«El Congreso de 1816» - Ramón Doll (1896 - 1970)

Pocos esfuerzos cuesta comprender por qué decía el congresal Tomás Manuel Anchorena que la «idea de monarca y monarquía en nuestro país no fue siempre mirada con mal ojo, antes por el contrario, tuvo mucho tiempo la mejor acogida en el concepto de que la forma monárquica constitucional era la que más convenía».
Basta situarse a fines del año 1815, cuando el Congreso de Tucumán es convocado. En Europa, las monarquías recuperan todo su prestigio; jacobinismo o cesarismo son igualmente hostilizados y perseguidos como verdaderas pestes de la época; la política internacional, los regímenes internos, la filosofía, el derecho, todos los departamentos de la cultura, se presentan como otros tantos movimientos de reacción contra el iluminismo y el racionalismo de los regicidas, según el término peyorativo de entonces.
Nada de extraño que la mayoría del Congreso de Tucumán fuera monarquista. Lo eran sus componentes en su casi unanimidad; lo eran los dos jefes militares que estuvieron en contacto con el Congreso, San Martín y Belgrano, los que según dice Bartolomé Mite «le inocularon su espíritu»; lo eran los hombres conspicuos de Buenos Aires, que habían planeado y enviado comisiones a Brasil y a Europa como García, Sarratea, Rivadavia y el mismo Belgrano, a fin de lograr una testa coronada para el Río de la Plata. En ese momento, la idea republicana no provocaba más que desconfianzas y temores, se asociaba a las imágenes truculentas de la revuelta y de la anarquía, y provocaba el distanciamiento de las clases sociales mejores organizadas y más necesarias para un gobierno estable.
Pero como ocurre con todos los sistemas, la misma idea de monarquía no respondía por igual al subconsciente de la opinión, o mejor dicho, encubría muy distintos subconscientes.
Para los hombres de Buenos Aires la monarquía constitucional o temperada, como se decía, era una defensa de la revolución ideológica de tendencia liberal, o, más aún, jacobina, que para ellos llevaba en su seno la guerra con España. Podía ofrecerse un trono a cualquier príncipe de una casa reinante de Europa, bajo la condición de que ese príncipe, afianzado por una Corona poderosa, mantuviera la libertad de comercio, nudo de las demás libertades civiles que la Asamblea del año XIII había inscripto en el programa revolucionario. Todavía el príncipe podía ser de la misma dinastía española, según se ve en la misión de Sarratea y Rivadavia; e incluso que esa Corona poderosa, que afianzara uno de los florones en el Plata, fuera la del propio Fernando VII, si se condicionaba a reconocer la zona de conquista que en el orden de los derechos ciudadanos se consideraba inalienable. Como se ve, para los hombres que en esos momentos ocupaban el gobierno central, insanablemente débil, y para los que subsiguieron en el partido Directorial –monarquista, como lo llama Saldías–, el ofrecimiento de la Corona tenía un objetivo diplomático subordinante. Con tal de que se dejara incólume el ideario que la Revolución había incorporado a su acervo, cabía hacer concesiones sobre la independencia efectiva, pues una vinculación dinástica da validez jurídica a la intervención del país cuyo trono vea comprometido su apellido en otro país extraño. Para quienes así pensaban, la Revolución había sido en realidad, más que guerra separatista, lucha civil, como luego lo afirmaran en España misma los liberales de la península, al punto de que al sublevarse Riego, en 1820, habló de que no podía combatir contra los hermanos de América. Y en una lucha civil, la independencia figura como último recurso o no figura de ningún modo o en todo caso como un diferendo susceptible de solución transaccional.
 Muy distintas reservas mentales, si así puede decirse, predominaban en los congresales del interior. Eran casi todos exponentes de la burguesía provinciana, cuyos núcleos letrados mantenían un discreto recelo hacia las novedades ideológicas que habían dado tono jacobino a muchos acontecimientos de Buenos Aires. El grito de Mayo, para aquellos centros de fuerte tradición colonial, había tenido otro acento parecido al que tuvieron hechos análogos de distintas regiones de la América española y que, por lo demás, estaba en la letra misma de la primera hora revolucionaria; secuestrado Fernando VII en Francia y siendo Hispanoamérica un florón de la corona de Castilla y no una provincia del Estado español, estos pueblos tenían derecho a constituir juntas conservadoras del Real dominio y no estaban obligados a obedecer a juntas, ni cortes, ni parlamentos, que se reunieran como organismos representativos de las provincias españolas. Si el rey abdicara o fuera hecho prisionero o enajenara su autoridad a la soberanía del pueblo de la Metrópoli, por una Carta o Constitución, estas colonias no estaban obligadas a respetar el acto de resignación, ni obedecer a una soberanía extraña a su origen. No para todos el grito de Mayo fue revolucionario y destinado a trastocar principios de autoridad, sino al contrario, fue integralista o legitimista o como quiera llamarse a una afirmación de resistencia o de recuperación. Ahora bien, al cabo de seis años también esta como aquella tendencia habían seguido el curso lógico de las cosas y vuelto Fernando VII a su trono, aun como monarca absoluto, había el peligro para los reacteurs de América que el Rey dispusiera de sus colonias otorgándoles un régimen diferente que terminara por incubar lo que resistían. Y entonces fue a éstos a los que se impuso la idea separatista con más energía que a los demás.
Ahora puede percibirse la enorme trascendencia de la declaración del Congreso de Tucumán. Aun cuando la idea monarquista siguió mocionando sobre las voluntades, hasta que una nueva manifestación de las fuerzas sociales argentinas afloró a la historia con los caudillos federales, después de la Jura de la Independencia desapareció del subconsciente de todos los monarquistas la posibilidad de que el entroncamiento de una dinastía en el Plata supusiere también la garantía de la independencia. Se podía seguir buscando un rey, pero ya el trono no sería un compromiso con la potencia extranjera cuya casa reinante suministrara el príncipe que hubiera de ocuparlo. El peligro de un protectorado disimulado había pasado porque los elementos más conservadores de la sociedad, asistentes al Congreso de Tucumán, habían comprendido acaso que ese peligro no consistía tan sólo en la enajenación encubierta de la soberanía sino en que, además, algunos espíritus querían la monarquía en tanto cuanto sirviera de prenda, de seguridad y de afianzamiento, de la obra innovadora y revolucionaria, con la que aquéllos no manifestaban mayor simpatía.
Tan fue la ciencia de este peligro lo que determinó la declaración secesionista, que el día de la jura se agregó que la independencia no sólo se refería a Fernando VII sino a cualquier otra dominación extranjera, pues corrieron especies de que el país fuera entregado a los portugueses. Agréguese la discusión sobre la monarquía incaica, proyecto que contó con la aquiescencia general, y se comprenderá cómo el Congreso estaba dominado por el temor al reflujo innovador que venía de Buenos Aires y que podía venir aún más robustecido bajo una monarquía importada y condicionada.
Fundado es el asombro de Mitre ante las aparentes contradicciones de una asamblea conservadora o acaso reaccionaria, según el historiador, que sin embargo da el paso más avanzado y radical de todos los acontecimientos ocurridos en el país desde 1810. Basta observar que la Asamblea del año XIII, que legisló sobre derechos cuya elucidación costó en Norteamérica ríos de sangre (hablamos de la esclavitud), no se atrevió ni siquiera a considerar la cuestión de la independencia ni los planes constitucionales que fuéranle sometidos.
Fundado es el asombro, pero lo que parece un contrasentido no está exento de explicación. Como hemos visto, la independencia fue un movimiento de defensa de uno de los móviles que animaron la gesta de Mayo o de una de las interpretaciones que jugaron en los acontecimientos, de acuerdo con los intereses y mentalidad de los grupos que accionaron con esos móviles.
Nada de singular tiene el hecho de que una lucha civil determine un movimiento separatista, si se recuerdan algunas observaciones generales sobre esa clase de movimientos, puesto que en todos los casos siempre hay algún principio en cuestión cuando la colonia se alza contra la metrópoli; toda guerra de secesión es ideológica, porque no hay conflicto de intereses que rompa la armonía del imperio si previamente no se han puesto en conflicto dos conceptos opuestos de justicia en la distribución de los sendos intereses que benefician a la metrópoli y a la colonia. En el siglo XVII se puso en discusión la teoría mercantil de que una colonia era un territorio destinado a enriquecer la metrópoli, y, como expresara con lenguaje crudo Luis XVI al gobernador de la Martinica, las colonias debían ser establecimientos absolutamente comerciales. Durante mucho tiempo esa teoría satisfizo las conveniencias de colonos y colonizadores, pero llegó un momento en que Inglaterra, por ejemplo, no quiso hacer con Norteamérica lo que hizo después con Canadá y Australia, modificar la teoría mercantil por una mejor que amplía y contempla los intereses de ambas partes; por eso, el conflicto político interno entre conceptos dispares de colonización se transformó en una guerra nacionalista.
El Congreso de Tucumán transformó también la guerra doctrinaria en movimiento secesionista, para evitar el triunfo de teorías e ideologías que, dada la clase social y el origen de los Congresales, chocaban con la realidad nacional, a la cual en cierto modo representaban con inmejorables títulos.
En lo sucesivo, las fuerzas políticas porteñas o portuarias, que pugnaron por una mayor europeización o tecnificación del país para lograr su grandeza, se tuvieron que referir a estimativas de la cultura, para justificar y valorar sus convicciones y programas políticos. Pero el Estado argentino, en cuanto pretensión histórica de adquirir una personalidad en la constelación de nacionalidades, que precisamente en aquella hora decisiva tomaron alguna ordenación, el Estado argentino, digo, salió por virtud del Congreso de Tucumán con todas la aptitudes y atributos para ser tal. Las flaquezas, las concesiones o las desviaciones, serían siempre accidentes del devenir histórico, jamás una previsión de los fundadores.

* En «Acerca de una política nacional», 2ª edición publicada en «Ramón Doll», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T° V – Ediciones Dictio – 1975. La 1ª edición fue publicada por Ed. Difusión, Buenos Aires, 1939, con prólogo de Julio Irazusta que se incluye también en la 2ª edición mencionada.

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