«La Iglesia» (fragmento) - Godofredo Kurth (1847-1916)
La Iglesia
cristiana soportó el peso de la enemistad romana sin cejar; no había buscado la
guerra, pero la aceptó tranquilamente como condición de su existencia. Fiel a
sí misma y a su Dios, continuó respetando el poder establecido, aunque
negándose siempre a rendirle culto divino, y, por lo demás, vio correr su
sangre gozosamente. Durante tres siglos fue el espectáculo de los hombres... y
de los ángeles; triunfaba con sus derrotas; sus heridas la fortalecían, su
muerte la resucitaba. La sociedad imperial la contemplaba con la admiración
ingenua que siente el vicio ante el brillo del heroísmo, y se sentía vencida
por sus víctimas y humillada por sus castigos. A aquellos locos criminales que
soñaban con destruir la felicidad romana y sustituirla con un ideal imposible y
absurdo, nadie podía negarles la energía indomable de sus convicciones y el
valor admirable con que sabían defenderlas.
Su actitud
ante los jueces tenía algo de magnífico y de sobrehumano; jamás se habían oído
en ningún pretorio acentos semejantes a los suyos. Lejos de tratar de negar su
delito, se gloriaban de él, y el único castigo que parecían temer era el de no
sufrir ninguno. Proclamaban con delicia la imputación de cristianos por la que
se los perseguía; la repetían como un grito de alegría y de amor en lo más
fuerte de los tormentos más atroces, y a menudo se desarrollaba un
interrogatorio entero sin que el juez les hubiese arrancado más que esta frase
única y altiva: ¡Soy cristiano!
A las
preguntas que se les dirigía sobre su patria, su familia y su condición social,
se complacían en responder con lenguaje oscuro e ininteligible que parecían
utilizar a propósito para hacer resaltar mejor la posición entre ellos y el
mundo. «Mi verdadero padre es Cristo –decía un mártir– y mi madre la Fe, por la
que creo en Él». «Soy esclavo de Jesucristo», afirmaba un ciudadano libre. «Soy
liberto de Cristo», decía un esclavo. «Mi patria es Jerusalén», añadía un
mártir egipcio[1].
Y el juez, desesperanzado de encontrar sentido razonable a este lenguaje
místico, pasaba adelante y abordaba inmediatamente la cuestión de abjuración.
En general,
no se exigía del cristiano que renegase del nombre a que tan apegado estaba, ni
que blasfemase de los misterios sagrados de su fe: todo lo que se le exigía era
que hiciese acto de buen ciudadano ofreciendo sacrificios al Emperador o
jurando por su nombre. El Estado, despreciando orgullosamente los profundos
fenómenos de la vida moral, se contentaba con esta muestra de adhesión externa
que le ofrendaban sin recelo multitud de incrédulos. Sólo los cristianos se
negaron a cargarse con tal mentira, proclamando a un dios en quien no creían, ni
con tal sacrilegio, renegando con sus labios de Aquél a quien adoraban en el
fondo de su corazón. Se originaron así escenas en que se da la oposición más
extremada ente los principios de la Iglesia y los del cesarismo, y era
frecuente oír diálogos como éste entre el Juez y el cristiano:
«–Tienes la
obligación de amar a nuestros príncipes.
–¿Y quién ama
más al Emperador que sus súbditos cristianos? Nosotros oramos continuamente por
él; pedimos a Dios que tenga un reinado largo y pacífico y que gobierne a sus
pueblos conforme a leyes justas. También rogamos por el ejército y por la salvación
del Imperio.
–¡En buena
hora! Pero para que el Emperador tenga pruebas más claras de tu fidelidad, vas
a ofrecerle un sacrificio con nosotros.
–Yo honro al
Emperador y hago votos por él, pero no puedo ofrecerle sacrificios, pues sólo
adoro al Dios omnipotente, creador del universo.
–Las leyes te
prescriben que adores a nuestro divino Emperador.
–Mi Dios me
prohíbe practicar culto alguno que no sea el suyo.
–Tienes la
obligación de obedecer las leyes.
–Antes debo
obedecer a Dios que a los hombres»[2].
Esta última
frase era el argumento victorioso que cortaba en el terreno de la justicia el
debate entre el mundo antiguo y el nuevo; desde los días de San Pedro era la
respuesta invariable de la conciencia cristiana a las intimidaciones de la
fuerza, y, una vez salida de los labios del mártir, quedaba terminada la
discusión teórica.
Se abría
entonces otra, para la que el juez se encontraba mejor armado, y mediante la
cual se esforzaba en violentar la voluntad después de haber intentado en vano
convencer a la inteligencia. Unas veces atenuaba todo lo posible el acto de
idolatría que se esperaba del cristiano: unos cuantos granos arrojados sobre un
altar, una simple invocación, el silencio mismo bastaba. ¿Qué mal había en
esto? ¿No era bien extravagante esa obstinación en rehusar una clemencia que se
contentaba con tan poco?
Otras veces
se intentaba sorprender el corazón ostentando una solicitud y una piedad casi
paternales para con los acusados. Se les conjuraba en nombre de su propia
salvación, se evocaba el recuerdo de sus seres más queridos, a los que se hacía
comparecer en audiencia, sometiendo al mártir a la prueba durísima de escuchar
a veces la voz suplicante del padre de blancos cabellos y de la esposa
tiernamente amada unidas a la del magistrado para presentarle la apostasía como
un deber.
Por fin,
cuando todo se había estrellado contra la inflexibilidad de su conciencia, el
juez recurría al último argumento: las torturas. ¡Se habría contentado con
deber a la debilidad de la carne lo que la voluntad libre había rehusado
desdeñosamente! Pero rara vez lograba tal triunfo. Los atletas de Cristo eran
invencibles: lo mismo sabían resistir a las violencias de los verdugos que a
las argucias de los sofistas y a las lágrimas de sus familiares. Sonreían en
medio de los tormentos más espantosos y miraban como si no fuesen suyos
aquellos cuerpos desgarrados por los garfios. «Había otro en ellos –decían– que
sufría en lugar suyo»[3].
Se engañaría
mucho, empero, quien creyese que sólo sabían entregar su sangre. Vueltos a
presencia del juez, su superioridad en la controversia no era inferior a su
firmeza durante los tormentos. Aquellos ignorantes respondían como filósofos; aquellos
miserables se expresaban en lenguaje lleno de gracia exquisita, al que ni
siquiera faltaba su pizquita de sal; no se dejaban desconcertar por las
objeciones ni extraviar por los sofismas: brillaba en sus respuestas una
maravillosa presencia de ánimo, y en sus labios resonaban las palabras sublimes
en medio de las angustias del interrogatorio. «Castigáis con vuestras leyes lo
que adoráis en vuestros dioses», decía un mártir a su juez. «Vuestros dioses
valen menos que vosotros –replicaba otro–, ¡y queréis que se les adore!». San
Pedro Bálsamo, extendido sobre el banco de torturas, había resistido a todos
los esfuerzos del verdugo, y el juez, dándole un momento de descanso, le dijo:
«¿Ofrecerás ahora el sacrificio? –«Traed los garfios de hierro», contestó el
santo. Una viuda joven, de Licia, llamada Teonila, había sido sometida desnuda
a la tortura: «No es a mí sola –dijo al juez–, sino a tu madre y a tu hermana a
quienes cubres también de oprobio en mi persona, porque el pudor es un bien
común a todas las mujeres». Un chistoso de poca gracia se burlaba de las
cadenas de San Pionio, diciéndole: –¿Por qué llevas esos anillos? –Para que no
se pueda creer –le contestó– que voy a ofrecer sacrificios a tus dioses». Las
actas de los mártires están llenas de frases semejantes, que dejan muy atrás a
los rasgos más admirados del heroísmo antiguo. El Maestro, fiel a su promesa,
ponía en los labios más humildes acentos plenos de fuerza y de verdad cuando
llegaba la hora de dar testimonio de Él[4].
El desenlace
uniforme de las escenas terribles y sublimes del pretorio era la sentencia de
muerte. Los confesores la acogían con estremecimientos de alegría. Volvían a su
calabazo como en triunfo, exaltados por el sagrado entusiasmo del martirio.
Como el Apóstol de las gentes, alcanzaban el término de su carrera después de
haber luchado valientemente por su fe, y saludaban a la corona de justicia que
les esperaba. A los ojos de sus hermanos, una majestad sin igual rodeaba a
estos elegidos en los que el Señor iba a padecer de nuevo. Su prisión se
convertía en punto de cita para los fieles; acudían allí para rezar y leer con
ellos los libros sagrados, para besar sus santas cadenas e inspirarse en sus
palabras y sus ejemplos. La Iglesia se felicitaba de su constancia; la voz de
los obispos se elevaba para proclamar su gloria, y la conciencia popular
veneraba en ellos anticipadamente a ciudadanos de la patria celestial, a
intermediarios entre la tierra y el cielo. Así, por emotiva derogación de la
severidad de la disciplina, se les reconocía la facultad de dispensar a los
penitentes, aplicando a aquellos pobres pecadores la superabundancia de sus
méritos.
Llegaba por
fin el día del triunfo supremo, es decir, el de la muerte. Ante los ojos de
millares de espectadores, llegados para gozar de su agonía, el mártir cosechaba
las palmas de la victoria en medio de tormentos que apenas nos podemos
imaginar, y sufriendo, según la expresión de un documento de entonces, todo lo
que puede sufrir la naturaleza humana. Tales espectáculos eran del agrado de la
plebe, y tenía ésta a menudo la ocasión de gozar de ellos; pero cuando eran
dados por los cristianos, contaban con alicientes nuevos e inesperados, pues lo
más extraordinario de estos suplicios no era la atrocidad de los tormentos,
sino la constancia inaudita con que los soportaban. Ni una imprecación, ni un
grito de cólera se escapaba de sus labios, que no se abrían más que para alabar
a Dios y glorificar una vez más el nombre de Jesús. Simples esclavos triunfaban
como semidioses en medio de las llamas impotentes; débiles mujeres soportaban,
como jugando, sufrimientos cuya sola narración horrorizaría; hasta los niños
parecían conquistar la fuerza de la edad madura al contacto de la mano de los
verdugos.
Los paganos,
que se complacían en ver a sus víctimas morir con gracia, se estremecían de rabia
ante estos efectos asombrosos de la gracia cristiana. Sus filósofos se sentían
humillados por la fuerza de ánimo que desplegaban estos «criminales vulgares»;
no podían perdonarles que venciesen a sus verdugos y que mostrasen en los
tormentos una fortaleza que la filosofía no daba a sus adeptos. Con la
hipocresía propia de los perseguidores les reprochaban su muerte teatral, al
mismo tiempo que los habían perecer en los teatros, como si su suplicio debiese
servir de diversión al pueblo sin que su heroísmo le sirviese también de
lección[5].
No veían que al hacer de la muerte de los cristianos una diversión pública,
transformaban a la hoguera en tribuna, pues la forma más excelente de
predicación popular es saber morir por lo que se cree, razón por la cual la
Iglesia tuvo tantos apóstoles como mártires.
[...]
* En «Los orígenes de la civilización moderna», EMECÉ Editores, Buenos Aires – 1948. Cap. III, pp. 123-128.
[1]
Acta Martyrtum, págs.. 22, 46, 61 y
144 (Ruinart)
[2]
Ibíd.,págs.. 78, 128,139, 144, etc.
(Ruinart)
[3] Ibíd.,
pág. 93.
[4] Ibíd.,
págs. 127,147, 197, 282 y 365 (Ruinart)
[5] Marc. Aurel., XI, 3. Epict. Diss., IV, 7.
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