«La Independencia vista por dentro» - Julio Irazusta (1899 -1982)
Ante un nuevo
aniversario de la declaración de nuestra independencia...
La agónica situación no amilanó
a los congresales de Tucumán, quienes desmintieron con su heroísmo el terrible
dicho de un aforista francés: «los cuerpos constituidos son cobardes». Es
verdad que fueron aguijoneados, como suele ocurrir, por las inculcaciones de un
gran hombre. San Martín, cuya capacidad política era apenas inferior a su genio
estratégico, no cesaba de presionar al diputado por Mendoza, Godoy Cruz, con
expresiones de extraordinario relieve, de las que prodigó en el curso de su
actuación: «¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia! ¿No le
parece una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda
nacional, y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree
dependemos? ¿Qué falta más que decirlo? Por otra parte ¿qué relaciones podremos
emprender, cuando estamos a pupilo, y los enemigos (y con mucha razón) nos
tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos? Esté V. seguro que nadie
nos auxiliará en tal situación. Por otra parte el sistema ganaría un 50 por
ciento con tal paso. ¡Ánimo que para los hombres de coraje se han hecho las
empresas (Mitre, Historia de San Martín,
IV, 287, 12/IV/16). «Yo no he visto en todo el curso de nuestra revolución, más
que esfuerzos parciales, excepto los emprendidos contra Montevideo, cuyos
resultados demostraron lo que puede la resolución. Háganse simultáneos y somos
libres...». «Y ¿quién hace los zapatos? me dirá V. Andemos con ojotas; más vale
esto que el que nos cuelguen, y peor que esto, el perder el honor nacional. Y
el pan ¿quién lo hace en Buenos aires? Las mujeres, y si no comeremos carne
solamente. Amigo mío, si queremos salvarnos es preciso hacer grandes
sacrificios»... «yo respondo a la nación del buen éxito de la empresa» (Ibid., IV,
288-292, 12/V/16). Como Godoy le contestara que la independencia no era soplar y hacer botellas, San Martín le contestó:
«Yo respondo a V. que mil veces me parece más fácil hacer la independencia que
el que haya un solo americano que haga una botella» (Ibid., IV, 293, 24/V/16).
Esa seguridad en sus pronósticos
debíase a que San Martín fue uno de los emancipadores que tuvieron más porvenir
en la cabeza, según la feliz expresión de Talleyrand sobre la profética
intuición de Choiseul, ministro de Luis XV. Si pese a la falta de ayuda
exterior, que sabía inalcanzable, el ánimo del Libertador no desmayaba, es
porque conocía los recursos de su país, y porque sabía que, de ser bien
manejados, serían suficientes para la empresa que aconsejaba. En estado de
espíritu similar estaban sin duda los congresales de Tucumán, muchos de los
cuales eran de los que habían participado en las invasiones inglesas, en los
sucesos de 1810 que nos dieron el primer gobierno propio y en las batallas
iniciales de la revolución que resultaron prolegómenos de la guerra
emancipadora. Todos ellos pertenecían al régimen y no podían carecer de la
conciencia de haber sido súbditos de un imperio mundial, y contemporáneos de la
reforma de 1776, que transformó a la colonia más pobre en la más rica, al punto
de que en 1809 el virreinato del Río de la Plata aportaba a la corona de España
más contribuciones financieras que los de Méjico y Perú.
Cuando se pertenece a una
comunidad capaz de las hazañas que estaban en la memoria de todos los
rioplatenses, las peores circunstancias no son sino desafíos a la voluntad
esclarecida, para manejarlas con éxito. Tales crisis suelen ser el trampolín desde
el que se salta a la grandeza, como pudo ocurrir si los epígonos de la empresa
hubiesen sido en todo tiempo, capaces de emular a los emancipadores, según lo
hizo la Confederación de Rosas ante la agresión anglo-francesa. Nadie expuso
mejor el contraste entre el tamaño material y el heroísmo, que Lord Bacon, en
un pasaje de sus Ensayos que he utilizado en otro de mis
escritos: «La grandeza de un Estado –dice el famoso canciller inglés– en tamaño
y territorio puede medirse, y la grandeza de las finanzas y las rentas
computarse. La población puede aparecer en multitudes; y el número y grandeza
de las villas y ciudades, en tarjetas y mapas. Pero con todo, no hay entre los
asuntos civiles nada más sujeto a error, que una recta apreciación y verdadero
enjuiciamiento del poder y las fuerzas de un Estado. El reino de los Cielos se
compara, no a ningún gran carozo o nuez, sino a un grano de mostaza; que es uno
de los granos menores, pero tiene en sí la propiedad y el hábito de crecer y
expandirse con rapidez. Así hay Estados, grandes en territorio, y sin embargo,
incapaces de crecer o mandar; y algunos que, pese a la pequeñez de su tallo,
son sin embargo capaces de cimentar grandes monarquías. Ciudades amuralladas,
arsenales repletos, buenas razas equinas, carros de combate, elefantes,
ordenanzas militares, artillerías y cosas por el estilo; todo esto no es sino
la oveja con piel de león, a no ser el linaje y la disposición del pueblo a ser
firme y belicoso».
No es que a los
argentinos, ya constituidos en nación independiente nos faltase espíritu
bélico. En casi 100 años de guerras civiles e internacionales probó al
contrario, nuestro pueblo, según lugar común que tuvo vigencia hasta principios
del siglo XX, que éramos por antonomasia la tierra del coraje. Pero esa virtud
no fue manejada con la inteligencia requerida para el éxito. Y si bien
ganábamos batallas, perdíamos las paces. Y luego de llevar a cabo, en la
empresa de la emancipación, una epopeya sin paralelos en los anales de la
humanidad, gracias a un espacio geopolítico privilegiado inicial, dejamos
achicarse el territorio en un tercio, y llegamos a la triste situación en que
nos hallamos. Causa primera: la ideología que prevaleció en la dirección de la
empresa (salvo la única excepción de la época de Rosas), ideología que aun
carcome el espíritu nacional.
En «Revista Cabildo», 2ª Época, Año
I, N° 1, Buenos Aires, 6 de agosto de 1976, p. 26.
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