«La Cruz en una mano y la espada en la otra» (fragmento) - Vicente D. Sierra (1893-1982)
En un nuevo aniversario de la admirable gesta del descubrimiento de América, y del comienzo de su conquista y civilización emprendidas por España, vaya esta publicación como homenaje tanto a los esforzados misioneros que trajeron la Fe y la Cruz al nuevo continente, como también a los bravos conquistadores que les abrieron el camino y las defendieron con su espada.
bien contado nos sería;
ganaremos muy gran honra
en morir con valentía.
La vida presto se pasa
la fama siempre vivía
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Y los que ende muriesen
Lo que constituye una nación es
lo que suele llamarse, en sentido metafísico, el alma nacional; resultado de un
fondo común de realidades espirituales, aspiraciones y tradiciones, que en
España se concretan en expresiones propias y características del sentimiento
religioso; aspecto que la historiografía liberal, incapaz de toda valoración
profunda, no sólo no ha alcanzado a comprender, sino que, pretendiendo haberlo
comprendido, disminuyó en su hondo contenido cultural. Es la profundidad de su
sentimiento religioso lo que hace que sea España el primer pueblo que alcanza a
poseer una conciencia social que no ha sido superada por ningún otro; una
conciencia colocada por encima de los supuestos materialistas, en cuya virtud,
como ha dicho Anzoátegui, el español que se echó por los caminos que trazaran
las tres carabelas de Palos de Moguer «podía
perder el cuerpo, pero no la cabeza, porque ella sabía que su destino estaba
indisolublemente ligado a Dios». Poseer una conciencia social es don reservado
a quienes sienten los valores de orden divino inherentes a la persona humana.
El gran error de nuestro siglo es haber elevado la jerarquía de los valores
materiales, al punto de haberse perdido la posibilidad de concebir una política
social sin el aniquilamiento de la persona. Se procura integrar una conciencia
social sumando elementos cuya conciencia ha sido destruida. La conciencia
social del español es resultado de saber que el hombre tiene un destino terreno
y otro eterno; que ambos le pertenecen a tal punto que hasta puede perderlos,
si así lo quiere; pero que para realizarlos, además de su voluntad, necesita la
colaboración de la comunidad en que vive. De ahí que su individualismo congenia
con su sentido social, fenómeno que comúnmente escapa a los escritores no
hispánicos.
Es su individualismo, forjador
de personalidades fuertes, el venero de las hazañas españolas. Explica la gesta
de un Hernán Cortés, de un Francisco Pizarro, de un Jiménez de Quesada, de un
Domingo de Irala; pero es su conciencia social la que, tras las jornadas de
conquista, levanta ciudades, crea universidades y expande por el Nuevo Mundo
las esencias de su cultura, dando personalidad y ser al hombre de
Hispanoamérica. Tan singular integración del ser español –en la que se advierte
estrechamente puesto el uno junto al otro lo humano y lo divino– permite
comprender por qué pudo dar España lo que dio al Nuevo Mundo, pues ella preside
la historia del Imperio, dormida en el Archivo de Indias de Sevilla.
El siglo pasado fue notoriamente incapaz de comprender la unidad en la dualidad que constituye el ser hispano, y que sintetizó Calderón en memorable cuarteta:
La historiografía ochocentista
no alcanzó siquiera a entender, sentir o inferir ni la realidad de su propio
origen. No en balde Daudet dijo que el XIX fue «el siglo estúpido». Una estupidez que predominó en la
historiografía hispanoamericana –como en la peninsular–, tendiente a dar
validez a conceptos que separaran a sus pueblos de la propia realidad
histórica, alejándolos de sus elementos tradicionales para sumergirlos en
plagios fáciles para ser dominados por sus modelos. Experiencia que se tradujo
en saldos harta ingratos para que la reacción salvadora no se pronunciara.
Hispanoamérica comienza a liberarse del alcaloide del progresismo, porque no aspira a subsistir, sino a perpetuarse; y
principia a comprender que los pueblos sólo pueden lograrlo partiendo del fondo
de sus elementos formativos, de sus tradiciones fecundas y creadoras. Ocultar,
disimular o torcer la realidad de que la conquista del Nuevo mundo fue más
intensa, más heroica, más efectiva, más trascendental en lo espiritual que en
lo militar, es condenarse a desconocer que el hecho básico de la civilización y
de la cultura hispanoamericana es un triunfo de la cultura y de la civilización
cristianas, y por serlo, la labor de España en América fue un triunfo del
sentido de la libertad de la persona humana, base esencial e inmutable de toda
auténtica y no fraguada conciencia social que aspire, en cualquier orden
colectivo, a una prolongación creadora capaz de integrar nuevas formas
culturales.
[...]
Los episodios [de la Conquista]
dicen de la envergadura física y moral de aquellos soldados y de aquellos
religiosos; de aquellos soldados con devoción de frailes y de aquellos frailes
con coraje de soldados. En una mano la cruz y en otra la espada. Es esa compenetración
de lo temporal con lo divino, característica originalidad de España, como
observara Ramiro de Maeztu, la que hace posible la empresa civilizadora de las Indias.
Santa Teresa escribe:
Del rey abajo, nadie duerme en
la España del siglo XVI. Hay millones de almas a conquistar, y todo un pueblo,
movido por su fe, cruza el Mar Tenebroso, para llevar al Nuevo Mundo la luz del
Evangelio, que es de libertad, de cultura y de civilización. La cruz en la mano
izquierda y en la diestra la espada, España parte a cumplir su destino.
* En «Así se hizo América», Ediciones
Dictio – Argentina, 2ª edición, 1977. La primera edición apareció en Madrid, en
el año 1955, publicada por el Instituto de Cultura Hispánica por haber merecido
el Premio Reyes Católicos.
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