«La Cruz en una mano y la espada en la otra» (fragmento) - Vicente D. Sierra (1893-1982)

En un nuevo aniversario de la admirable gesta del descubrimiento de América, y del comienzo de su conquista y civilización emprendidas por España, vaya esta publicación como homenaje tanto a los esforzados misioneros que trajeron la Fe y la Cruz al nuevo continente, como también a los bravos conquistadores que les abrieron el camino y las defendieron con su espada.

Lo que da valor y sentido a la epopeya colombina; lo que hace que la hazaña de un grupo de esforzados nautas andaluces, guiados por el tesón dinamizador de Cristóbal Colón, alcance a ser el hecho histórico más trascendental del fin de la Edad Media; lo que determina que la empresa descubridora no termine en sí misma, para prolongarse a través del tiempo en una acción expansiva de las formas de la más alta cultura que ha conocido el hombre; lo que constituye el ser –cuerpo y espíritu– de la empresa colombina, no es del descubrimiento, en el seno del Mar Tenebroso, de tierras hasta entonces ignoradas. Si, al regresar de su primer viaje, Colón no hubiera encontrado a España, la hora de regreso habría sido de la muerte de la gesta marítima del genovés soñador y tesonero. Su descubrimiento ocuparía el lugar que en la historiografía se concede a las supuestas expediciones con que los nórdicos, mucho antes que Colón, habían arribado a las costas del Nuevo Mundo; el de anécdotas, interesantes o curiosas, pero desprovistas de sentido histórico. Porque no crearon historia. Lo que otorga a la empresa colombina ser y sentido es que, tras la ruta que señala, todo un pueblo se lanza para trasplantar consigo una forma propia de cultura y de civilización; todo un pueblo, con la cruz en la mano izquierda y en la diestra la espada, confundiendo a veces la una con la otra, se entrega al esfuerzo sin par que determina el futuro espiritual y material de un inmenso continente, de un mundo nuevo que los descubridores liberan de las tinieblas del conocimiento y los conquistadores de las de la barbarie. No es un mero accidente que la historia de América esté precedida y presidida por la bulas de S. S. Alejandro VI. Fueron los machetes que abrieron la picada tras la cual España, ajustado su ser a la labor castrense y misionera en la lucha por la Reconquista, emprende como una nueva cruzada –la última que realiza la cristiandad– la labor de que América asimile a España y España asimile a América. Es el camino que Dios señala; fuera de él todo es extravío. Dice Ludwig Pfandl: «Cada español que se consagra a un tal combate lleva la aureola invisible de la santidad, ya que como premio del bautismo de sangre le espera el seguro paraíso; poco le vale la vida, puesto que la muerte promete magnífica recompensa». Lo dice el romance:

«Pelead como valientes,
bien contado nos sería;
ganaremos muy gran honra
en morir con valentía.
La vida presto se pasa
la fama siempre vivía
...........................................
Y los que ende muriesen
sus almas se salvarían».

Lo que constituye una nación es lo que suele llamarse, en sentido metafísico, el alma nacional; resultado de un fondo común de realidades espirituales, aspiraciones y tradiciones, que en España se concretan en expresiones propias y características del sentimiento religioso; aspecto que la historiografía liberal, incapaz de toda valoración profunda, no sólo no ha alcanzado a comprender, sino que, pretendiendo haberlo comprendido, disminuyó en su hondo contenido cultural. Es la profundidad de su sentimiento religioso lo que hace que sea España el primer pueblo que alcanza a poseer una conciencia social que no ha sido superada por ningún otro; una conciencia colocada por encima de los supuestos materialistas, en cuya virtud, como ha dicho Anzoátegui, el español que se echó por los caminos que trazaran las tres carabelas de Palos de Moguer «podía perder el cuerpo, pero no la cabeza, porque ella sabía que su destino estaba indisolublemente ligado a Dios». Poseer una conciencia social es don reservado a quienes sienten los valores de orden divino inherentes a la persona humana. El gran error de nuestro siglo es haber elevado la jerarquía de los valores materiales, al punto de haberse perdido la posibilidad de concebir una política social sin el aniquilamiento de la persona. Se procura integrar una conciencia social sumando elementos cuya conciencia ha sido destruida. La conciencia social del español es resultado de saber que el hombre tiene un destino terreno y otro eterno; que ambos le pertenecen a tal punto que hasta puede perderlos, si así lo quiere; pero que para realizarlos, además de su voluntad, necesita la colaboración de la comunidad en que vive. De ahí que su individualismo congenia con su sentido social, fenómeno que comúnmente escapa a los escritores no hispánicos.

Es su individualismo, forjador de personalidades fuertes, el venero de las hazañas españolas. Explica la gesta de un Hernán Cortés, de un Francisco Pizarro, de un Jiménez de Quesada, de un Domingo de Irala; pero es su conciencia social la que, tras las jornadas de conquista, levanta ciudades, crea universidades y expande por el Nuevo Mundo las esencias de su cultura, dando personalidad y ser al hombre de Hispanoamérica. Tan singular integración del ser español –en la que se advierte estrechamente puesto el uno junto al otro lo humano y lo divino– permite comprender por qué pudo dar España lo que dio al Nuevo Mundo, pues ella preside la historia del Imperio, dormida en el Archivo de Indias de Sevilla.

Uno de los escritores no hispánicos que comprendió a España, el alemán Pfandl, sintetizó con exactitud y belleza aquel afán de cruzada que la domina durante el siglo XVI. «Seis hermanos de la gran monja de Ávila –dijo– se precipitan uno tras otro, como soldados del rey, a las colonias ultramarinas, y sólo a uno de ellos le vuelve a ver ella con vida. Francisco Javier va como misionero a la India, al Japón y a la China; Luis Bertrán cristianiza a Colombia; Francisco Solano es el apóstol del Perú; Pedro Claver consume su vida en cristiano servicio de caridad cerca de los esclavos negros de la América del Sur. Bandadas de jóvenes los siguen. En grupos, a menudo sin haber todavía abandonado la nave, son asesinados estos luchadores de la fe por los piratas o los indígenas. Su muerte no es más que un estímulo para los que los seguirán. La aptitud de sacrificio de estos hombres es inconmensurable, y heroico de verdad su abandono a un fin más alto. Sólo se habla y se escribe de la manera como la soldadesca española espolió y maltrató a los pobres indios; nada empero se dice de tanta humanidad y honradez y de tanta caridad salvadora y dispensadora de bendiciones como los misioneros españoles de la fe derramaron sobre los pueblos sometidos». El patrón de la historia de los pueblos es de orden religioso. Dado el concepto de la posición del hombre en el cosmos, se nos dará el sentido de sus acciones. El valor ecuménico y humano de la labor que España desarrolla en América durante el siglo XVI, período durante el cual se produce la fusión de lo importado con lo indígena y surge el ser hispanoamericano, es el saldo inevitable de la posición del español frente a Dios. Porque sabía que tenía un destino terrenal y otro eterno pudo realizarla.

El siglo pasado fue notoriamente incapaz de comprender la unidad en la dualidad que constituye el ser hispano, y que sintetizó Calderón en memorable cuarteta:

«Al rey la vida y hacienda
se ha de dar; pero al honor
es patrimonio del alma,
y el alma sólo es de Dios».

La historiografía ochocentista no alcanzó siquiera a entender, sentir o inferir ni la realidad de su propio origen. No en balde Daudet dijo que el XIX fue «el siglo estúpido». Una estupidez que predominó en la historiografía hispanoamericana –como en la peninsular–, tendiente a dar validez a conceptos que separaran a sus pueblos de la propia realidad histórica, alejándolos de sus elementos tradicionales para sumergirlos en plagios fáciles para ser dominados por sus modelos. Experiencia que se tradujo en saldos harta ingratos para que la reacción salvadora no se pronunciara. Hispanoamérica comienza a liberarse del alcaloide del progresismo, porque no aspira a subsistir, sino a perpetuarse; y principia a comprender que los pueblos sólo pueden lograrlo partiendo del fondo de sus elementos formativos, de sus tradiciones fecundas y creadoras. Ocultar, disimular o torcer la realidad de que la conquista del Nuevo mundo fue más intensa, más heroica, más efectiva, más trascendental en lo espiritual que en lo militar, es condenarse a desconocer que el hecho básico de la civilización y de la cultura hispanoamericana es un triunfo de la cultura y de la civilización cristianas, y por serlo, la labor de España en América fue un triunfo del sentido de la libertad de la persona humana, base esencial e inmutable de toda auténtica y no fraguada conciencia social que aspire, en cualquier orden colectivo, a una prolongación creadora capaz de integrar nuevas formas culturales.


El 20 de junio de 1500, la reina Isabel, en el pórtico del sigo XVI, expedía una real cédula ordenando la libertad de unos naturales de América que Cristóbal Colón había enviado para vender como esclavos, de acuerdo a normas del derecho vigente en la época. Dijo entonces la reina que los indios eran vasallos de la Corona y, como tales, no podían ser esclavizados. No procede Isabel por consideraciones jurídicas ni económicas, ni siquiera oportunistas; se lo ha impuesto un deber de conciencia, es decir, uno de esos problemas que el hombre se plantea cuando es capaz de escuchar a Dios. La ética no es en la reina un medio, sino también un fin, por lo cual su conciencia no se extravía; y es así como la historia de América se inicia cuando España la descubre y cuando ella descubre, a través de España, la libertad. Pero no cualquier libertad, sino aquella que, basada en la tesis cristiana de la gracia, surge como expresión del amor al prójimo y del amor a Dios.

[...]

Los episodios [de la Conquista] dicen de la envergadura física y moral de aquellos soldados y de aquellos religiosos; de aquellos soldados con devoción de frailes y de aquellos frailes con coraje de soldados. En una mano la cruz y en otra la espada. Es esa compenetración de lo temporal con lo divino, característica originalidad de España, como observara Ramiro de Maeztu, la que hace posible la empresa civilizadora de las Indias. Santa Teresa escribe:

«Todos los que militáis
Debajo de esta bandera.
Ya no durmáis, ya no durmáis,
Que no hay paz sobre la tierra».

Del rey abajo, nadie duerme en la España del siglo XVI. Hay millones de almas a conquistar, y todo un pueblo, movido por su fe, cruza el Mar Tenebroso, para llevar al Nuevo Mundo la luz del Evangelio, que es de libertad, de cultura y de civilización. La cruz en la mano izquierda y en la diestra la espada, España parte a cumplir su destino.

* En «Así se hizo América», Ediciones Dictio – Argentina, 2ª edición, 1977. La primera edición apareció en Madrid, en el año 1955, publicada por el Instituto de Cultura Hispánica por haber merecido el Premio Reyes Católicos.

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