«Los denarios que se me dieron» – Juan Antonio Ballester Peña (1895-1978)
Dentro de esta trayectoria
trataré de justificar, si así conviene decir, mi posición, tanto dentro del
arte cristiano como de mis incursiones por el campo de las manifestaciones
plásticas puramente profanas. Ambas trayectorias trato de unir en la
realización de mi obra, porque ambas, a pesar de su aparente divorcio, son
manifestaciones de la vida misma, y no tienen motivo para ser encasilladas en
manierismos o en especialidades que sólo conducen a la funesta opinión de que
únicamente puede haber religiosidad en la imagen de un mártir, y no en la vida
misma del hombre.
Siendo, pues, el artista –y lo
doy ya por sentado– antes que artista, hombre, el artista de hoy lo será si
está ubicado en el mundo, en este mundo actual, ya sea para seguir su curso de
materia y destrucción, o elegir el de espíritu y vida. Ha de comprender, y
luego luchar, por la conquista de su serenidad, don imprescindible para
completar su destino y vocación. Necesita, como el soldado, sus armas de lucha,
que son: el conocimiento de la materia, la artesanía, para el uso de las
herramientas, y sobre todo, el misterio de la Cruz, que confiere la fuerza y en
principio la serenidad; la Cruz, que es la plenitud de la austeridad.
Para cualquier acto que
signifique esta conquista –y esto no es una apreciación ligera– es necesario
comportarse como héroe. Aprisionar la belleza –como es un acto de conquista– es
también, con todas sus variantes, un acto heroico, que necesita un
comportamiento heroico. Las búsquedas, los fracasos, los triunfos, son siempre
motivo de batallas ganadas o perdidas que siempre dejan enseñanzas en la vida
del artista y abren caminos para, sobre ellos, marchar en procura de su más
caro ideal: fundir su espíritu con la materia recreada.
Es muy natural también para la
sensibilidad del hombre, que el mayor brillo o el calor de un astro o de una
estrella, le detenga y le subyugue, pero es por propia particularidad sensible;
por comparación con los elementos semejantes que le rodean y como un acto de
distinción; pero nunca tiene la emoción y la grandeza de un cielo totalmente
estrellado. Así, al contemplar la belleza, como al contemplar un cielo
totalmente estrellado –que es vestigio de Dios–, si nos detenemos en lo ínfimo,
no disminuye lo que de Dios viene, sino que disminuye la contemplación.
La causa del mundo y su belleza
es, entonces, necesariamente inteligente, y son buenas las cosas que placen
pura y simplemente a una cualquiera de nuestras tendencias, y son bellas las
que placen a la vista y al oído. Lo bello corresponde tan sólo a nuestras
potencias superiores, y el placer de la belleza es un placer de las facultades
superiores ordenadas al conocimiento, y se refiere, por consiguiente, al
aspecto o al conocimiento del objeto en el cual aquellas tendencias puedan
hallar un descanso. Cuando place la belleza, y esto no es nada nuevo,
sensaciones de otra naturaleza –hablo del caso particular de las artes
plásticas– pueden acompañar a las visuales y obrar sobre éstas en una especie
de mezcla de impresiones que disponen, sin duda alguna, para experimentar mejor
el goce de mirar.
Es claro, también, que las
sensaciones que el hombre experimenta fuera de sus facultades superiores,
carecen por sí solas de valor alguno estético, como las sensaciones visuales
por sí solas no pueden constituir una verdadera sensación de belleza. Para que
haya belleza se precisa el conocimiento de algo inteligible, y la percepción de
esa belleza es una percepción del orden, de la armonía consustancial con la
idea que se encarna en la materia; idea que, gracias a que es armónica, brilla
sobre las partes proporcionadas. Consecuentemente, entonces, se desprende que,
siendo la inteligencia a la que puede crear o percibir la armonía, el placer de
la belleza es un placer de la inteligencia.
Siempre en este mismo marchar por los caminos trazados por Santo Tomás, se puede repetir aquello que el santo considera como caracteres indispensables a toda belleza. Dice Santo Tomás que los caracteres indispensables a toda belleza son el resplandor o claridad, la armonía o proporción; la integridad. Quiere decir entonces que la belleza de una parte cualquiera se considera en la proporción de su todo, y San Agustín dice que «toda parte que no conviene en su todo, es viciosa», lo que abona en el sentido de que el todo no puede existir si no está compuesto de partes que le son proporcionadas, y la buena disposición de las partes se toma por su comportamiento con el todo. De ahí que la belleza sea una relación constante de proporciones, iluminada por su forma.
En resumen, el artista obra mediante
una forma; una idea que le sirve siempre de modelo para la recreación, una
forma tranquila que, al ser representada, contagia la obra por el resplandor de
la forma, por la luminosidad del ambiente y, sobre todo, por la animación de la
imagen.
Empero, para ser viviente no se
precisa movimiento de formas, de líneas o color que son expresiones exteriores,
sino volcar en cada pedazo de la materia recreada un pedazo del espíritu del
artista. Es natural que el movimiento exterior de formas, líneas o color, pueda
enriquecer la obra y agrandar la idea, pero no es indispensable, y estorba, en
cambio, todo movimiento que, exagerado o no, rompa la unidad. Las obras de arte
no son bellas por una manera vieja o nueva de expresar una idea, pues, como se
ha dicho, los cánones, las reglas, las proporciones, son funciones de la obra
misma, y las obras son bellas a su manera, y no respecto a cualquier forma
antigua o nueva u original. Si el arte ha de ser viviente para que resplandezca
la belleza, el artista debe buscar siempre servir una idea viviente, es decir,
crear con su época, vivir con su época y servir a la eternidad con su época.
Las sensaciones de una época no
corresponden al espíritu de otra. De aquí que formas usadas no sean propias
para expresar la sensibilidad nueva. Sólo la mediocridad, por un sentimiento de
autodefensa, se empeña en una lucha cruenta por evitar el avance, pero al final
será inútil toda resistencia: debe dar paso a la victoria y esconder su
ridícula vejez. Y este será el experimento doloroso del artista que no llegara
a comprender su actualidad y se instalara cómodamente, burguesamente,
servilmente junto al pasado, para expresarse. Si entrega su espíritu a la
caducidad del pasado, la obra que sale de sus manos será opaca. Ya es una
lección perfecta aquella parábola de Nuestro Señor Jesucristo, de los vinos
nuevos y los odres viejos.
Para volver a crear alrededor
del arte la atmósfera espiritual que le da existencia, nada mejor que la unión
de la imaginación creadora con el dogma cristiano; del arte con la Iglesia. El
mundo habitado por el arte será nuevamente transparente mediante la religión, y
la reunión de ambas será el síntoma de una renovación de la vida religiosa
misma. Que todo lo que es figurativo se transfigura; que toda la expresión sea
una encarnación. La transfiguración no es obra de la razón calculadora; es
milagro siempre nuevo, y la encarnación es otro milagro aún más milagroso.
La lógica del arte es la misma
que la de la religión: en el arte, la lógica es condición primera de su
existencia; la religión la da, como demostración de su verdad impenetrable, en
la medida accesible al hombre. Un sacramento puede ser llevado a cabo aún por
manos pecadoras: el arte se descompone, no porque el artista sea un pecador,
sino porque se rehúsa a llevar a cabo el sacramento. La creación artística
pudiera remotamente compararse, según cierto género de analogía, y Dios me
perdone si cometo una herejía, a la transustanciación del pan y del vino,
sublime obra de arte divino que está por encima de todo proceso químico, y que
no puede obtenerse en un laboratorio. Tal es mi posición en las obras que, con
las herramientas en las manos, produzco, con el afán de acrecentar los denarios
que se me entregaron en custodia.
* En «Revista Ortodoxia», Cursos de Cultura Católica - Buenos Aires, T° 15 - Abril de 1947, pág. 65-69.
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