Carta «Quarto abeunte saeculo», sobre Cristóbal Colón
S.S. LEÓN XIII (1810 - 1903)
Al terminarse
el cuarto siglo[1]
de los transcurridos desde que un hombre nacido en la Liguria abordó, el
primero de todos, bajo los auspicios de Dios, las desconocidas playas transatlánticas,
apréstanse las gentes a celebrar la memoria de tan fausto acontecimiento y a
enaltecer a su autor. Y ciertamente que no es fácil encontrar causa más digna
de exaltar la admiración en las inteligencias y despertar el entusiasmo en los
corazones. Porque hecho de por sí más grande y maravilloso entre los hechos
humanos, no lo vio edad ninguna: y con quien lo llevó a cabo, en grandeza de
alma y de ingenio, pocos entre los nacidos pueden compararse. Por obra suya,
del seno del inexplorado Océano surgió un Nuevo Mundo; inmensa multitud de
criaturas volvieron desde las tinieblas y el olvido en que yacían a formar
parte de la sociedad humana, trocando la ferocidad del salvaje por la suavidad
de costumbres y la civilización; y logrando, beneficio incomparablemente mayor,
pasar, por medio de la comunicación de aquellos bienes sobrenaturales que
Jesucristo dejó establecidos, desde los caminos de la perdición a las
esperanzas de la vida eterna. Europa, entonces atónita ante la novedad y
maravilla de aquel acontecimiento inesperado, llegó sólo a conocer lo que debía
a su autor cuando, colonizadas las Américas, establecidas incesantes
comunicaciones, relaciones recíprocas y mutuos cambios marítimos, el
conocimiento de las ciencias de la naturaleza y la común riqueza y abundancia
adquirieron un increíble aumento, creciendo poderosamente a la par la autoridad
y el prestigio del nombre europeo.
No podía, por
lo tanto, en esta múltiple diversidad de honrosas manifestaciones y en este
grato concierto de voluntades, permanecer silenciosa sólo la Iglesia, que, por
costumbre y por ley, aprueba siempre de buen grado todo lo que es honesto y
laudable, y se esfuerza en protegerlo y fomentarlo. Reserva ésta, en verdad,
los supremos honores a aquel orden de virtudes morales heroicas que se refieren
directamente a la salvación eterna de las almas, pero no por eso desdeña ni
tiene en poco las que son de otro orden; antes bien, acostumbró y se mostró
siempre dispuesta a favorecer y a honrar a los hombres que han merecido bien de
la sociedad civil y han legado a la posteridad un nombre glorioso. Cierto que Dios es admirable, principalmente en sus
Santos; pero las huellas de la virtud
divina aparecen también impresas en aquellos en quienes resplandece la luz del
genio y el vigor y la elevación del alma, porque estas dotes extraordinarias
sólo proceden de Dios, primer autor y creador de todas las cosas.
Pero hay
además otra razón, y razón especial y principalísima, para que celebremos y con
acción de gracias recordemos la inmortal empresa. Y es que Colón es de los
nuestros, y que por poco que nos fijemos en la causa que principalmente le
movió a explorar el mar tenebroso, y
en el motivo que le indujo a llevar hasta el fin su empeño, vemos de una manera
indudable que este móvil principal fue la fe Católica, siendo éste, por lo
tanto, un nuevo y no pequeño título de la Iglesia a la gratitud del género
humano.
Ciertamente que
antes y después de Cristóbal Colón se cuentan no pocos esforzados y
experimentados varones que exploraron con ahínco desconocidas tierras y aún más
desconocidos mares; y es justicia que la humanidad, reconocida a sus
beneficios, proclame siempre sus nombres, porque ellos extendieron los confines
de la ciencia y de la civilización y acrecentaron el público bienestar, no a
poca costa, sino al precio de muchas fatigas, y muchas veces de graves
peligros. Hay, sin embargo, entre ellos y el varón de que tratamos gran
diferencia. Lo que principalmente distingue a Colón es que, al ir y al volver a
través de los inmensos espacios del Océano, llevaba miras más altas que
llevaron nunca los demás. No que dejara de moverle el ansia noble de saber y de
merecer bien de la sociedad humana, ni que despreciase la gloria, cuyos
ardorosos estímulos suelen principalmente avivarse en las almas más grandes, ni
que renunciase a toda esperanza o deseo de obtener para sí ventajas materiales,
sino porque sobre todos estos móviles humanos prevaleció en él el sentimiento
de la Religión de sus mayores, que fue la que sin duda alguna le dio
inspiración y aliento para llevar a cabo su empresa, y le sostuvo y confortó en
las grandes dificultades y peligros de que se vio rodeado. Porque consta que el
principal pensamiento y el principal propósito que estaba arraigado en su alma
era éste: abrir camino al Evangelio por nuevas tierras y por nuevos mares.
Lo cual puede
parecer poco verosímil a aquellos que, encogiendo su espíritu y encerrándolo en
los límites del orden sensible, no quieren elevar la vista a miras más altas.
Pero, por el contrario, las grandes almas se remontan cada vez más y más sobre
las cosas, porque son las más dispuestas a las santas inspiraciones y
entusiasmos de la fe divina. Colón había unido el estudio de la naturaleza con
el estudio de la Religión, y su mente y su corazón se habían formado a la luz y
al calor de las creencias católicas. Por lo que, convencido por argumentos
astronómicos y por antiguas tradiciones de que al Occidente, más allá de los
límites del mundo conocido, existían grandes regiones por nadie hasta entonces
exploradas, su ánimo veía a la vez una gran multitud de seres sumidos en
pavorosas tinieblas y entregados a los ritos y supersticiones idolátricas.
Miseria grande a sus ojos vivir como feroces salvajes; pero miseria mayor aún
la de ignorar las cosas más importantes de la vida y vivir en la ignorancia del
verdadero Dios. Fijos en su alma estos sentimientos, el principal propósito de
Colón fue siempre, así lo demuestra superabundantemente la historia de estos
hechos, el extender por Occidente el nombre de Cristo y los beneficios de la
caridad cristiana. Así, al dirigirse por primera vez a los Reyes Católicos
Isabel y Fernando, para que no desmayasen ante la magnitud de la empresa les
expuso abiertamente cuan imperecedera
sería su gloria llevando el nombre y la doctrina de Jesucristo a tan remotas
regiones. No mucho tiempo después, logrado su propósito, escribe que pide a Dios que los Reyes, ayudados por la
Gracia Divina, perseveren en llevar a nuevos mares y playas la luz del
Evangelio. En las cartas que dirige al Pontífice Alejandro VI instándole a
que envíe Misioneros a América, le dice: Confío,
con la ayuda de Dios, en poder ya propagar ampliamente el sagrado Nombre y el
Evangelio de Jesucristo. Y parécenos que debía sentirse arrebatado del gozo
cuando, al volver de su primer viaje, escribía desde Lisboa a Rafael Sánchez: Demos gracias inmortales a Dios, que nos
otorgó benigno tan próspero suceso: gócese, y triunfe Jesucristo en la tierra y
en el Cielo, pues está ya tan próxima la salvación de innumerables gentes que
hasta ahora vivían en la perdición. Que si pide a Isabel y a Fernando
permitan sólo a los cristianos católicos navegar en el Nuevo Mundo y establecer
allí comercio con los indígenas, da por razón de esta súplica que el principio
y fin de su empresa fue siempre sólo el incremento y el honor de la religión
cristiana.
Y así lo
comprendió plenamente Isabel, que leía mejor que nadie en la mente del preclaro
varón, como es también de toda evidencia que éste fue el decidido propósito de
aquella piadosísima, varonil y excelsa mujer. De Colón aseguraba la Reina afrontaría, valerosamente el vasto Océano a
fin de llevar a cabo una empresa de gran importancia, para la gloria de Dios;
y al mismo Colón, de vuelta de su segundo viaje, le escribía que no se podía haber dado mejor empleo a los
gastos que se habían hecho y a los que estaba pronta a hacer para la expedición
de las Indias, porque así se conseguiría la difusión de la Cristiandad.
¿De dónde, por
otra parte, fuera de esta causa superior, habría de haber alcanzado Colón
aquella fortaleza y perseverancia de espíritu que se vio obligado a desplegar
hasta llevar a cabo su empresa? Los pareceres contrarios de los sabios, las
repulsas de los Príncipes, las tempestades del Océano, las incesantes vigilias,
en las que más de una vez temporalmente perdió la vista, todo se volvía contra
él. Añádanse luego los fieros encuentros con los salvajes, las infidelidades de
los amigos y compañeros, las conspiraciones villanas, la perfidia de los envidiosos,
las calumnias de los malévolos y las inmerecidas prisiones. Forzosamente tenía
que haber sucumbido Colón bajo el peso de tantos y tan grandes trabajos
reunidos, si no le hubiese sostenido siempre la idea de lo nobilísimo de su
empeño, al cabo del cual veía grandemente glorificado el nombre cristiano y
multitud infinita de almas salvadas. Y esto aparece con gran luz y claridad en
la historia. Porque Colón descubrió América en los momentos en que una gran
tormenta se cernía sobre la Iglesia; y en cuanto pueden conocerse los designios
de la Divina Providencia por el curso que siguen los sucesos, parece especial
disposición de Dios la de haber suscitado a este hombre, honra y prez de la
Liguria, para que con la empresa que llevó a cabo compensase en gran parte los
daños que el Catolicismo iba a sufrir en Europa.
Atraer los
Indios al Cristianismo era misión y deber propio de la Iglesia; y este deber,
que principió a cumplir desde los primeros momentos del descubrimiento del
Nuevo Mundo, lo siguió y lo sigue siempre cumpliendo con constante caridad y
celo, habiendo llevado su acción en estos últimos años hasta los confines de la
Patagonia. Colón fue, sin embargo, quien, movido por el deseo de preparar y
facilitar el camino a la difusión del Evangelio, y fija siempre la mente en tal
propósito, dispuso todo a este fin, no haciendo cosa que no fuese conforme con
la Religión y no estuviese inspirada por la piedad. Recordamos hechos de todos
conocidos, pero que sirven grandemente para descubrir los designios del insigne
varón que celebramos.
Obligado a
abandonar, sin haber logrado nada, a Portugal y a Génova, y habiendo regresado
de nuevo a España, maduró al amparo de un Convento su alta empresa, viéndose
animado en sus propósitos por un Franciscano, sabedor de sus proyectos.
Transcurridos siete años y llegado el momento de la partida, procura solícito
fortalecer su ánimo con los divinos auxilios; suplica a la Reina del Cielo que
proteja su intento y lo conduzca a feliz término; y no se dan sus naves a la
vela sin invocar antes el nombre de la Santísima Trinidad. Ya en alta mar, en
medio del embravecimiento de las olas y de las imprecaciones de los marineros,
conserva inalterable su serenidad y su firmeza, poniendo en Dios toda su
confianza. Revelan sus propósitos los nombres que da a las islas que descubre;
y al desembarcar en cada una, después de haber adorado a Dios, toma posesión de
ella en nombre de Jesucristo.
Adonde quiera
que aborda, su primer cuidado es clavar la cruz en la orilla: el Sacratísimo
nombre del Redentor, tantas veces ensalzado y celebrado al compás del rumor de
las olas, suena el primero en su boca en las islas que va descubriendo: y, a la
usanza española, el primer edificio que levanta es una iglesia, y el principio
de los regocijos populares una función religiosa.
He aquí, pues,
lo que se propuso y llevó a cabo Colón al aventurarse a explorar por mares y
tierras remotos esas regiones hasta entonces incultas y desconocidas, y que
después en civilización, en influencia y en prosperidad llegaron en poco tiempo
a la altura a que hoy las vemos. La grandeza del hecho y la importancia y
diversidad de las beneficiosas consecuencias que produjo nos imponen el deber
de hacer grata memoria de aquel hombre y darle toda muestra de honor; pero lo
que ante todo debemos es reconocer y venerar de una manera especial los altos
designios de la Providencia Divina, a la que sirvió de instrumento consciente y
fiel el insigne descubridor del Nuevo Mundo.
Por esto, para
que las fiestas que en memoria de Colón se hagan sean dignas y de acuerdo con
la verdad, al esplendor de las pompas civiles debe acompañar la santidad de la
Religión. Y así como en otro tiempo, al primer anuncio del descubrimiento del
otro mundo se rindieron a Dios, providentísimo e inmortal, públicas acciones de
gracias, siendo el primero en dar el ejemplo el Soberano Pontífice, así ahora,
al renovarse la memoria de aquel faustísimo suceso, creemos deber hacer lo
mismo. Ordenamos, pues, que en el día 12 de Octubre próximo, o en el domingo
siguiente, si así lo dispusiera el Ordinario del lugar respectivo, se cante
después del Oficio del día, la Misa solemne de la Santísima Trinidad en todas
las Iglesias Catedrales y Colegiatas de España, de Italia y de ambas Américas.
Respecto a las demás naciones, confiamos que en todas ellas se hará lo propio
por la intervención del Obispo respectivo, pues justo es que lo que redundó en
beneficio de todos, por todos sea piadosa y gratamente celebrado.
Entre tanto,
como prueba de los divinos auxilios y como testimonio de nuestra Paternal Benevolencia,
a vosotros, Venerables Hermanos, a vuestro Clero y a vuestro pueblo, damos
amorosamente en el Señor nuestra Bendición Apostólica. Dado en Roma, en San
Pedro, el día 16 de julio de 1892, de nuestro Pontificado el año decimoquinto.
* Carta de la Santidad de Nuestro Señor León por la divina providencia
Papa XIII á los arzobispos y obispos de España, Italia y ambas Américas sobre
Cristóbal Colón
[1]
La “Carta” fue escrita en 1892, al cumplirse el Cuarto Centenario del
descubrimiento de América (N. de
«Decíamos ayer...»).