3° - «Autodestrucción de la Democracia» - César E. Pico (1895-1967)
Quienes
aceptan los dogmas de la democracia liberal suelen desdeñar los ataques de sus
adversarios como si fueran lucubraciones teóricas desprovistas de contenido. «No
se puede luchar –exclaman– contra la corriente inexorable del tiempo»: en esa
frase se resume una jactancia de victoria que les imposibilita atender con el
reposo debido las objeciones que se les formula. La frase, sin embargo,
implica, para los demócratas, una pavorosa contradicción. Aceptemos, en efecto,
la realidad de esa corriente histórica que imprime un cierto carácter de
necesidad a los acontecimientos y fijemos nuestra atención en los hechos mismos
y en su concatenación causal. La experiencia nos demuestra entonces que aquella
necesidad no expresa una ley metafísica ineluctable sino que representa un
proceso dialéctico cuyo desenvolvimiento depende de la permanencia de ciertas
causas o principios. Descoyuntada la unidad espiritual de la antigua
cristiandad, aparecieron con la Reforma y el Humanismo renacentista los gérmenes
de la decadencia moderna. Durante dos siglos el desarrollo del escepticismo
inoculado, preparó el advenimiento del liberalismo filosófico que precedió a la
revolución francesa. Los derechos de la verdad fueron substituidos por los
derechos del parecer individual, tanto más estimables cuanto el escepticismo
había destruido el prestigio de la verdad objetiva, último fundamento válido –inclusive
en el orden analógico– de toda cultura de estirpe tradicional. Semejante
revolución en los espíritus ¿podía quedar sin repercusión en la estructura política?
Al «aislamiento del alma» correspondió el aislamiento y la autonomía de los
individuos como entidades jurídicas. Así fueron proclamados los «Derechos del
Hombre» y se constituyó el individualismo democrático. La voluntad individual,
fruto de cualquier capricho y expresada en la mayor suma de sufragios, sería
desde entonces la fuente exclusiva del derecho público. No puede extrañar que
los factores económicos cobraran luego una preponderancia exorbitante en el
desarrollo social, por la sencilla razón de que su íntima vinculación con las
necesidades más apremiantes y con el egoísmo de los individuos los convertiría
en el móvil inmediato de casi todos sus actos. De esta suerte la riqueza,
distribuida desigualmente, aumentó el poderío de algunos individuos frente a
otros y facilitó los abusos del régimen capitalista.
¿Qué
importaba entonces la igualdad teóricamente proclamada en el orden político
ante la desigualdad irritante que surgía en el orden económico? La dialéctica
del proceso identificaría los ideales igualitarios de la democracia con las
aspiraciones del socialismo. La democracia conduce al socialismo no obstante el
carácter reaccionario de éste respecto al individualismo capitalista
desarrollado por aquélla. Mientras la república esté en manos de mayorías,
literalmente ajenas a las oligarquías poseedoras de la riqueza, las tendencias
igualitarias han de traducirse en un incremento progresivo de la fuerza socialista.
¿Que el socialismo exacerbe en todas partes las dificultades económicas y sea
un poderoso factor de inflación; que lejos de satisfacer los deseos de
bienestar resulte luego contraproducente? Esa experiencia será inaccesible al
hombre-masa, víctima de sus impulsos primarios inspirados en el resentimiento.
Además no debe asombrarnos que el socialismo origine grandes crisis económicas
lo que en el fondo pretende es la destrucción de la sociedad capitalista. Ahora
bien; el mundo moderno ofrece esta doble característica: por un lado
pretende la igualdad económica, mediante
la socialización de los medios de producción, vale decir, mediante el
socialismo; por otro lado, las dificultades económicas aumentan en la medida en
que cobran influencia las doctrinas socialistas. El hombre-masa persistirá en
sus afanes igualitarios sin comprender intelectualmente la causa de su error.
Poseedor de la fuerza mayoritaria y poseído por sus instintos primarios se
lanzará sin temor al comunismo no bien la crisis llegue a su período de fastigium. El ejemplo de Kerensky
barrido por Lenín puede representar una profecía.
Ahora bien:
el comunismo es incompatible con la democracia, y la dialéctica del proceso
histórico que hemos bosquejado es la dialéctica de la autodestrucción de la
democracia. Por eso decíamos, al comenzar este artículo, que la frase: «No se
puede luchar contra la corriente» empleada jactanciosamente por los demócratas para
combatir a la «reacción», importaba en ellos una actitud contradictoria y suicida.
La ceguera contemporánea
juzgará excesivamente pesimista la perspectiva que hemos trazado. Ella se
justifica, empero, ante los hechos. Y no en vano hemos comparado a gérmenes
infecciosos los principios de decadencia que trajeron el Renacimiento y la
Reforma. Porque así como los
microorganismos patógenos exaltan su virulencia por sucesivas inoculaciones
seriadas en los animales receptivos, así el módulo de aceleración del proceso
histórico descripto acusa una progresión geométrica. Dos siglos de
escepticismo, un siglo de liberalismo filosófico, y un siglo de democracia,
socialismo y comunismo, dan una imagen de esta precipitación catastrófica. ¿Se
quiere la contraprueba? Miremos hacia el Oriente. Pueblos como la China,
recostados en una tradición milenaria, no pueden importar las ideologías
occidentales modernas sin que se desarrolle el proceso descripto hasta las
actuales convulsiones comunistas.
Esta es la
profunda realidad política que no ven los espíritus superficiales. De ella se
desprende el sentido auténtico de la «reacción» que no es una regresión
temporal hacia el pasado porque el tiempo es irreversible, sino una
continuación de los principios espirituales que forjaron la antigua gloria
medieval, y que, capaces de informar la vida contemporánea con todo lo que
tiene de aceptable, pueden inaugurar lo que Berdiaeff ha denominado «una nueva
edad media».
* En «Revista Número», Buenos Aires, N° 20, Agosto
de 1931.
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