«La muerte de San Luis Rey» (fragmento) - Henry Bordeaux (1870-1963)
Ante un nuevo aniversario de la muerte
de San Luis, Rey de Francia, acaecida el 25 de agosto de 1270, en Cartago, evoquémoslo
con esta espléndida crónica y roguémosle, suplicantes, que interceda por nuestra dolorida Patria.
Goethe decía que no morimos sino
por una enfermedad de nuestra voluntad. Una vieja campesina de Saboya, no sin esa
ironía de las gentes del campo, me confió, por el contrario, en su última
enfermedad: «Se muere como se puede». Sólo en la ópera ocurre que el tenor o la
prima donna se levanten para cantar su gran aria a plena voz y recoger
los aplausos. Sin embargo, sucede que se manda sobre la muerte. La voluntad
persiste cuando el cuerpo está ya perdido. ¿La voluntad o el abandono a Dios?;
pues esta resistencia no la he visto casi sino en la serenidad de los muertos cristianos.
Esta misma campesina, confesada y comulgada, recibió después los santos óleos,
y visitada por su cura, como era el tiempo de los grandes calores y de la
voracidad de los insectos, y como el sacerdote le preguntara si no la atormentaba
nada más, contestó: «¡Oh, señor cura, nada más que las moscas!». Y como éste
añadiera: «Iréis al Paraíso, mi buena Juliana», le replicó: «¡Pardiez! ¿Dónde quiere
que vaya?
San Luis se hizo así su muerte.
A pesar del declive de sus fuerzas, el mal no halló una brecha para alcanzar la
voluntad. La ciudadela que la defendía seguía siendo inexpugnable. La voz podía
perder su timbre, la inteligencia su resplandor; la vida interior, por el contrario,
se acrecentaba, se espiritualizaba al ser condenado al suplicio y sólo estaba
ligado a la tierra por el dolor. Su tienda se había convertido, según la
expresión de un historiador, en una casa de oración: se celebraban en ella la
misa y todos los oficios divinos. Los seguía desde la cama. Frente a él, con el
fin de que sus ojos la contemplaran desde que se abrieran y se llevaran esa
última visión cuando se cerraran para siempre, habían colgado una cruz en la
tela. Pero pidió otro crucifijo para acercar la boca y besarlo.
Su confesor, Geoffroy de
Beaulieu, que no dejó de asistirlo, cuenta que una mañana le llevó la sagrada
hostia y que, a pesar de su debilidad, el rey, sin escuchar a nadie, se arrojó del
lecho, se arrodilló y quiso recibir a Dios de rodillas. Fue preciso colocarlo
en seguida, desfallecido, en su cama.
Cuando recibió la Extremaunción,
siguió los menores detalles de la ceremonia cuyo sentido conocía tan bien,
tendió los labios, las manos y los pies a las unciones del oficiante y se unió
a las preces que sabía de memoria y que recitaba al mismo tiempo que el
sacerdote: su voz casi no se oía, supliéndola el movimiento de los labios.
La letanía de los santos le
llenó los ojos de lágrimas, como si los llamara a todos por su nombre para que
lo recibieran. Para no apiadar a los asistentes con el espectáculo de sus
sufrimientos, se esforzaba por sonreír, sobre todo a su hija Isabel, que no lo
dejaba casi.
Durante uno o dos días dejó
totalmente de hablar, aunque el espíritu estuviese siempre presente, expresado
por la mirada, que seguía todo lo que pasaba a su alrededor, aunque no se
detuviera sino en el Cristo. Pero al fin le volvió la palabra. La misma noche
que precedió a su muerte se le oyó musitar claramente: «Iremos a Jerusalén».
Era la Jerusalén celeste la que lo esperaba, puesto que la otra le había sido
negada y no había podido entrar en ella para liberarla. Acordándose de sus
proyectos de apostolado, que habían sido uno de los mayores motivos, y quizá el
principal, de su expedición a África, no quería renunciar a ellos para el
porvenir y dijo también a los que lo rodeaban: «¡Por el amor de Dios, tratemos
de que la fe pueda ser predicada en Túnez! ¿Quién podría desempeñar aquí semejante
misión?». Pareció buscar y nombró a un hermano predicador que había venido ya
antes a estas tierras. Hasta el último momento asoció las misiones a las
Cruzadas y presintió su papel en el continente africano.
Su llamada a Jerusalén fue
pronunciada el domingo. El lunes por la mañana, día de su muerte, juntó las
manos y murmuró: «Buen Señor Dios, ten piedad de esta gente que se queda aquí y
condúcela a su país para que no caiga en manos de sus enemigos y no se vea
obligada a renegar de tu santo nombre». Temía para el ejército, privado de su
jefe, la derrota y el cautiverio de Egipto. ¿Serían ésas sus últimas palabras?
Geoffroy de Beaulieu, que
acechaba en los labios regios las supremas plegarias, oyó este final de la
oración de San Dionisio: «Señor, concédenos el que despreciemos por tu amor los
bienes del mundo y el que no temamos sus males»; luego fue el comienzo de la
oración de Santiago la que siguió: «Sed, Señor, el santificador y el guardián
de vuestro pueblo». Él confiaba a los santos el reino de Francia.
Entre las nueve y el mediodía, como había
cerrado los ojos, los asistentes creyeron que era la agonía, una agonía
tranquila, silenciosa, serena. Pero los volvió a abrir y se oyó muy claramente
que pronunciaba en latín las palabras del Salmista: «Introibo in domum tuam,
adorabo in templum sanctum tuum et confitebor nomini tuo: entraré en tu
casa, adoraré en tu santo templo y confesaré tu nombre».
La casa de Dios le abría sus
puertas de par en par. Era la muerte de un creyente, sin angustia, sin inquietud
ni duda. Era el acceso a la vida eterna. Pero, ¡qué poder inmaterial venía aún
de ese cuerpo vacío, agotado, ya frío! Ordenó que lo acostaran sobre la ceniza,
con los brazos en cruz y así fue como entregó el alma ese lunes 25 de agosto de
1270. Eran las tres de la tarde, la hora en que Nuestro Señor Jesucristo murió
en el Calvario.
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