«Estudio Preliminar» (a «6 ensayos y 3 cartas») - Rubén Calderón Bouchet (1918-2012)

Se puede fijar el período que va del año 1940 a 1945 como una etapa decisiva en el desarrollo de la conciencia nacional. La pléyade de escritores nacida en los comienzos del siglo alcanza su madurez y junto con los frutos de una labor, hasta ese momento silenciosa, la vemos entrar de lleno en la vida política del país, para arrojar sobre el platillo de la balanza el peso de su inteligencia. Sería un exceso de humildad despreciar el esfuerzo de los escritores nacionalistas que lograron la plena posesión de sus recursos espirituales en esos años. Libros, revistas y folletos están llenos de un lúcido desvelo por el sentido y el porvenir de la patria. Se habló de liberación, pero se plantearon los problemas de la independencia, en términos que denotaban la frecuentación de los grandes clásicos del pensamiento político y con un claro conocimiento de los objetivos propuestos.

Entre esos escritores, los más brillantes que el país produjo, se destacó con caracteres bien nítidos la figura del Padre Leonardo Castellani. Dos son los elementos que en ese momento integran su compleja personalidad y lo convierten en uno de los testigos más inteligentes de nuestro proceso histórico: la calidad intelectual de sus trabajos y el carácter eminentemente personal de un estilo único, no siempre dueño de sus más nobles recursos, pero constantemente vivo y profundo.

Su labor casi cotidiana en los periódicos lo convierte en una presencia perseverante dentro del quehacer de la nación y hace de él un testigo cuya agudeza crítica iba de par con el coraje, para volcar en el testimonio su personalidad de escritor y la valoración religiosa de su cristianismo.

Como es perfectamente lógico suponer, esto le trajo inconvenientes. La jerarquía eclesiástica no estaba acostumbrada a la libertad de los auténticos hijos de Dios y se horrorizaba de la simplicidad con que este sacerdote atacaba a los ídolos del foro y delataba el sometimiento de la Iglesia Argentina a los poderes consagrados. Era más de lo que podía soportar y como los mediocres tienden a apoyarse mutuamente cuando se trata de combatir el talento o una inspiración superior, muy pronto el Padre Castellani se vio rodeado por una conjuración de apóstoles profesionales, dispuesta a triturarlo en los engranajes de su bien montada máquina burocrática.

Se defendió como pudo y a mi juicio, sin merma para la calidad de su mensaje, ni detrimento para la caridad. Las pruebas de esta lucha, o de esta agonía, para decirlo en griego y restaurar con la verdadera palabra el sentido espiritual de la polémica, están en las cartas insertadas en este volumen y constituyen, junto a los ensayos, el vivo testimonio de su heroica presencia en esa época de revisión y balance para todos los intereses de la Patria.

Pues en verdad, lo que estaba en peligro era la sociedad argentina y cuando Castellani esgrimía la necesidad de que se respetasen sus derechos a enseñar la verdad, no entendía defender intereses privados, sino la esencia misma del bien común de nuestra sociedad. Castellani supo hacerlo sin desfallecer un momento en su dignidad humana y sacerdotal, cediendo, sólo un poquito, a las ironías que tan ilustre colección de paletos inspiraban a una inteligencia como la suya.

A propósito de sus cartas se ha hablado de falta de humildad y caridad. ¡Qué idea menguada se tiene en nuestros medios de las virtudes cristianas! Y como siempre, el mal conocimiento se pone al servicio de los intereses mezquinos y los nombres usurpados de las santas virtudes sirven para enmascarar los apetitos más bajos y los temores más ruines. El servilismo disfrazado de humildad se arrastra en las antesalas del poderoso y luego pasa la factura de sus genuflexiones rentables. El miedo se sirve de la caridad para ocultar su contrabando y entre sahumerios y falsas sonrisas cuida con deleite las prebendas obtenidas por el halago.

Estábamos tan acostumbrados a esta atmósfera de clérigos postrados, que la figura erguida de Castellani parecía un atentado a las buenas costumbres. Su lengua límpida, como una cascada serrana, decía con claridad lo que quería sin detenerse en las zalemas formales del estilo curialesco; y como decía la verdad, todos los fariseos con mando de tropa se sentían atacados allí, donde había hecho nido el Espíritu de la Mentira.

Pero no nos pongamos tétricos. Nuestro autor nunca lo hizo; en medio de sus desdichas personales rindió al humor el culto que éste se merece. No amenazó a nadie con las penas infernales, ni se erigió en administrador de la Providencia. Tampoco se dejó tentar por la rebeldía a la moda que quiere, dentro de un ámbito de intereses socialistas, que la iglesia siga sirviendo al mundo.

Por eso es completamente inútil buscar en el caso Castellani un antecedente de las actitudes tercermundistas. El Mundo, así sea el tercero, el Demonio y la Carne, seguían siendo para él los enemigos del hombre en todo aquello que contradecía el advenimiento del Reino de Dios.

Si me propusiera destacar un trabajo, donde Castellani revela su doble aptitud de pensador y escritor, es su corto ensayo sobre la inteligencia y el gobierno.

Cuando se pertenece al magisterio de la Iglesia no se hace de la actividad de pensar un ejercicio desligado de la realidad. Por esa razón, podemos decir que el verdadero teólogo, más que pensar, conoce. Es una costumbre moderna insistir en la libertad de pensamiento, como si fuéramos dueños de pensar lo que nos viniere en ganas. Libertad para conocer, sí, pero para conocer esa realidad que Dios nos ofrece y tratar de penetrar, con temor y temblor, en su íntima inteligencia.

Cuando el liberalismo propuso el falso dogma de la libertad de pensamiento, se reservaba todos los derechos a la incoherencia para evitar que su proposición se convirtiera en un absurdo. La libertad de pensar, quedaba limitada al fuero de lo religioso y de lo moral y por ende al complicado territorio por donde campa la faena política. Allí la inteligencia no tenía nada que conocer y el pensamiento, liberado de una realidad declarada inexistente, podía dedicarse con fruición a imaginar constituciones y soñar sociedades y nuevos hombres en los campos ilusorios de las utopías.

Castellani nos recordó que la autoridad era la causa eficiente del orden social y que no debía confundirse con el poder ciego de una comandita dispuesta a arrasar con todo lo que resistiera. La autoridad supone la existencia de una inteligencia egregia. Un gobierno puede tener poder, pero si carece de inteligencia y no es capaz de dar solución a los problemas que la realidad social le presenta, no tiene autoridad y por ende no gobierna en el sentido preciso del término.

Un país como el nuestro, crónicamente afectado por sucesivas promociones de desgobierno, necesitaba recordar este principio elemental. Formado en el juego de las libres opiniones sobre lo que debe ser la república, no había pensado jamás que la tarea de gobernar no consiste en el arte de inventar mitos y jugar con las ilusiones de las masas, sino en dirigir y ordenar la materia contingente de los hechos en orden a la perfección de nuestra humana naturaleza.

Que un teólogo lo dijera, no llamaba la atención de los buenos católicos, siempre y cuando lo hiciera de una manera comedida y abstracta. Pero que tuviera la intención de iluminar con el principio la menguada chatura de la situación concreta del país, era «meterse en política». Y esto estaba prohibido de manera terminante porque amenazaba la buena relación entre el clero y el gobierno, tan indispensable para el sostenimiento de los varios seminarios donde se trataba, sin gran seriedad, de enseñar teología.

Pero en eso que para la jerarquía eclesiástica era primordial, aparecía la disconformidad de Castellani: ¿Se puede sostener la Iglesia en una falsa relación con los gobiernos? ¿Es tolerable un patronato ejercido por liberales o por masones? ¿Una Iglesia que no reclama para sí el patrimonio total de la Verdad Revelada y no se esfuerza en enseñarlo, cumple con eficacia el mandato de Cristo?

En estas preguntas se encuentra el drama de Castellani; y cuando afirmo que es el de un testigo de Cristo, no digo nada de más. Su lucha con la jerarquía se dirime en el terreno del testimonio. Y cualesquiera sean las incidencias o las suspicacias suscitadas por lo que hay de humanamente personal en estos conflictos, queda que la auténtica filiación de la querella debe medirse con el mismo metro religioso con que Castellani planteó siempre su problema.

Que fue irrespetuoso en sus cartas, que se escapó de su encierro, que no guardó estilo. Pequeñas miserias que apenas rozan la superficie del asunto, pero no afectan sus motivaciones profundas.

No digo más. Estas cartas y estos breves ensayos revelan lo esencial de su lucha y nos presentan a Castellani en su doble aspecto de escritor y sacerdote sin que se descubra la mácula de la más pequeña fisura. Peleó el buen combate como pudo, con todas sus debilidades a cuestas. Pero su actitud no disminuyó jamás la índole apasionadamente espiritual de su reclamo.

Mendoza, 7 de agosto de 1973

* Estudio Preliminar a «6 Ensayos y 3 Cartas» del P. Leonardo Castellani, en «Leonardo Castellani», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, Volumen I – Ediciones Dictio – 1973, pp. 253-257.

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