«Toque de diana» - Rafael García Serrano (1917-1988)

El próximo domingo –18 de julio– se cumple un nuevo aniversario del Alzamiento Nacional producido en España en 1936. Vaya, pues, esta publicación en homenaje a todos aquellos jóvenes que aquel día, con entusiasmo y valor, empuñaron las armas en defensa de Dios y de la Patria.

Y nació como todos lo habíamos previsto. Con vuelo de estandartes y de golpe y porrazo. Así: pero todavía con un gesto más antiguo que el de los ojos de las mujeres novias. Parecía como que el aire estaba agujereado de gritos y asaltos y vivas banderas. Algunos hombres tenían la sorpresa junto a la boca. Todos eran mayores de cuarenta años. En cambio, los jóvenes sabían el Himno y el rito y la noticia. Muchos habían pasado por el Hospital y la Cárcel. Otros por el dolor de los amigos. Y todos por la lucha universitaria. Los puñetazos heroicos junto a las aulas eran comunes. Y trofeo. Por eso, cuando aquella mañana del 19, el joven –todos los jóvenes de la Ciudad– saltó de su cama intranquilo y febril, sin despertadores de ir a clase; con ese otro despertador de las trompetas y los tambores, no iba en busca de exámenes de Humanidades o Ciencias, sino en busca del título de Varón Soldado. A mostrar al sol tempranero su camisa azul título de Vasconia. A salir hacia Madrid. Hacia donde la Patria reclamase un parapeto de pechos exaltados. El Joven –todos los jóvenes de la Ciudad– marchó a Capitanía, un poco extrañado y muy alegre de ver en los escaparates sin desperezar el triunfo de su camisa azul. Los guardias lo miraban con cascos paternales. Y el joven –que había sido surrealista– se esforzaba en no ver lágrimas en el casco del guardia. Dos generaciones estaban frente a frente en el reducto mismo de la Ciudad. Una la del joven y otra la del señor que lo miraba y remiraba, bastón bajo el brazo, diciendo atónito en su interrumpida Misa:

–Si estos chicos no fuesen tan poco católicos.

El joven penetró, después de alzar su brazo frente a la Capitanía, intentando causar sus ganas de saludo, en una Iglesia. Oró brevemente. Con lágrimas. Porque al decir la frase graciosa: Y bendita Tú eres entre todas las mujeres, pensó en la Madre y en la Hermana y en la Novia. Las tres recién levantadas y alegres e ignorantes, casi la tarde anterior se había confesado. El sacerdote, que era sabio y viejo le dijo:

–Los que vais a morir en defensa de la Patria lo hacéis en el Santo Nombre de Dios Padre. Aprende hijo mío la consigna de la oración. Y que ningún peligro te sorprenda en pecado de cobardía o de vicio.

Por eso el joven oró brevemente y salió, otra vez a la calle. Porque ya se oían cánticos y era preciso andar y andar. Y reunirse en el punto que los jefes señalaron en días anteriores.

Esto lo aprovechó el señor del bastón para gritar Viva España y volver a decir:

–Bastón amigo: si estos jóvenes no fueran tan poco católicos...

En la Plaza Circular ya sonaban frases exactas y ardían iluminados brazos en alto. Allí estaba el joven –todos los jóvenes de la Ciudad–. Ignorante del juego abría la prensa con avidez. El General Franco y el General Mola. Burgos es nuestro. Y Asturias. Por fin lo que expresaba: Esta tarde saldrán hacia Madrid fuerzas del Ejército, de la Falange y del Requeté. Y entonces hubo un gozoso advenimiento de despedidas. Todos estaban conformes en la misma frase: Adiós. Esta tarde voy a Madrid. Pero no sé quién dijo: Mañana a la mañana entraremos en Madrid. Habrá tiros urbanos. Largo Caballero decretó anoche la huelga.

(El joven se acordó de la nerviosa tarde anterior. Estuvo esperando la cita suprema, completa su tensión de ansiedades heroicas. Y no llegó. Aquella noche había verbena madrileña o epitafio con olor a churros, de las fiestas. Por si acaso se entrenó en las casetas de Feria tirando con humilde carabina. Decía: Escucha; este es el que vende Mundo Obrero: este el chulo que quiso matar a un camarada. Y hacía completa diana. Después la verbena no vino. Pero el joven se acordará toda la vida de unos disparos. Y del paso de cuatro Guardias civiles y un corneta por la Calle Mayor hacia la Capitanía).

Cruzó una bandera, doblada, en las manos de un camarada. Y el joven buscó el asta. Por fin la Cámara del Comercio, que estaba en las horas de la limpieza la dio al joven, y con la bandera al frente, marcharon los camisas azules hacia su objetivo de desahuciados: buscar un hogar. Y aquel había de ser, por imperativo de la madrugada este: Izquierda Republicana. También allí se necesitaba la escoba. Nadie sabía si aquel centro estaba o no ocupado. Dos pistolas ametralladoras, pues, delante. Y más adelante la bandera. La puerta cedió de una patada solemne, casi protocolaria. Y los ocho primeros camaradas llenaron de gritos el local vacío. No tuvieron coraje, sus dueños, ni para defenderlo. Y luego el balcón, sobre la Plaza. Con manos gozosas e indignadas un estúpido letrero cayó, roto, sobre el asfalto. Y un retrato. Y un busto excitante. Y una bandera. Ya estaba limpio el local y la Falange tenía abierta su casa para recibir a los camaradas de los pueblos que venían, por escuadras, en camiones descubiertos. Todos con el mismo himno y el mismo gesto y el mismo grito: ¡Arriba España! Fueron aquellas siete de la mañana las horas más gloriosas que jamás vio el cielo despejado.

* En «Revista Jerarquía», Número 1, Invierno MCMXXXVI

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