«Conciencia y verdad» - San Juan Pablo II (1920-2005)
El Papa Francisco ha respondido a las dudas razonablemente planteadas por varios cardenales. Sin embargo, ha utilizado para ello argumentos y teorías que San Juan Pablo II, hace ya tres décadas, había refutado de un modo puntual y clarísimo, en la luminosa encíclica Vertitatis Splendor. Transcribimos aquí sólo un fragmento de ese «hito magisterial». El texto completo del documento, cuya lectura recomendamos vivamente, podrá ser descargado al pie de la página.
El sagrario del hombre
54. La relación que hay entre
libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el corazón de
la persona, o sea, en su conciencia moral: «En lo profundo de
su conciencia –afirma el concilio Vaticano II–, el hombre descubre una ley que
él no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando
es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el
bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley
escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y
según la cual será juzgado (cf. Rm 2, 14-16)»[1].
Por esto, el modo como se
conciba la relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado con la
interpretación que se da a la conciencia moral. En este sentido, las tendencias
culturales recordadas más arriba, que contraponen y separan entre sí libertad y
ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación
«creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición
tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.
55. Según la opinión de algunos
teólogos, la función de la conciencia se habría reducido, al menos en un cierto
pasado, a una simple aplicación de normas morales generales a cada caso de la
vida de la persona. Pero semejantes normas –afirman– no son capaces de acoger y
respetar toda la irrepetible especificidad de todos los actos concretos de las
personas; de alguna manera, pueden ayudar a una justa valoración de
la situación, pero no pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal
sobre cómo comportarse en determinados casos particulares. Es más, la citada
crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su
importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas
normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de
conciencia, sino más bien una perspectiva general que, en un
primer momento, ayuda al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida
personal y social. Además, revelan la complejidad típica del
fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona profundamente con toda la esfera
psicológica y afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente social
y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la
conciencia, que el Concilio mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el
que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella»[2].
Esta voz –se dice– induce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de
las normas universales, cuanto a una creativa y responsable aceptación de los
cometidos personales que Dios le encomienda.
Algunos autores, queriendo poner
de relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman
a sus actos con el nombre de juicios, sino con el de decisiones. Sólo
tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría
alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración
sería obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas
cuestiones morales, asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones
originarían, entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de
conciencia.
56. Para justificar semejantes
posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad
moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la
originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta,
teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer
legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir
así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado
por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos
casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto
válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de
hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende
establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias
a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según
la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los
casos, por un precepto negativo particular.
Con estos planteamientos se pone
en discusión la identidad misma de la conciencia moral ante la
libertad del hombre y ante la ley de Dios. Sólo la clarificación hecha
anteriormente sobre la relación entre libertad y ley basada en la verdad hace
posible el discernimiento sobre esta interpretación creativa de
la conciencia.
El juicio
de la conciencia
57. El mismo texto de la carta
a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley natural,
indica también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en
su vinculación específica con la ley: «Cuando los gentiles, que no
tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley,
para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley
escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios
contrapuestos que los acusan y también los defienden» (Rm 2,
14-15).
Según las palabras de san Pablo,
la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella
misma «testigo» para el hombre: testigo de su fidelidad o
infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La
conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona
está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su
testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona
conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.
58. Nunca se valorará
adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo del hombre consigo
mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con
Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre. «La
conciencia –dice san Buenaventura– es como un heraldo de Dios y su mensajero, y
lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios,
igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el
hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar»[3].
Se puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad
del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de
Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre
hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter et suaviter» a
la obediencia: «La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad
infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la voz de Dios.
En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de la conciencia
moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre»[4].
59. San Pablo no se limita a
reconocer que la conciencia hace de testigo, sino que
manifiesta también el modo como ella realiza semejante función. Se trata
de razonamientos que acusan o defienden a los paganos en
relación con sus comportamientos (cf. Rm 2, 15). El
término razonamientos evidencia el carácter propio de la
conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y sus
actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos humanos
sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón. Precisamente, del
juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su
definitivo cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo texto: así será «en
el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi
evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2, 16).
El juicio de la conciencia es
un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el
hombre debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él.
Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que
se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón
práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al
expresar aquella luz originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría
creadora de Dios, que, como una chispa indestructible («scintilla animae»),
brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural
ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la
conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se
convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el
bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación
moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el
hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien
que le es señalado aquí y ahora. El
carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien
reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta.
El juicio de la conciencia muestra en última instancia la
conformidad de un comportamiento determinado respecto a la ley; formula la
norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando
«la aplicación de la ley objetiva a un caso particular»[5].
60. Igual que la misma ley
natural y todo conocimiento práctico, también el juicio de la conciencia tiene
un carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad
con dicho juicio. Si el hombre actúa contra este juicio, o bien, lo realiza
incluso no estando seguro si un determinado acto es correcto o bueno, es
condenado por su misma conciencia, norma próxima de la moralidad
personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su
voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre
el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada
por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El
juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la
ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo
acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana: «La
conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo
que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un
principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la
congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se
basa el comportamiento humano»[6].
61. La verdad sobre el bien
moral, manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y
concretamente por el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la
responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el hombre comete el
mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la verdad universal
del bien, así como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto
de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de
misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón
que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de
cultivar siempre, con la gracia de Dios.
Así, en el juicio
práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de
realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad
con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con
actos de juicio, que reflejan la verdad sobre el bien, y no
como decisiones arbitrarias. La madurez y responsabilidad de
estos juicios –y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto– se demuestran no
con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una
presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una
apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar.
Buscar la
verdad y el bien
62. La conciencia, como juicio
de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, –dice el
Concilio– muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia
invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto
cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco,
por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega»[7].
Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una
síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos
sobre la conciencia errónea.
Ciertamente,
para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe
buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol
Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9,
1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la
palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4,
2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os
acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de
vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo
bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2).
La amonestación de Pablo nos
invita a la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia
anida siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede
errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia
invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es
consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso de que tal ignorancia
invencible no sea culpable –nos recuerda el Concilio– la conciencia no pierde
su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al
orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien,
que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.
63. De cualquier modo, la dignidad
de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia
recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre;
en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose,
considera subjetivamente verdadero. Nunca
es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la
verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud
de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia
verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una conciencia
errónea[8].
El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio
no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en
este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre
el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la
persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al
bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de
nuestra conciencia, debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da
cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame» (Sal 19, 13).
Hay culpas que no logramos ver y que, no obstante, son culpas, porque hemos
rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).
La conciencia, como juicio
último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea
culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y
el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como
consecuencia de su hábito de pecado»[9].
Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte:
«La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará
luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la
luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6,
22-23).
64. En las palabras de Jesús
antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la
conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al
bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad
de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12,
2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del
bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia.
En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo
agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento
de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una
especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien[10].
Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del
hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar
las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido,
Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).
Los cristianos tienen –como afirma
el Concilio– en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para
la formación de la conciencia: «Los cristianos, al
formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y
sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es
maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la
Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su
autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza
humana»[11].
Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones
morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los
cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca
libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la
verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la
conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer,
desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo
y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier
viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4,
14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con
seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a
mantenerse en ella.
[...]
Dado en Roma,
junto a san Pedro, el 6 de agosto -fiesta de la Transfiguración del Señor- del
año 1993, décimo quinto de mi Pontificado.
* En «Carta Encíclica “Veritatis Splendor”, a todos los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia».
Se puede descargar aquí el texto completo de la Encíclica.
[1]
Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,
16.
[2]
Ibid.
[3]In II Librum Sentent., dist. 39, a. 1, q.3, concl.: Ed. Ad Claras Aquas, II, 907 b.
[4] Discurso (Audiencia general, 17 agosto 1983), 2: Insegnamenti, VI, 2 (1983), 256.
[5] Suprema S. Congregación del Santo Oficio, Instrucción sobre la «ética de situación» Contra doctrinam (2 febrero 1956): AAS 48 (1956), 144.
[6] Carta enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986), 43: AAS 78 (1986), 859; Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16; Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 3.
[7] Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
[8] Cf. S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 17, a. 4.
[9] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
[10] Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 45.
[11] Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 14.
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