1° «Antidemocracia» - César E. Pico (1895-1967)

Agitado una vez más en la Argentina el avispero partidocrático y electoral, es bueno recordar los principios universales que al respecto nos señalaron nuestros mayores. Hemos de publicar entonces, en el transcurso de esta semana, tres esclarecedores artículos del mismo autor referentes a la Democracia, y que, no obstante escritos hace noventa años, estimamos de rigurosa actualidad.

Hay dos maneras legítimas de considerar una teoría política. Se puede abstraer su contenido esencial y considerarlo teóricamente y se puede estudiar ese mismo contenido sin separarlo de la realidad histórica que lo encarna. En el primer caso la valoración depende no sólo de la veracidad doctrinaria, sino principalmente de la posibilidad de eficacia que dicha doctrina pueda ofrecer a la mirada escrutadora de la prudencia. En el segundo caso la valoración se ejerce sobre una realidad o complejo histórico y, por consiguiente, hinca sus raíces en el humus fecundo y oscuro de los hechos.

Así puede considerarse la doctrina política llamada democracia; por un lado tenemos la noción abstracta de la democracia como forma de gobierno, y por otro la democracia realizada en la historia y especialmente en nuestros tiempos.

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Es elemental la definición de democracia como simple forma de gobierno. Como lo indica la misma etimología de la palabra, la democracia consiste en el ejercicio de la soberanía, en su expresión concreta, por el pueblo mismo o sus representantes, con prescindencia absoluta de toda calificación, de toda aptitud diferencial y natural para el gobierno que puedan tener los individuos que integran la colectividad. Decimos «ejercicio de la soberanía en su expresión concreta» que es el gobierno, para distinguirlo de la posesión informe e inmediata de la soberanía que toda la tradición acuerda al pueblo sin que ello implique democracia. Así, el pueblo puede prestar expresa o tácitamente su asentimiento a una monarquía o a una aristocracia renunciando él mismo a la asunción concreta del poder. En las verdaderas democracias no hay reconocimiento de mando: la misma comunidad lo ejerce directamente (democracia pura) o indirectamente (democracia representativa). Pero aún en este último caso no se trata de un reconocimiento sino de una delegación transitoria sometida al referéndum popular por medio del sufragio de los ciudadanos. El reconocimiento supone una calificación previa de ciertos individuos destinados a gobernar por propia aptitud; supone la función gubernativa inherente a una casta determinada por la misma naturaleza y que podríamos denominar estrictamente vocacional. Tal es, p. ej. la casta de los Kshatriyas en la India.

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La democracia, por consiguiente, implica el desconocimiento de las castas o sea de las funciones sociales como atributo vocacional de cierta clase de personas. En ese sentido la forma democrática del poder implica una ruptura con el espíritu tradicional  de las grandes culturas. Sin embargo, desde un punto de vista teórico, la democracia como forma de gobierno contiene todavía ciertas posibilidades que impiden condenarla a priori. El fundamento teórico del sistema conserva, en efecto, un mínimum, de principios susceptible de producir buenos resultados. Comencemos por declarar que la participación del pueblo en el gobierno no puede negarse cuando se trata de aquellas cuestiones que le interesan privativamente, y que hasta en la misma constitución concreta del Estado el asentimiento de la comunidad es imprescindible, ya sea expreso, ya sea implícito. No queremos decir que el hecho mismo del Estado, considerado abstractivamente, tenga por causa un convenio positivo o un contrato social de parte de los hombres, porque la naturaleza social del ser humano impone la existencia del gobierno como una necesidad incontrastable. Lo que afirmamos, con toda la tradición de la cultura perenne, luminosamente compendiada en el común parecer de los teólogos, es que la soberanía –cuyo fundamento es divino a fuer de exigido por la naturaleza– reside inmediatamente en el pueblo, el cual presta su consentimiento, expreso o tácito, a las personas encargadas de ejercer la autoridad. Pero por el hecho mismo de fundamentarse la soberanía en el derecho natural se deduce que la soberanía popular no es absoluta: no puede hacer caso omiso o contrariar los postulados del bien común o los derechos inalienables de los individuos. Tampoco debemos olvidar que si el pueblo es una realidad primordial, poseedora de derechos y de la soberanía informe, también el Estado, abstractamente considerado es una realidad coexistente con su soberanía formal y sus derechos propios derivados de sus obligaciones. Así, el pueblo no puede rechazar lícitamente las gestiones de un gobierno que se justifica a sí mismo mediante el cumplimiento de sus deberes fundamentales, a saber, la promoción del bien común y la protección eficaz de los derechos individuales y sociales anteriores, en el orden jurídico y en el ontológico, a la existencia misma de la autoridad pública.

El reconocimiento de estos principios, indispensables para salvaguardar el derecho común y el orden colectivo, permite considerar teóricamente compatible a la forma democrática con la eficiencia gubernativa. De ahí que la Iglesia se abstenga de condenar a los gobiernos legítimos cualquiera que sea su forma.

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Pero una cosa es hablar de la democracia de una manera abstracta y especulativa, y otra referirse a la realidad concreta de la misma, especialmente en la actualidad. En este sentido cabe distinguir todavía las aspiraciones democráticas hacia una mayor justicia social, y la nueva expresión jurídica que de hecho reivindica.

Como aspiración de justicia la democracia moderna ofrece, a su vez, un doble aspecto. Mientras por un lado se levanta como una legítima protesta contra las irritantes desigualdades fomentadas por el egoísmo, contra la opresión multiforme de todas las tiranías y trata de realizar la convivencia humana infundiendo un sentido cristiano de la vida, por otro destila el veneno del resentimiento plebeyo y pretende nivelar rastreramente las naturales e imprescindibles jerarquías que fundamentan el orden y la armonía sociales. Son precisamente los hombres generosos y de buena voluntad quienes más deben precaverse contra las exhalaciones pestilentes del democratismo plebeyo. Llevados por su noble temperamento sólo advierten el aspecto justiciero del espíritu democrático y consideran prácticamente inexistente el criminal cuchillo nivelador empuñado por la envidia y las bajas pasiones. Y más aún deben advertir la abominable índole jurídica de la democracia actual como expresión política. En efecto, la democracia contemporánea se identifica con el dogma de la soberanía absoluta del pueblo. Ya no se reconoce un derecho natural inviolable, sino que se asigna a la imposición mayoritaria el carácter de un derecho único capaz de violentar hasta las más sagradas exigencias de la ética y el derecho naturales. Derecho único e identificado en substancia con la fuerza numérica; derecho exclusivamente convencional y positivo; derecho puramente popular: tal es la triple negación del Estado como realidad coexistente con la comunidad y poseedor de derechos específicos; de la moral como norma previa, impuesta por la naturaleza a la conducta humana; y del derecho divino positivo sancionado por Dios y la auténtica autoridad espiritual.

Allí está oculto el germen de la más repulsiva tiranía, porque cuando el derecho llega a confundirse con la fuerza mayoritaria, no hay razón alguna que pueda contener sus caprichos y pretensiones.

Ninguno que conozca el proceso involutivo que desde hace siglos padece la cultura occidental dejará de reconocer que éste es el término inexorable a que nos ha conducido el escepticismo filosófico, origen a su vez del liberalismo. Desde que la verdad dejó de ser considerada como una captación objetiva del ser o de las cosas, para transformarse en un simple parecer individual, fue fácil concluir que tanto vale el parecer de un hombre como el de otro. Así se introdujo en la mentalidad moderna esa bochornosa superstición de la tolerancia que no es más que una inaudita indiferencia entre el error o la verdad. De ahí que la democracia, fruto de ese estado de espíritu liberal, identifique la verdad y la justicia públicas con las sanciones mayoritarias y haya renunciado a encontrarlas por el método tradicional que busca la verdad y la justicia objetivas, el esplendor multifacetado de la Primera y Subsistente Realidad. 

* En «Revista Número», Buenos Aires, N° 17, Mayo de 1931.

Continuará...

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