1° «Antidemocracia» - César E. Pico (1895-1967)
Así puede considerarse la
doctrina política llamada democracia; por un lado tenemos la noción abstracta
de la democracia como forma de gobierno, y por otro la democracia realizada en
la historia y especialmente en nuestros tiempos.
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Es elemental la definición de
democracia como simple forma de gobierno. Como lo indica la misma etimología de
la palabra, la democracia consiste en el ejercicio de la soberanía, en su
expresión concreta, por el pueblo mismo o sus representantes, con prescindencia
absoluta de toda calificación, de toda aptitud diferencial y natural para el
gobierno que puedan tener los individuos que integran la colectividad. Decimos
«ejercicio de la soberanía en su expresión concreta» que es el gobierno, para
distinguirlo de la posesión informe e inmediata de la soberanía que toda la
tradición acuerda al pueblo sin que ello implique democracia. Así, el pueblo
puede prestar expresa o tácitamente su asentimiento a una monarquía o a una
aristocracia renunciando él mismo a la asunción concreta del poder. En las
verdaderas democracias no hay reconocimiento de mando: la misma comunidad lo
ejerce directamente (democracia pura) o indirectamente (democracia
representativa). Pero aún en este último caso no se trata de un reconocimiento
sino de una delegación transitoria sometida al referéndum popular por medio del
sufragio de los ciudadanos. El reconocimiento supone una calificación previa de
ciertos individuos destinados a gobernar por propia aptitud; supone la función
gubernativa inherente a una casta determinada por la misma naturaleza y que
podríamos denominar estrictamente vocacional. Tal es, p. ej. la casta de los
Kshatriyas en la India.
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La democracia, por consiguiente,
implica el desconocimiento de las castas o sea de las funciones sociales como
atributo vocacional de cierta clase de personas. En ese sentido la forma
democrática del poder implica una ruptura con el espíritu tradicional de las grandes culturas. Sin embargo, desde
un punto de vista teórico, la democracia como forma de gobierno contiene
todavía ciertas posibilidades que impiden condenarla a priori. El fundamento teórico del sistema conserva, en efecto, un
mínimum, de principios susceptible de producir buenos resultados. Comencemos
por declarar que la participación del pueblo en el gobierno no puede negarse
cuando se trata de aquellas cuestiones que le interesan privativamente, y que
hasta en la misma constitución concreta del Estado el asentimiento de la
comunidad es imprescindible, ya sea expreso, ya sea implícito. No queremos
decir que el hecho mismo del Estado, considerado abstractivamente, tenga por
causa un convenio positivo o un contrato social de parte de los hombres, porque
la naturaleza social del ser humano impone la existencia del gobierno como una
necesidad incontrastable. Lo que afirmamos, con toda la tradición de la cultura
perenne, luminosamente compendiada en el común parecer de los teólogos, es que
la soberanía –cuyo fundamento es divino a fuer de exigido por la naturaleza–
reside inmediatamente en el pueblo, el cual presta su consentimiento, expreso o
tácito, a las personas encargadas de ejercer la autoridad. Pero por el hecho
mismo de fundamentarse la soberanía en el derecho natural se deduce que la
soberanía popular no es absoluta: no puede hacer caso omiso o contrariar los
postulados del bien común o los derechos inalienables de los individuos.
Tampoco debemos olvidar que si el pueblo es una realidad primordial, poseedora
de derechos y de la soberanía informe, también el Estado, abstractamente
considerado es una realidad coexistente con su soberanía formal y sus derechos
propios derivados de sus obligaciones. Así, el pueblo no puede rechazar
lícitamente las gestiones de un gobierno que se justifica a sí mismo mediante
el cumplimiento de sus deberes fundamentales, a saber, la promoción del bien
común y la protección eficaz de los derechos individuales y sociales
anteriores, en el orden jurídico y en el ontológico, a la existencia misma de
la autoridad pública.
El reconocimiento de estos
principios, indispensables para salvaguardar el derecho común y el orden
colectivo, permite considerar teóricamente compatible a la forma democrática
con la eficiencia gubernativa. De ahí que la Iglesia se abstenga de condenar a
los gobiernos legítimos cualquiera que sea su forma.
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Pero una cosa es hablar de la
democracia de una manera abstracta y especulativa, y otra referirse a la
realidad concreta de la misma, especialmente en la actualidad. En este sentido
cabe distinguir todavía las aspiraciones democráticas hacia una mayor justicia
social, y la nueva expresión jurídica que de hecho reivindica.
Como aspiración de justicia la
democracia moderna ofrece, a su vez, un doble aspecto. Mientras por un lado se
levanta como una legítima protesta contra las irritantes desigualdades
fomentadas por el egoísmo, contra la opresión multiforme de todas las tiranías
y trata de realizar la convivencia humana infundiendo un sentido cristiano de
la vida, por otro destila el veneno del resentimiento plebeyo y pretende
nivelar rastreramente las naturales e imprescindibles jerarquías que
fundamentan el orden y la armonía sociales. Son precisamente los hombres
generosos y de buena voluntad quienes más deben precaverse contra las
exhalaciones pestilentes del democratismo plebeyo. Llevados por su noble
temperamento sólo advierten el aspecto justiciero del espíritu democrático y
consideran prácticamente inexistente el criminal cuchillo nivelador empuñado
por la envidia y las bajas pasiones. Y más aún deben advertir la abominable
índole jurídica de la democracia actual como expresión política. En efecto, la
democracia contemporánea se identifica con el dogma de la soberanía absoluta
del pueblo. Ya no se reconoce un derecho natural inviolable, sino que se asigna
a la imposición mayoritaria el carácter de un derecho único capaz de violentar
hasta las más sagradas exigencias de la ética y el derecho naturales. Derecho
único e identificado en substancia con la fuerza numérica; derecho
exclusivamente convencional y positivo; derecho puramente popular: tal es la
triple negación del Estado como realidad coexistente con la comunidad y
poseedor de derechos específicos; de la moral como norma previa, impuesta por la
naturaleza a la conducta humana; y del derecho divino positivo sancionado por
Dios y la auténtica autoridad espiritual.
Allí está oculto el germen de la
más repulsiva tiranía, porque cuando el derecho llega a confundirse con la
fuerza mayoritaria, no hay razón alguna que pueda contener sus caprichos y
pretensiones.
Ninguno que conozca el proceso
involutivo que desde hace siglos padece la cultura occidental dejará de
reconocer que éste es el término inexorable a que nos ha conducido el
escepticismo filosófico, origen a su vez del liberalismo. Desde que la verdad
dejó de ser considerada como una captación objetiva del ser o de las cosas,
para transformarse en un simple parecer individual, fue fácil concluir que
tanto vale el parecer de un hombre como el de otro. Así se introdujo en la
mentalidad moderna esa bochornosa superstición de la tolerancia que no es más
que una inaudita indiferencia entre el error o la verdad. De ahí que la
democracia, fruto de ese estado de espíritu liberal, identifique la verdad y la
justicia públicas con las sanciones mayoritarias y haya renunciado a
encontrarlas por el método tradicional que busca la verdad y la justicia
objetivas, el esplendor multifacetado de la Primera y Subsistente Realidad.
* En «Revista Número», Buenos Aires, N° 17, Mayo de 1931.
Continuará...
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