España, catedral del mundo
MARÍA PÍA DE BORBÓN DE PADILLA (1888-1969)
«La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la Encarnación y muerte del que lo crió, es –al decir de Francisco López de Gomara– el Descubrimiento de las Indias, y así las llaman Nuevo Mundo». Ante un nuevo 12 de octubre, con la presente publicación, «Decíamos ayer...» tributa a España un agradecido homenaje.
Oíd esta gran verdad: para los
que comprendemos el catolicismo tal como nos lo hacen sentir los que a la par
de mecer nuestras cunas nos dicen muy quedo: ¡Dios te bendiga!; para los que
antes de tener razón ni conciencia de lo exacto, ya hemos recibido en nuestra
frente la señal de una cruz; para los que hemos nacido bajo el cielo español,
es imposible vivir hondamente la grandeza completa de nuestro yo si ella no
está impregnada de esa catolicidad que forma y entrelaza integrando en nosotros
mismos a un San Isidoro de Sevilla, príncipe del Imperio Godo, en quien ya se
vislumbra el destino de nuestro pueblo, identificado con la fe de Cristo al
salvar para la cultura de Occidente los tesoros de la civilización
greco-latina; a un San Fernando, conquistador de Córdoba y Sevilla, santo que
encarnó la cristiandad española en los campos de las glorias militares; a un
Santo Domingo de Guzmán, que ya en el siglo XIII evita la ruptura de la unidad
espiritual de Europa, consolidando la ortodoxia en su lucha contra la herejía
albigense; a una Santa Isabel de Portugal, Princesa de Aragón, hija de Pedro
III, el Grande, de Aragón y de
Sicilia, nacida en la época gloriosa en que las armas aragonesas señoreaban en
el Mediterráneo, que llevó los tesoros de su fe y de su piedad al hermano reino
lusitano; a un San Ignacio de Loyola, en el que se compendia toda la raza en su
plena unidad tridentina, puesta sin condiciones al servicio de la Iglesia; a una
Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia, santa de amor de Dios y de domino
de los hombres; a un San Francisco Javier, apóstol infatigable entre los
infieles, que extendió el imperio de Cristo por remotas tierras, alma de
conquista que abatió para el catolicismo las barreras del mundo conocido; a
unos Reyes Católicos como Isabel y Fernando, que siendo tal su grandeza y tan
alta su corona que ya no cabían en un continente, integraron el planeta para
extender la fe; a un Cardenal Cisneros que coloca por sí mismo la Cruz sobre
las almenas de Orán; y, como nadie, a un Felipe II, que si otros reyes lucharon
por la Fe en España, él tuvo en todo el mundo los campos de batalla por la
misma Fe, y a su hermano D. Juan de Austria, que rindió a la media luna en las
aguas inmortales de Lepanto; y por último, entre centenares de santos y reyes españoles,
a nuestro San Isidro Labrador, recordado con especial predilección. En la
figura de este santo se ha reunido la grandeza de España: reyes y pueblos; su
espíritu flota aún sobre las praderas madrileñas, adonde en los días radiantes
de mayo acuden labriegos de manos rústicas y corazones sanos; rústicos y nobles
obreros de la labranza española, en cuya fiesta padres, abuelos y rapaces
conmemoran en alegría sana, la gran historia del santo. Los madriles en ese día
de San Isidro Labrador, huelen a campo, a campos españoles, que tienen aroma de
mirto, romero y albahaca. En una palabra, ese pueblo de tan arraigada
catolicidad, cuya fe desborda en la verbena de San Antonio de la Florida, donde
las reinas e infantas, envueltas en la clásica mantilla, vibran su españolismo
al unísono de la chulapa que, enredada en los flecos de su mantón, grita; ¡Viva
Dios y vivan los reyes de España!
De todo esto tan sencillo y de
todo aquello tan grande, es la parcela que heredamos por igual de nuestros
siglos de gloria y que sólo tiene un nombre: España, nombre que está amalgamado
de catolicismo impuesto por reyes, defendido por guerreros y guardado con amor
en nuestros corazones.
Eugenio Montes ha captado en
forma admirable y lúcidamente esa realidad de la historia española, y él mismo
es un hijo preclaro de su tradición gloriosa, que en la hora trágica de su
resurgimiento enaltece de este modo los valores de la raza.
Vaya hasta él, desde esta
América que fue el más preciado florón de la corona de Castilla, la cálida
admiración de esta amiga que confía en que su consejo certero redundará en la
continuidad de las glorias de la estirpe.
* «Palabras iniciales que dice la
Señora Princesa Doña María Pía de Borbón», en «Discurso a la Catolicidad de
España, que dice el Señor Don Eugenio Montes - 1934», Ed. Kau, Buenos Aires,
1940.
blogdeciamosayer@gmail.com
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