«20 años de democracia» - Víctor Eduardo Ordóñez (1932-2005)

En el 2003, a los 20 años de la llamada «vuelta de la democracia» en la Argentina, fue publicado este artículo que, en muy breve pero sustanciosa síntesis, analiza ese tiempo transcurrido. Ahora, a 20 años de ese análisis, a 40 de aquel engendro electoral, y en medio -¡una vez más!- de la gran farsa partidocrática de siempre, reproducimos la misma nota que muestra de un modo patente, más allá de los nombres y circunstancias, propios de ese momento, que nada, absolutamente nada, ha cambiado.

Veinte años de decadencia y de desencuentros. Se cumplieron efectivamente dos décadas del advenimiento del régimen partidocrático –que aquí se hace llamar democracia precisamente– y su balance en sentido literal no puede resultar más negativo. Tan es así que, si bien fue recordado, como no podía ser menos, no fue celebrado. Pareciera como si un extraño e inédito pudor hubiera hecho reflexionar a los operadores políticos –o sea, sus únicos beneficiarios– y los llevara a guardar silencio o a bajar la voz. Es que, se interprete como se quiera este proceso, las consecuencias están a la vista y las sufrimos todos. Esta anarquía que Kirchner busca instrumentar y que cree que podrá controlar, es la culminación y no la reversión de lo iniciado por Alfonsín en 1983 con una socialdemocracia singular. Porque no sabía qué era ni qué se proponía, carecía de modelo y de soluciones y sólo llegaba a comprender lo que no quería. Antes que nada, por supuesto, procuró diferenciarse del gobierno militar que lo había precedido, pero su imaginación no iba mucho más allá como sí, en cambio, iba su ideología; una ideología que consistía básicamente en construir un país nuevo, con valores y categorías de izquierda. Consiguió imponer el divorcio y si no fue más adelante se debió a que su espacio político se había ido achicando en la medida de sus desaciertos. En realidad, detrás de esa democracia lo que se proponía era una concentración de todo el poder disponible en el Estado para avanzar sobre una sociedad desprotegida y, a pesar de todo, esperanzada.

Fracasado el gobierno a poco andar, fracasó también su utópico «tercer movimiento» que no pasó de una algazara que no conmovió ni siquiera a sus promotores: fue un intento de hegemonismo para sustituir al bipartidismo que se prolongaba como en juego de tahúres. Como no se dio tampoco esta salida –que no hubiera dejado de ser artificial puesto que la hegemonía se da o no se da y no depende de voluntarismo alguno– se optó por el Pacto de Olivos, una variante que permitía la alternancia dentro de la misma oligarquía como se vino dando hasta ahora en que las cosas parecen cambiar, aunque para peor si cabe. El radicalismo huyó espantado de sus propios desastres (por completo previsibles en atención a su falta de idoneidad y de coherencia) cedió paso al hiperliberalismo que engañosamente introdujo Menem (jamás indicó en su campaña en qué consistía su programa económico, disfrazándolo con espectaculares referencias al «salariazo» y a la «revolución industrial»). Nunca antes la Argentina –ni siquiera en tiempos de Rivadavia– fue entregada al extranjero ni sometida a tan fiera expoliación como en los dos gobiernos de este justicialismo que algunos califican de heterodoxo pero que, en definitiva, es igual a sí mismo. El radicalismo, por más que se haga el distraído o el indignado, acompañó –al facilitar la reforma constitucional y aprobar las leyes que un simbólico Cavallo reclamaba con insistencia cercana a la desesperación– toda la gestión menemista. Al punto que el gobierno de De la Rúa, lo volvió a convocar y así no fue sino la prolongación de ese aperturismo incondicionado que se completaba con un Estado endeudado y paralizado sin reacciones ni iniciativas. El radicalismo volvió a caer y esta vez no pudo hacerse pasar por la víctima de una conspiración de militares perversos. Bastó una asonada –más mediática que efectiva que juntó en mala síntesis a furiosos burgueses y a disciplinados marginales para que un gobierno carcomido por sus propias incertidumbres y por limitaciones que trató de presentar como virtudes se desplomaran con pena y sin gloria. Una breve sucesión de breves gobernantes concluyó con el advenimiento de Duhalde, hombre al que ciertos analistas gustan ubicar en el centro tal vez porque eso le permite inclinarse alternativamente para un lado y para el otro sin escandalizar. Se encargó de administrar la crisis de la misma manera que De la Rúa administró la decadencia y, luego que la primera generación de piqueteros lo sacudió con dos muertos, señaló con su dedo y cual Gran Elector, al actual presidente Kirchner del que no termina de hacerse responsable.

La conclusión que podemos sacar, sin entrar en las profundidades de la historia del país organizado donde encontraríamos ricos e ilustrativos antecedentes, es que si se alcanzó la democracia ésta es demasiado imperfecta, insustancial y enfermiza como para apostar el futuro argentino a su vigencia. Lo que sucede es que la democracia –con la que se educaría, comería y curaría– no es un sistema legítimo para intentar el bien común, fin natural de la política.

Otra cosa es la República con su régimen de respeto al orden natural y su juego de control y contención del poder –en cualquiera de sus manifestaciones–, con su contenido axiológico (igualdad, organización, virtudes, leal respeto por el toro, gusto por la excelencia) y, en especial, con una forma decente y honesta de aplicarse. La democracia argentina –tampoco las otras– no tiene ni puede tener ninguno de estos valores porque la partidocracia se sustituye a la masa y ésta se entrega a aquélla en la creencia que la va a representar. La partidocracia, como está probado científicamente, se encapsula en sí y se distancia de sus votantes que nunca dejan de ser sus clientes llamados cada tanto para limpiar títulos.

De forma que este modo de gobernar completa la irracionalidad de la democracia: la multitud pide y las dirigencias inspiran los movimientos populares en un lúdico planteo según el cual la soberanía recae en un Estado que termina no respondiendo ante nadie y atendiendo sólo a sus intereses.

La democracia inficionada de relativismo no puede provocar más que un totalitarismo o una anarquía. Kirchner, como hombre democrático que es, oscila entre los dos.

* Artículo firmado bajo el seudónimo de Álvaro Riva, en «Revista Cabildo», 3ª época – Año IV – N° 32, oct./nov. de 2003.
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