«La Patria que no puede morir» - Juan Vázquez de Mella (1861-1928)
No se puede ver con calma, no se
puede tolerar, que los verdugos de ahora insulten e injurien a la España de
antes: la grande, la gloriosa, la ilustre, la que ejercía, cuando nuestros principios
imperaban, una hegemonía tal, en todos los órdenes de la vida, que puede
decirse que, extendiendo un día sus brazos, teniendo en una mano la cruz y en
la otra la espada abarcó entre ellos el planeta; e hizo más, hizo que al
estrecharle contra su corazón, las palpitaciones de España, fueran el péndulo
regulador de todos los movimientos sociales.
Después de sacar un mundo de las
espumas de los mares y de haber completado el planeta y coronado los Andes con
su bandera y haberla paseado triunfante por los pantanos de Flandes y las
vertientes de los Apeninos, y desde las márgenes del Sena hasta el golfo de
Corinto y de haber sido la Amazona de la raza latina, esta España gloriosa cayó
cuando –agobiada de los laureles y con el peso de una corona que circundaba la
tierra, desfallecido el brazo, pero no el espíritu, después de tantos combates
contra la barbarie germana y sajona– quedó sola entre los pueblos latinos que
la abandonaron cobardemente, cuando no la hirieron por la espalda.
Pero, ¿cómo cayó? Cayó en
Rocroi, con el sublime tercio de sangre del conde de Villalba; cayó en
Montesclaros, gloriosamente, con los intrépidos escuadrones del marqués de
Caracena, dejando en el campo cuatro mil muertos, pero causando otros tantos al
enemigo, superior, y sacando intactos los restos del ejército; cayó con aquel
don Juan de Austria, que, si no era tan grande como el de Lepanto, era harto
más grande que todos los caudillos liberales, que, después de perder el segundo
caballo en la contienda y de pelear solo en las avanzadas con una pica en la
mano, vio a sus plantas ciento cinco títulos de Castilla y ocho mil soldados
muertos en poco más de una hora de combate, pero dejando el enemigo,
excesivamente superior y auxiliado por la mejor infantería inglesa, más de cinco
mil cadáveres al pie de las colinas de Estremoz. Así cayó aquella España a
quien ahora se insulta. Comparad a Rocroi, a Montesclaros y Estremoz con
Cavite, Santiago y Manila[1].
¿Hemos de tolerar, después de
esto, que se nos diga a todas horas –podéis leerlo en las columnas de la prensa
ministerial y aun en la de todos los matices liberales–: No penséis más en nada
que parezca expansión territorial, apartad los ojos de Marruecos, no miréis al
otro lado del Estrecho, no miréis para nada a América?
Reduzcamos, dicen, a los límites
más estrechos, no pensemos en nada que parezca locuras, nada que quijotismo; no
parece sino que fue don Quijote el que nos ha perdido. ¿Quién ha visto a don
Quijote en todas estas últimas campañas políticas y militares, si tal nombre puede
dárseles? Todos hemos visto a Sancho, a lo más, en las alturas políticas y
guerreras, y al rucio, y a Rocinante; pero don Quijote no ha aparecido por
ninguna parte.
Pues bien, señores, nada de
expansión territorial, nada de tener un pensamiento más allá de las fronteras;
reduzcámonos a vegetar, a vivir humildemente, devorando en silencio el
vilipendio, sin pensar en el desquite de un mañana; no tengamos un ideal que
pueda engendrar el entusiasmo del pueblo español y que desmienta la teoría
forjada para cohonestar la deshonra después de la catástrofe: la de la raza que
ha decaído y no tiene energías. Ciertamente que si a la raza hubiera que
mirarla y que juzgarla a través de los partidos y de los gobernantes que
padecemos, verdad que seríamos, a los ojos del mundo entero, no decadentes,
sino degradados, ineptos e incapaces ya, no sólo de toda energía y de toda
resolución heroica, sino aun de comprenderlas y admirarlas.
[...] Cayó, casi sin combatir
(en Cuba y Filipinas), la noble España; y aquí, donde en otro tiempo teníamos
como de reserva a las mujeres cuando faltaban los hombres, parece que todo ha
cambiado y que es otro pueblo diferente el pueblo que ha combatido. ¡Ah!,
todavía en 1808, en los comienzos de este siglo, bajo aquellos monarcas que, al
declinar la pasada centuria, ya no representaban nuestros principios ni
nuestras doctrinas, pero que aun así no se puede negar que, comparados con los
presentes, tenían una grandeza indudable; aún entonces se pudo formar aquel
pueblo de 1808, que peleó desde Bailén hasta la llanada de Vitoria, y todavía
conmueve el corazón aquel rasgo verdaderamente heroico y glorioso de los
soldados del marqués de la Romana que, prisioneros de setenta y cinco mil
hombres de Bernadotte en Dinamarca, reciben casi milagrosamente un emisario que
les lleva la noticia del 2 de mayo y las órdenes de las Juntas de que han sido
vendidos y traicionados por Napoleón; y entonces el general da las órdenes en
el silencio de la noche, y, con marchas que asombran por lo prodigiosas, los
batallones españoles van reuniéndose, toman las fortalezas y las islas de
Jouvelland, desarman la guarnición, y allí, a la luz del día, con la rodilla en
tierra y las banderas de los regimientos desplegados, juran morir por Dios, por la Patria y por el Rey.
Hoy, ¿dónde están esas
grandezas? ¿No es verdad que todo eso parece que ya ha pasado y que desde 1808
acá hay tres siglos de distancia? Así sería, si fuésemos, como decía antes, a
mirar a la raza española a través de sus poderes oficiales y de sus instituciones
políticas; pero queda aquí, con todo el vigor de la raza y conservando sus
virtudes históricas, el verdadero, el único pueblo español, aquel que no
insulta a la madre, sino que se enorgullece de ella; aquel que no trata de
buscar alguna página en su vida para mancharla y denigrarla con una afrenta;
aquel que la invoca en sus combates; aquel que no se siente amedrentado con sus
tristezas, sino que ve en ellas un nuevo aliciente para combatir. Y nosotros
probaremos –puesto que de pruebas históricas se trata, y de pruebas históricas
hemos dado y las daremos en lo futuro, y en un futuro que deseo no sea lejano–
que aquel león español que en otros tiempos hacía estremecer a Europa con sus
rugidos, y que ahora, después que ha caído aprisionado por los modernos partidos,
más parece un borrego que un león; nosotros, que sabemos por qué sobre él ha
podido estampar su grosera pezuña el yanqui, podremos con la fuerza que aún nos
queda en nuestros brazos, romper aquella diadema que a manera de esposas se le
ha puesto en sus garras, para que vuelva a levantarse...
Desde el héroe de Arguijas[2]
hasta los mártires de Abanto, en las ondas de ese río de sangre generosa que
socava los muros del agrietado alcázar revolucionario, se oye, como un murmullo
solemne que parece la voz de la Patria, el perpetuo no importa español que nos recuerda el deber de no rendirnos nunca
al infortunio y alzar altivos la frente en las horas de las grande tristezas
nacionales, recordando las magnificencias del pasado para salir de las
desgracias del presente, fijos siempre los ojos en aquella bandera que ondeará
con su lema glorioso, cifra de nuestros amores y nuestras esperanzas, sobre los
trofeos de la victoria el día en que, aplacada la justicia de Dios con la
penitencia, podamos recoger el galardón de tantos sacrificios como aún en este
siglo ha ofrecido el gran héroe y el gran mártir, el general No importa, oponiendo su pecho a la
metralla para que no llegara hasta el altar.
El Correo Español, 10 de marzo de 1903.
* En «El Tradicionalismo Español», Ediciones Dictio – Buenos Aires – 1980, pp.205-209.
___________________
blogdeciamosayer@gmail.com