«Lo sobrenatural y lo antinatural» - Gustave Thibon (1903-2001)

       Los hombres de mi generación se acuerdan del clima de angelismo y puritanismo que reinaba a principios de siglo en los medios católicos. Se olfateaba no sé qué mal olor de pecado en todo lo referente a las cosas carnales y materiales y parecía que el medio más seguro de agradar a Dios era desviarse de la naturaleza. Tal «morosidad» de la religión ha contribuido en gran parte a minar su influencia sobre los espíritus y es igualmente, una de la causas del retraso demasiado largo de los hombres de Iglesia en ocuparse de los problemas morales y sociales planteados por el brusco paso de una economía de penuria a una economía de abundancia.

Hoy predomina el abuso contrario: la naturaleza no sólo ha sido rehabilitada, sino exaltada hasta la apoteosis, y las viejas nociones de pecado, de penitencia y de sacrifico son sustituidas por las de dilatación, apertura, expansión, etc. Incluso se encuentran teólogos que, interpretando el Evangelio a través de Freud o Marx, se atreven a decirnos que la liberación de la sexualidad y el combate revolucionario constituyen medios privilegiados para ir hacia Dios...

Un único ejemplo: la virulencia de las actuales controversias acerca del celibato eclesiástico. Sé que no es ni una blasfemia ni una herejía plantearlo, en el sentido de pesar los pros y los contras. Lo que me inquieta no es que el problema se plantee, sino la atmósfera pasional –es decir, turbada y turbadora– en que se desarrollan las discusiones. No se pesan los pros y los contras; se exponen los argumentos sin orden ni concierto; lo blanco de ayer se convierte en lo negro de hoy y recíprocamente...

He aquí, por ejemplo, la razón que acaban de alegarme: nada que vaya en contra de la naturaleza podría acercar a Dios; ahora bien, la castidad absoluta es la negación de una necesidad natural, así pues, no tiene valor religioso. Respuesta: si por naturaleza entendéis el conjunto de las funciones y de las pulsiones de la vida animal, reconoced que el hombre civilizado –con sus técnicas, su cultura, sus costumbres, sus instituciones, etc.– se pasa la vida contradiciendo la naturaleza. Mientras escribo estas líneas, nuestros vendimiadores lanzan cohetes antigranizos hacia un cielo cargado de amenazadoras nubes. Sin embargo, ¿qué cosa más natural que una tormenta? Abro el periódico: me encuentro con el relato de la fabulosa aventura de los cosmonautas que han pisado el suelo lunar, en donde cada paso exige un fantástico equipo y cuesta millones de dólares. ¿A qué necesidades naturales, en el sentido biológico de la palabra, responde esto? ¿No nos invita más bien la buena naturaleza a no abandonar la atmósfera terrestre y su confortable gravedad? Y en cuanto al matrimonio, cuyos beneficios se desea extender al sacerdocio, ¿no impone también temibles frenos a los más naturales apetitos? ¿Qué cosa más normal, más espontánea que desear una mujer más joven y más bella que la que se tiene?

Examinemos la cuestión más de cerca. Encuentro que es hacer gala de una cómica inconsciencia defender, en este único punto, los imprescriptibles derechos de la naturaleza, mientras que, en tantos otros campos, se asiste con indiferencia, cuando no con benevolencia, a los peores atentados contra las leyes y las armonías naturales.

¿Qué peligro representa, para el equilibrio y la supervivencia de la humanidad, el celibato de unos individuos, frente a la inmensa ola de polución y de destrucción que rompe sobre el planeta? Los defensores de la salud natural quizá tengan bastante que hacer con la intoxicación física y moral debida al aire viciado, al ruido, a la química alimentaria, al exceso de trabajo, etc., como para tener que preocuparse desmesuradamente de las incidencias del voto de castidad.

Aún mejor. En lo que concierne a la misma sexualidad, ¿no se ve que los detractores del celibato eclesiástico reivindican el derecho de ciudadanía para las peores aberraciones: homosexualidad, sadismo, exhibicionismo, etc.? ¡Como si el desenfreno, que degrada al individuo sin servir a la especie, fuese más conforme a la naturaleza que la abstención!

El motivo es claro: todos los desafíos a la naturaleza se admiten, se reconocen, se animan mientras se trata de nuestra ciencia, nuestro poder, nuestro confort, nuestro placer, es decir, hasta nuestros vicios; sólo se sospecha de aquellos que tienen por objeto lo sobrenatural y lo divino. Se puede violar la naturaleza todo lo que se quiera, no se tiene derecho a superarla. Nos acostumbramos al sacrilegio y desconfiamos del sacrificio. Lo cual procede del rechazo o del olvido de lo sobrenatural, mucho más que del respeto y del celo por la naturaleza...

Por lo demás, es una constante psicológica e histórica que tal naturalismo conduce infaliblemente a la ruina de la naturaleza. Desde el momento en que el hombre no sacrifica, no consagra nada al autor de la naturaleza, se produce en él una especie de desmoronamiento que le arrastra fuera de sus límites normales. El proceso es fatal e irreversible. La castidad es una coacción, casemos a los sacerdotes. El matrimonio no lo es menos: ¡viva el divorcio! Pero este último tampoco resuelve nada y he aquí que se comienza a preconizar la «sexualidad de grupo», palabra pedante por la que se intenta avalar, pegándole una etiqueta sociológica, un desenfreno bien conocido ya por los romanos de la decadencia...

Se vuelve siempre a la gran frase de Chesterton, tan trágicamente verificada en el mundo actual: «Si quitáis lo sobrenatural, no queda más que lo que no es natural».

* En «El equilibrio y la armonía», Ediciones Rialp, Madrid, 1978.

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