de los Pueblos, de la igualdad esencial de las naciones, de la igual dignidad de las soberanías, y de otros semejantes principios del Derecho hispánico, hoy mueven espantosas aventuras internacionales y causan tristísimos atropellos a la dignidad de las personas y de los Estados!

Amigos: reconocer a los mayores, también da derechos: el derecho a participar de una herencia, de un legado. En nuestro caso, hablamos de un Destino Histórico que se comparte, porque no es necesario que muera la Madre para que sus hijos continúen con una vocación. Uno de los argentinos más esclarecidos en esto de pensar a la Argentina, Leonardo Castellani, en «El Nuevo Gobierno de Sancho» puso en boca de un Quijote que miraba a esta tierra, un soneto que, arrancando el primer verso con el recuerdo de un «santo y seña» de Don Juan Manuel de Rosas, parecía toda una promesa algunas décadas atrás, y del que hoy extraigo partes:

«Humilde soledad, verde y sonora
de las extrañas ínsulas de allende,
do un mar de grama en cielo azul se extiende
en profunda quietud aquietadora».

Y señalaba una herencia, un destino y una obligación de fidelidad para Argentina, diciendo:

.......
«nacida a ser, si su blasón no vende
en la indígena América, señora».

Herencia en razón de un legado que empieza en el Testamento de una Reina a la América a quien le debe no ser tierra de esclavos:

«Hija mayor de España que soñando yo,
la Reina Católica y Fernando
de Aragón y Castilla al mundo dimos....».

Y en el caso argentino, es muy justo y piadoso reconocer antepasado a Don Quijote, porque sin espíritu quijotesco, ¿quién se internaría y quién se afincaría en el territorio más pobre del Imperio? En una tierra sin oro, ni plata, ni metales valiosos, sin asilo y sin comida, apenas poblada por unas cuantas almas, más o menos nómades en busca de alimento, más o menos feroces en busca de rapiña. Pero almas que convertir, almas que educar, almas para fraternizar, almas para celebrar alianzas, de tratados y de sangre, para hermanarse bajo el amparo del mismo Padre celestial. Don Quijote anduvo esta Argentina, en Martín Fierro y en Segundo Sombra, y se lo vio últimamente contra molinos de viento, montando viejos aviones en la Gesta de Malvinas.

Pero si el pueblo argentino no reconoce a los Padres de la Patria, a los hombres que llegaron a estas tierras trayéndonos, lengua y cultura, religión y destino, entonces el pueblo argentino tampoco podrá reconocerse en el Nombre convocado ni en su mejor ser; entonces no podrá nunca reclamar legítimamente una herencia histórica, y entonces, en vez de una Nación con nombre propio en la Historia universal, quedará solamente en lo que se ha llamado «material etnográfico», como tantas tribus y comunidades cuyo nombre se ha perdido sin merecer lamentos.

Urge rescatar entre nosotros el orgullo de la estirpe hispánica, lo cual sólo es posible en la medida en que el pueblo argentino vuelva a vivir aquellas virtudes ancestrales que se hicieron costumbres criollas; en la medida en que volvamos a vernos y a entendernos en la continuidad de una misión civilizadora para el Bien Común universal. A nuestro modo y al modo del siglo XXI, tenemos el derecho y el deber de continuar vivificando lo que hemos recibido.

Hoy es día de rezar, es día de sufragios que muestren nuestra gratitud: porque agradecemos las virtudes de los antepasados, oremos para que el Señor perdone sus pecados. Si no aprendemos a ser piadosos, no podremos reivindicar la herencia, ni menos transmitirla, ni merecer el reconocimiento de futuras generaciones.

Y si no somos justos con los Fundadores, tampoco podremos aportar justicia a un mundo cada vez más esclavo de opresiones y atropellos. Pero si cumplimos el deber de la piedad patriótica, valorando y agradeciendo a nuestros Mayores, seremos legítimos herederos, legatarios de valores universales e internacionales que en otros tiempos animaron nuestra Política Exterior; valores por los que hoy claman pueblos enteros, que no los recibieron en su herencia cultural, pero los necesitan. Y así, desde el sentido hispánico de la vida, podríamos globalizar valores mucho más altos que los que cotizan en bolsa, y Derechos más auténticamente humanos que los que la retórica declama.

* En «Revista Diálogo», n°49, diciembre de 2008.


[1] Texto del discurso pronunciado el 12 de octubre de 2006, en la Plazoleta Isabel la Católica ante el monumento a la Reina, en el acto de homenaje organizado por el Instituto de Cultura Hispánica de Córdoba.
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