«Actualidad de la Ciudad Católica» - P. Carlos M. Buela (1941-2023)
El 19 de marzo de 1979, festividad de San José, VERBO celebró el vigésimo aniversario de su fundación. Con tal motivo, en esa ocasión, el Rvdo. Padre Carlos Buela ofició una Misa en acción de gracias en la Basílica del Santísimo Sacramento (Buenos Aires), oportunidad en que pronunció la homilía que a continuación transcribimos. Vaya pues, esta publicación, como agasajo y reconocimiento a aquellos viejos amigos de VERBO que aún hoy siguen trabajando por el Reinado Social de Jesucristo, y también como homenaje al querido y bien recordado P. Jorge Grasset.
Queremos referirnos en esta
ocasión a la clarividencia y al profético adelantarse a los tiempos que han
tenido los laicos que comenzaron esta Obra y la actualidad y urgencia
inaplazables que tiene esta acción ahora y la tendrá, aún más, en el futuro
para bien de la Iglesia y de la Patria.
Lo que podemos llamar el carisma
propio de estos laicos consiste: 1°) en conocer, difundir y llevar a la
práctica la doctrina social de la Iglesia; 2°) con el fin de restaurar la
Ciudad Católica y 3°) haciendo, de este modo, que Cristo reine sobre la
realidad temporal. Serán los tres puntos de este sermón.
I. La
Doctrina Social de la Iglesia
Nuestro Señor Jesucristo, como
Buen Pastor que es, no sólo ordena los actos interiores del hombre, por
ejemplo, en el Sermón de la Montaña, sino, también, los actos externos del
hombre, los actos sociales. Viene a salvar a los hombres, no sólo considerados
individualmente, sino al hombre en su situación concreta como «zoon politikon»
al decir de Aristóteles o en la expresión de Saint‑Exupéry como «nudo de relaciones»,
es decir, se constituye en el Salvador de los hombres y en el Salvador de los
pueblos. Recordaba Juan Pablo II: «Cristo no permaneció indiferente frente a
este vasto y exigente imperativo de la moral social. Tampoco podría hacerlo la Iglesia»
(III, 4 - Discurso a los Obispos en Puebla).
Ese gran monumento doctrinal
que, particularmente, en forma vertiginosa se desarrolló, a la luz de la
Sagrada Escritura, la Tradición y los Santos Doctores, desde León XIII hasta
nuestros días por medio de las llamadas Encíclicas sociales y políticas, no
dejan de tratar ningún problema auténticamente humano y orientan con precisión
a los cristianos, digo que en ese gran monumento doctrinal han bebido la
doctrina estos laicos siguiendo el llamado de Cristo Rey a «instaurarlo todo
en Cristo» (Ef. 1, 10).
En estos últimos tiempos, por
obra del progresismo que está asolando a la Iglesia, se buscó eclipsar la
doctrina social de la Iglesia, como señalara Marcel Clement, entre otros. ¿Por
qué razón? Porque el progresista quiere ir al mundo, pero para disolverse en el
mundo, mientras que el católico auténtico imbuido de los principios de
reflexión, pero también de las normas de juicio y directrices de acción de la
doctrina social (Cfr. Octogesima adveniens, 4), quiere ir al mundo para
que el mundo se convierta a Cristo.
En esta línea el gran Cardenal
Jozsef Mindszenty sostiene: «los que quieren mantener la religión al margen
de la vida pública, lo que pretenden es infectar a ésta con la mediocridad de
sus vidas privadas». Además, señala otra causa y es que el comunismo sabe
que: «En los círculos cristianos las doctrinas comunistas pueden prender, si
la religión ha perdido su eficacia en la vida social». De allí que la «conspiración
del silencio» (Pío XI) haya echado su espeso manto sobre el accionar de los
laicos de esta Obra. No podemos dejar de recordar aquí a ese caballero de
Cristo que fue el Dr. Carlos Alberto Sacheri quien murió en testimonio de la
Verdad de Cristo. De allí, también, el «odium theologicum» del progresismo
contra la obra de un Julio Meinvielle o de un Jordán Bruno Genta, porque iban a
lo temporal no para hacer la revolución marxista sino la revolución nacional,
no para exacerbar la lucha de clases sino para buscar la justicia social, no
usando el análisis marxista sino el análisis cristiano de la sociedad, no para
arrodillarse ante el mundo sino para que el mundo se arrodille ante Dios, jamás
recurriendo a los sistemas o ideologías extrañas a la Iglesia sino «para
amar, defender y colaborar en la liberación del hombre» (Juan Pablo II en
Puebla, III, 2).
Pero, acaso los que tanto hablan
de liberación, ¿no se han dado cuenta todavía que «la recta concepción
cristiana de la liberación» (id. III, 6) es lo que se «denomina doctrina
social o enseñanza social de la Iglesia»? (cfr. Evangelii
nuntiandi, N° 38).
Por eso, la tremenda actualidad
y urgencia en estudiar, difundir y llevar a la práctica la doctrina social de
la Iglesia. S.S Juan Pablo II decía en Puebla: «Confiar responsablemente en
esta doctrina social, aunque algunos traten de crear dudas o desconfianzas
sobre ella, estudiarla con seriedad, procurar aplicarla, enseñarla, ser fiel a
ella es, en un hijo de la Iglesia, garantía de la autenticidad de su compromiso
en las delicadas y exigentes tareas sociales, y de sus esfuerzos en favor de la
liberación o de la promoción de sus hermanos» (III, 7).
La fidelidad a la doctrina
social es la razón principal por la cual esta Obra, formada por tantos jóvenes
de los cuatro puntos cardinales de la Patria, sea una de las pocas
instituciones del país que puede tener el santo orgullo de decir a los cuatro
vientos que ningún guerrillero salió de sus filas para derramar sangre de otros,
pero sí mártires, que derramaron la suya propia, como el Dr. Sacheri quien, por
así decirlo, con su sangre regó la doctrina social de la Iglesia.
II. La ciudad
católica
El trabajar en pro del
desarrollo, de la promoción humana, de la defensa de los derechos humanos, de
la auténtica liberación cristiana, de la aplicación de la doctrina social de la
Iglesia –nombres todos que, bien entendidos, señalan lo mismo, aunque con
diversos matices– no es otra cosa que trabajar en pro de la Unidad Católica.
¿Acaso esta Obra no ha luchado
siempre en favor del derecho a nacer, a la vida, a la verdad, a la procreación
responsable, a los sacramentos, al trabajo, a la estabilidad matrimonial, a la
vejez, a la paz, a la libertad, a la legítima defensa de nuestras vidas, de
nuestros bienes y de nuestra Patria, al salario justo, a la justicia social, y,
en fin, el derecho a la fe? ¿Acaso no estuvo siempre en contra del aborto, de
la eugenesia, de la eutanasia, del onanismo conyugal, del divorcio, de la
violencia injusta, de la esclavitud opresora, del robo al obrero, de los campos
de concentración, de la tortura a los disidentes políticos, de la prédica de
tanto falso profeta, del liberalismo y del marxismo? Y el estar en favor de
esos derechos y en contra de su vejación, ¿no es trabajar para que la
civilización sea cristiana? Claro que el cristiano no debe trabajar por estos
derechos entendidos en clave liberal como si fuesen absolutos, autónomos y
prescindiendo de Dios, sino según la concepción católica, en la cual, dada la
obligación que todo hombre tiene de alcanzar su último fin –que es Dios–
debiendo conocerlo, amarlo, obedecerle, rendirle culto…, por esa obligación
tiene todos los demás derechos.
No nos dejemos engañar por
algunas palabras que, entendidas rectamente, etiquetan la misma realidad. Así,
Ciudad Católica, civilización cristiana, ciudad de Dios, Cristiandad y
civilización del amor, son exactamente lo mismo. Podemos decir con Santo Tomás
esta «diversidad está más en las palabras que en la realidad» (I q 68, a
4) y expresan, equivalentemente, idéntica cosa. A algunos no les gusta el
nombre de civilización del amor porque les «parece una expresión sin
la energía necesaria para enfrentar los graves problemas de la época»
(Mensaje de los Obispos reunidos en Puebla); algún joven podrá creer que se
trata de robar furtivos y románticos besos a alguna agraciada jovencita; alguno
lo confundirá con el amor de los teleteatros –tipo Nené Cascallar y Alberto
Migré–; pero es de toda evidencia que el amor que proponía S.S. Pablo VI para
la civilización no puede ser otro que el amor cristiano, que es la
cumbre a la cual tiende la civilización cristiana, que es la «reina de las
virtudes» en la Ciudad Católica, que es el «resumen de la Ley y los
Profetas» (Mt. 22,40) y, por tanto, es la Ley de la Ciudad de Dios, que es
el primer mandamiento de la Cristiandad, que no es otra cosa que la virtud
teologal de la Caridad por la que amamos a Dios sobre todas las cosas y
al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
En uno de los 10 párrafos en los
cuales los Obispos latinoamericanos reunidos en Puebla, invitan a todos los
hombres de buena voluntad «a ser abnegados constructores de la civilización
del amor», dicen que ésta «repele la sujeción y la dependencia… no
acepta la condición de satélite de ningún país del mundo…», ¿no ha
denunciado esta dependencia malsana desde hace 20 años la «Obra de Verbo»? Más
aún, ¿no ha sido ésta la prédica constante, desde mucho tiempo atrás de los
Irazusta, José Luis Torres, Ramón Doll, Juan Carlos Goyeneche, los Ibarguren,
Hugo Wast, Ernesto Palacio, Alberto Ezcurra Medrano, el P. Leonardo Castellani...,
es decir, del nacionalismo católico argentino? De los cuales los laicos de esta
Obra también son herederos, ya que la civilización cristiana por la que tanto
trabajan se ha de restaurar sobre las características concretas de nuestra
cultura nacional argentina. Y no se nos arguya que a renglón seguido los
Obispos en Puebla repudien «los nacionalismos estrechos e irreductibles»,
que esto también –y mucho antes y con más fuerza– lo ha hecho el nacionalismo
católico argentino, porque ha repudiado todo nacionalismo que no se abra a los
valores de la Cristiandad, sea el que rinde «culto a la propia sangre –nacionalismo
racista–, o a la propia tierra –nacionalismo telúrico–, o a la propia clase –nacionalismo
proletario–». (El Padre Julio Meinvielle lo decía en 1949, hace ya 30
años).
Toda la amplísima temática de la
evangelización y de la evangelización en relación con la promoción humana, con
la cultura, con la política, etc., tan en el tapete en estos tiempos, son
indicios de la urgencia y actualidad de trabajar por la civilización cristiana;
por otra parte, como afirmara S.S. San Pío X: «La civilización del mundo es
civilización cristiana».
III. Reinado
social de Cristo Rey
Al trabajar el católico por la
aplicación concreta de la doctrina social de la Iglesia, trabaja para la civilización
cristiana y al trabajar por ésta está trabajando por la extensión del Reinado
Social de Cristo Rey.
Esta es también una tarea
urgente y actualísima que brota como exigencia de nuestro Bautismo por el que
fuimos constituidos reyes al participar de la reyecía de Cristo (cf., Lumen
Gentium, N°33), razón por la que debemos reinar sobre nosotros mismos,
sobre el pecado, sobre el mundo y sobre su príncipe (Jn.12,31). De ahí que los
laicos «en cualquier asunto temporal, deben guiarse por la conciencia
cristiana, ya que ninguna actividad humana, ni siquiera en el orden temporal,
puede sustraerse al imperio de Dios» (Lumen Gentium, N°36). Por eso hay
que «rechazar la infausta doctrina que intenta edificar a la sociedad
prescindiendo en absoluto de la religión…» (ídem). O sea, que el cristiano debe
ordenar toda su vida –privada y pública– según Dios, si es fiel a su compromiso
bautismal. Debe ordenar la familia, la sociedad nacional e internacional, la
política, la economía, el trabajo, las empresas, los medios de comunicación
social, los sindicatos, la Universidad, las Fuerzas Armadas, la civilización,
la cultura, la literatura, el arte, en una palabra, debe ordenar todo el orden
público y social de los pueblos –no sólo la vida privada– según la mente de Dios,
según la voluntad de Dios y según el corazón de Dios. ¿No es eso el Reinado
Social de Cristo Rey de que nos hablaba la «Quas primas»? Y ¿qué otra
cosa es el valiente y enérgico llamado de S.S. Juan Pablo II en el comienzo de
su Pontificado el 22/10/78, repetido varias veces también en Puebla? Dice el
Papa: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a
Cristo! Abrid a su potestad salvadora, las puertas de los Estados, los sistemas
económicos y políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y
de, desarrollo». Con lo que vemos que el Pontífice, felizmente reinante, pide
que abran a Cristo los Estados, la economía, la política, la cultura, la
civilización, el desarrollo, y esto es lo que siempre se entendió por Reinado
Social de Cristo Rey. Y dado caso que: «El divorcio entre la fe y la vida
diaria de muchos debe ser considerado como uno de los errores más graves de
nuestra época» (Gaudium et spes N°43a), no vemos cómo los católicos,
particularmente los laicos a quienes «corresponde por propia vocación, tratar
de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos
según Dios» (Lumen Gentium N°31), puedan sustraerse a la magna tarea de
cambiar el mundo: «de salvaje volverlo humano, de humano volverlo divino» (S.S.
Pío XII), verdad que recordara el 25 de enero de este año en Santo Domingo Juan
Pablo II, quien luego de exhortar a trabajar para hacer un mundo más humano,
agregaba: «No os contentéis con ese mundo más humano. Haced un mundo más
explícitamente divino».
En fin, los tres elementos que
integran, lo que podríamos llamar el carisma de esta Obra se imbrican
mutuamente y son de asombrosa y permanente actualidad. Lo que en el orden
doctrinal y práctico está orbitado por la doctrina social de la Iglesia, en su
concreción histórica es propender a la instauración y restauración de la
civilización cristiana, lo que a la luz del misterio del Verbo encarnado es
hacer que Cristo reine sobre la sociedad, la familia, el arte, los Estados… es
la «consecratio mundi» –la consagración del mundo a Dios– es buscar el
Reinado Social de Cristo Rey.
IV.
Peroración
Viendo la urgencia del
apostolado laical, la tarea imprescindible que corresponde a los laicos en la
grande obra de la evangelización y «muy en especial» la acción de «iluminar y
organizar todos los asuntos temporales… de tal manera que se realicen
continuamente según el espíritu de Jesucristo y se desarrollen y sean para
gloria del Creador y del Redentor» (Lumen Gentium N° 31), pidamos en
esta Santa Misa a Cristo Rey, por intercesión de la Virgen de Luján y de su
esposo San José, patrono de esta Obra, la gracia de tener y de crecer siempre
en el espíritu de fe, en el espíritu de fortaleza y en el espíritu de gratitud
para estar «firmes en la brecha» luchando por la doctrina social, la
civilización cristiana y Cristo Rey.
1°) Espíritu de gratitud:
Constantemente debemos dar gracias a Dios por todos los beneficios recibidos y,
en especial, por haber sido llamados por Cristo Rey a este puesto de vanguardia
en la lucha por dar testimonio, positivo y negativo, de la Realeza Social de
Cristo. Es una gracia de Dios inmerecida estar en este puesto de combate, y
reconocer esa gratuidad del don de Dios es prenda de futura perseverancia en
esta trinchera de primera línea
Digamos con el poeta:
He
aprendido a agradecer
en mi
camino, Señor,
el agua de
cada fuente
y el pan
de cada mesón,
el cantar
de cada pájaro
y el olor
de cada flor
(José
María Pemán)
2°) Espíritu de
fortaleza: La vida cristiana es un combate (cfr. Ef. 6,10 y ss.) contra el
mal, por tanto, siempre hay que pedir la virtud, el don y el espíritu de
fortaleza. Con mayor razón los integrantes de esta Obra ya que tienen un
enemigo principal y muy insidioso: El progresismo cristiano, tanto el liberal
como el marxista. Hay que resistir a sus ataques, a sus insidias y a sus
sofismas como dice San Agustín: «La fortaleza cristiana incluye no solo obrar
lo que es bueno, sino también resistir lo que es malo». Por ello el lugar
insustituible que deben ocupar siempre en esta Obra los auténticos Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola para la formación de hombres católicos
militantes, no claudicantes.
Espíritu de fortaleza que se
identifica con la santidad, ya que «los santos… (son) los dientes de la Iglesia
que desgajan de los errores a los hombres» (San Agustín). En este orden de
cosas hay que pedir al Señor que nunca deje caer a los miembros de esta Obra en
esa tentación sutil de creer que uno está sufriendo mucho por Cristo: «No os
sorprendáis, como si os sucediera cosa extraordinaria, –dice San Pedro– del
fuego que arde entre vosotros para prueba vuestra» (2 Ped. 4, 12), recordando
que para que la persecución sea bienaventurada –es la 8va. Bienaventuranza–
como enseña San Juan Crisóstomo, son absolutamente necesarias dos condiciones: «Que
se nos injurie por causa del Señor y que sea falso lo que se dice contra
nosotros», y que, aunque debemos más buscar ser estimados por el mundo «por
vano loco por Cristo que primero fue tenido por tal» (San Ignacio de Loyola),
no debemos olvidarnos que nosotros jamás tenemos que dar ocasión alguna de ello
(El mismo Santo en el libro del Examen, c. 4, N°44).
3°) Espíritu de Fe:
Esta muy insigne tarea de «instaurar todo en Cristo» (Ef. 1,10) sólo puede
hacerse de verdad «de fe en fe» (Rom. 1,17), teniendo la más inconmovible
certeza –que da la fe– que en este camino que conduce de Cristo al hombre y por
el que Cristo se une a todo hombre «la Iglesia no puede ser detenida por nadie»
(Juan Pablo II en Redemptor hominis).
Además, hay que tener en cuenta
que, así como el Diablo a quien no lo puede hacer malo lo hace tonto,
análogamente, el progresismo al que no lo puede hacer apostatar de la fe busca
hacerlo por lo menos reaccionario, apartándolo de esa manera de la gran
corriente de vida, comunión y participación de la Iglesia Católica, logrando
dejarlo sólo en una confortable y aparentemente incontaminable campana de
cristal, que termina por convertirse muchas veces en un oscuro callejón sin
salida, dejándolo fuera del fragor del combate. El progresismo nunca debe ser causa
de nuestro obrar, solamente puede ser ocasión; si no hiciésemos así, le
estaríamos dando categoría de eficiencia y, como el mal, es tan sólo una
deficiencia.
Sé en carne propia lo difícil
que es mantener el espíritu católico, esto es universal, cuando uno es atacado
incesantemente en la fe. En esos momentos la tentación es replegarse sobre uno
mismo y ni siquiera usar las palabras –que son nuestras, pero que los
progresistas tanto manosean–, v.g., los pobres; pero sería un error muy grave
encerrarse en un espíritu de capilla, sólo preocupado por los intereses de
campanario, que terminan finalmente siguiendo «magisterios paralelos,
eclesialmente inaceptables y pastoralmente estériles» (Juan Pablo II en
Puebla), aislándose del Pueblo de Dios y de sus legítimos Pastores. ¿O acaso S.
Vicente de Paúl, S. Isabel de Hungría, S. José Benito Cottolengo, Don Orione y
tantos otros –ninguno de ellos progresista– no se ocuparon de verdad y sin
demagogia de los pobres viendo en ellos al mismo Cristo?
Tenemos que defender nuestra fe
católica y traducirla en obras: «Hoy de la fe sólo conservamos lo que
defendemos» (cardenal Luciani). Debemos defender la fe católica que quiere
volcarse sobre la realidad pública y social, imantando todo para Cristo Rey. No
trabajar explícitamente para que Cristo reine sobre nuestros pueblos, implica
una cierta apostasía en la fe.
Adhirámonos con todas las
fuerzas de nuestra alma y de nuestro corazón a Jesucristo nuestro Señor, «Rey
de Reyes y Señor de los Señores» (Apoc. 19,16), porque como afirma Santo Tomás
de Aquino: «Él mismo es todo el bien de la Iglesia y no hay otro mayor que Él,
y ni todos juntos más que Él solo» (Supp. q.95, a 3, ad 4), dispuestos a dar la
vida para que Él reine, porque es el Único que tiene «palabras de vida eterna»
(Jn. 6, 68).
* En «Revista Verbo (Argentina)», n°191,
año XXI, abril 1979, p. 14-22; y reproducido en «El Arte del Padre», de Carlos
Miguel Buela, Ed. IVE Press, New York – 2015 – pp. 697-709.
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