«Permanencia del pensamiento clásico: Las meditaciones de Marco Aurelio» - Patricio H. Randle (1927-2016)

Como es sabido, Marcus Annio Verus entró en la historia como Emperador Marco Aurelio habiendo vivido entre 121 y 180 ya en la era cristiana. La familia de su padre -como la de Trajano- era española, aunque residió en Roma muchos años y recibió el rango de patriciado de Vespasiano.

Huérfano desde la tierna infancia, su padre adoptivo fue el Emperador Antonino Pio en 161 que reinó durante una época de paz y prosperidad. A Marco Aurelio, por el contrario, le tocó un tiempo de inundaciones y hambrunas, terremotos en Asia, ataques bárbaros a la frontera norte, motines y sediciones de los legionarios en Gran Bretaña.

Pese a ello, en medio de la campaña contra los germanos, Marco Aurelio halló tiempo y ganas para escribir sus famosas Meditaciones, «pensamientos dirigidos a sí mismo» y sin intención de publicarlas. Aunque estoico declarado, bajo su poder no hubo persecución sistemática de los cristianos, pues si bien de hecho eran punibles no se los buscó deliberadamente durante su reinado. Curiosamente, en una de sus meditaciones, como se verá luego, dice haber aprendido de su hermano Severos a amar a su parentela ¿algo así como al prójimo, del latín proximus? Cierto es que el texto original fue escrito en griego. En todo caso se puede suponer que sus pensamientos no fueron meramente literarios, sino que reflejaron sus valores y su vida.

Las meditaciones comienzan con agradecimientos a sus parientes, maestros y amigos de quienes reconoce haber recibido ejemplos y consejos valiosos.

Marco Aurelio comienza por recordar que de su abuelo Verus aprendió a comportarse como se debe y a tener dominio de sí mismo. Y de su padre la modestia y el carácter varonil.

De su madre la piedad y la caridad, así como a abstenerse de malas acciones tanto como de malos pensamientos.

A su bisabuelo le debe el no haber concurrido a la escuela pública y haber tenido buenos maestros en casa.

De su ayo no enrolarse en ningún bando, ni el verde, ni el azul en los juegos del Circo.

De Diogneto no perder el tiempo en fruslerías, ni dar crédito a milagreros, ni a supersticiones.

Rústico le convenció de que su carácter requería mejorarse con más disciplina.

De Apolinio aprendió a tener libertad de espíritu y a no perder entereza en sus propósitos.

De Sexto recibió el ejemplo de una familia gobernada de modo paternal, conforme a la naturaleza de las cosas y sin afectación.

De Alejandro, el gramático, a no reprender de mal modo a quienes usan mal el idioma sino inducirlos diestramente a usar las expresiones correctas.

De Fronto aprendió a observar lo que son la envidia, la duplicidad y la hipocresía en los tiranos y cómo también se hallan en quienes se llaman patricios, pero carecen de afecto paternal.

De Alejandro, el platónico, a no alegar ocupaciones urgentes para descuidar deberes requeridos por amigos o parientes.

De Catulo el no ser indiferente cuando un amigo nos culpa aun cuando lo haga sin razón.

De su hermano Severo -como se dijo- a amar al prójimo, pero también a amar la verdad y la justicia.

De Máximo aprendió a tener auto-control y no dejarse desviar por nada.

En su padre, en fin, Marco Aurelio advirtió la dulzura de carácter y la firmeza en la resolución de lo determinado después de una debida deliberación.

Las meditaciones, en tiempos mejores, deben haber parecido una obviedad. Pero hoy, ante la descomposición moral y social que padecemos, no pueden sino conmovernos.

En primer lugar, ¿quién agradece ahora a sus mayores, a sus maestros, a sus padres, si antes de reconocer lo que se debe a la herencia, al pasado, a la tradición, lo que se hace es priorizar los derechos de los que se supone acreedor, con razón o sin ella?

Del amor al prójimo ni hablemos, porque lo que prevalece son dos ideas falsas: la primera que es algo exclusivamente confesional, algo «inventado por los curas», como si la ley divina no estuviese asentada sobre lo natural; que es algo que incluso de alguna manera lo sustentaba la moral laica hoy de capa caída. Y lo segundo es que ese amor no era entendido en tiempos clásicos en la clave sentimental a que se ha reducido a partir del romanticismo, sino como expresión del deseo de un bien para los demás, comenzando con el otro que tenemos más cerca.

La caridad entendida como virtud dulzona o como beneficencia son hijas del modernismo. En la antigüedad, amar no despertaba –como hoy, en muchos– a la imaginación erótica por sobre todo lo demás.

La idea de que el buen comportamiento y el dominio de las pasiones están íntimamente ligados no es en estos tiempos algo que se dé por sobrentendido. El dominio de las pasiones como ingrediente principal de la buena conducta no suele ser aceptado. Más bien se difunde la especie de origen freudiano de que antes que nada hay que enseñar a no reprimirse. Y es así porque no se sabe distinguir el bien del mal y, entonces, que cada uno haga lo que le plazca.

Tampoco suena como algo sabido, en los tiempos que corren, que la modestia pueda ser virtud masculina y menos aún que entre los hombres haya que elogiar el «carácter varonil», como si éste fuera lo mismo que el tan denostado machismo y, por tanto, mereciera ser borrado de toda tabla de valores. O, peor aún, diluido en la «opción de género».

A la piedad también hoy se la reduce a la visión de una tierna devoción religiosa sin ampliar su sentido prístino, al amor a los padres y por extensión a la patria.

Casi todas las virtudes han sido vaciadas de su proyección extra personal como si una cosa sea el «fuero íntimo» –a que se le reconocen algunas– y otro el plano social donde no hay virtudes reconocidas, pues se trata de un campo de experimentación moralmente neutro; a lo sumo sujeto a una ética teórica.

Que Marco Aurelio agradeciese no haber concurrido nunca a una escuela pública suena como algo sacrílego precisamente cuando se exagera su valor por intentar salvarla de la decadencia que ella misma se buscó con el laicismo, el enciclopedismo primero y ahora con el facilismo y el permisivismo (lamentablemente contagiado por las escuelas nominalmente católicas). Pero a la vez esto resulta una reivindicación de la educación personalizada muy necesaria en todo momento.

¿Cómo no felicitar al ayo de Marco Aurelio y a él mismo por hacerle caso y, en vez de sumarse a la multitud anónima dividida en dos bandos en el circo, tomar distancia de semejante partidismo? ¿No ocurre lo mismo hoy con el fútbol y el espíritu faccioso de sus fanáticos?

Pagano, pero no irracional, Marco Aurelio rescató el consejo de Diogneto de no dejarse llevar por la frivolidad esotérica que hoy hace estragos[1]. ¡Y esto en un ambiente que oficialmente sustentaba el culto a los dioses paganos!

Hablar hoy del carácter parece a muchos una antigualla. La psicología profunda se ocupa de otras cosas más subterráneas.

Pero Marco Aurelio aceptó el consejo de mejorar su personalidad a fuerza de disciplinarse.

La libertad de espíritu por la cual uno elige prudencialmente sus acciones y luego ayuda a sostenerlas con convicciones firmes, ahora no se estima virtuoso. Por lo contrario, se exalta el cambio de conducta sobre la marca, según lo indiquen las conveniencias del momento. Esta «ductilidad» sin compromiso vale más que la fidelidad a los principios.

Ni hablar ahora de paternalismo, convertido en mala palabra no ya en las relaciones laborales, pero ni siquiera en el seno de la propia familia donde puede hallar su expresión más virtuosa.

Del idioma, hoy empobrecido cuando no bastardeado por los jóvenes y por los medios, no hace falta reconocer en Marco Aurelio su perspicacia al aceptar el consejo de Alejandro el gramático.

Patricio auténtico, el emperador no solo advierte de los defectos del enemigo sino también de sus propios congéneres, de quienes «se llaman patricios» pero no lo merecen por alentar la envidia, la duplicidad y la hipocresía.

Por muy alta que fuese su posición imperial reconoce como un mal el no ocuparse de temas menores cuando afectan a quienes necesitan de su ayuda. Pareciera que excluyó de su léxico esa expresión tan conocida como elusiva y soberbia: «yo no estoy para eso».

Ante la difamación, tan difundida en los medios de comunicación actuales, Marco Aurelio adopta el consejo de enfrentarla, máxime cuando proviene de quienes se dicen amigos.

Y, de nuevo, en cuanto al amor al prójimo –naturaliter cristiano– añade que, conjuntamente, es preciso amar a la verdad y a la justicia. Y si uno es dueño y señor de sus actos, sin descontroles pasionales, asumirlos hasta el fin.

De todo lo cual no es difícil arribar a una conclusión: la de que los modelos de la educación romana aun siendo pagana llevan implícitos muchos ejemplos válidos para quienes hoy nos decimos cristianos. Y que sería harto necesario volver a la enseñanza de los arquetipos clásicos lamentablemente sustituidos por un modernismo (peor: por un posmodernismo) decadente.

* En Revista Verbo Speiro, n° 385-386 – 2000. Fundación Speiro, Madrid, España.


[1] Una investigación muy seria llevada a cabo en colegios secundarios «católicos» de Buenos Aires dio como resultado que el 35,79% de los alumnos cree firmemente en los ovnis y extraterrestres, que un 14,77% cree en la reencarnación, el 19,90% en la astrología, etc., y muchos más albergan dudas respecto de estos temas (cfr. José María Baamonde, «Los colegios católicos y la New Age», en Panorama Católico, Buenos Aires, núm. 2, mayo de 2000).

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