«El tiempo de la nada» - Aníbal D’Angelo Rodríguez (1927-2015)
Con este título nos tropezamos
en el número de Diciembre de 2010 de «Le Monde Diplomatique». Y con sorpresa
comprobamos que es una crónica y comentario descarnados del fin del socialismo
real, hechos a partir del rotundo comentario de Fidel Castro sobre el modelo
cubano (que, según su mismo creador, «no funciona»).
En realidad se trata de un
editorial, firmado por el conspicuo director de la publicación, el ex militante
erpiano Carlos Gabetta. Que se soltó el pelo y volcó todas sus decepciones de
marxista leninista... pero también, como se verá, sus reparos y salvedades.
Porque todo el suelto está construido tratando de nadar y salvar la ropa. Sí, el sueño no funcionó, mas no está todo dicho: la Unión Soviética se derrumbó, pero no hay que olvidar que fue un «noble, extraordinario intento inicial» que «devino una caricatura de sí mismo y acabó en debacle».
Sí, Vietnam se volvió capitalista, pero bien puede
rescatarse que en el origen era una colonia y ahora, en cambio, los extranjeros
«tienen que lidiar con funcionarios de una Nación y pagar impuestos. La guerra
se habrá hecho para que las multinacionales paguen impuestos, como en sus
países de origen. Nada más que por eso –pero hay mucho más– valió la pena».
Sí, en Cuba tampoco funcionó el
modelo, pero la isla caribeña es hoy «un país promisorio, una nación
independiente y una sociedad que ha salido del atraso cultural, científico y
tecnológico. Ese habrá sido el aporte de la ejemplar Revolución Cubana».
Ya se ve, pues que a una de cal
le sigue otra de arena y que si uno es un guerrillero retirado que ganó en
kilos lo que perdió en ideales, puede encontrar modos de consolarse. Por otra
parte, Gabetta no ha perdido esa maravillosa facilidad con que en el marxismo
todo tiene explicación. ¿Se hundió el modelo? Pues el diagnóstico es muy fácil,
aunque el tratamiento sea algo más complicado. «Ahora, por fin, los principales
líderes de la Revolución miran de frente los problemas inherentes al tipo de
socialismo que pudieron construir en las circunstancias históricas (en) que les
tocó actuar». Hubo tres problemas que no se pudieron superar: la formación de
una clase dirigente en una sociedad que se pretendía sin clases, la
omnipotencia del partido, lo que terminó por eliminar todo debate de ideas y el
fracaso de la productividad económica, siempre inferior a la capitalista.
De este modo, «el último gran
sueño del siglo XX llega a su fin. ¿Cómo será el despertar cubano? Quizás no
necesariamente una decepción». Y por otra parte –supremo consuelo– el
capitalismo también está en crisis. «Lenta y violentamente se derrumba, como
todos los grandes ciclos de la Historia. Su órbita hacia el ocaso fue trazada
con precisión por Carlos Marx hace un siglo y medio». Y en el final a toda
orquesta Gabetta se nos pone entre místico y literario para describir algo que
está más bien entre pornográfico y escultórico. Parece que los monumentos de
Lenín, Mao, Ho Chi Min, el Che, Fidel, se aparearán en una nube acuosa «porque
un hilo delgado y persistente como una baba del diablo con una suave, romántica
vibración interior unirá a esos pedazos de bronce con la cabreada cara de las
estatuas. Puede que la humanidad entre así en una nueva era. A menos que el
mundo sea para entonces una estepa humeante en material reactivo, cono no cesa
de advertir Fidel en su lúcido, esplendoroso ocaso personal».
¿Qué me dice? Saltamos de la
dialéctica a la ciencia ficción en un solo impulso. Es todo un salto
cualitativo.
El
fin de una pesadilla
Es un artículo –el de Gabetta
que acabamos de glosar– sin desperdicio. Muestra en su texto dos cosas: lo que
es, lo que siempre fue el pensamiento marxista y la quiebra actual de la
concreta experiencia marxista.
Por lo pronto nos quieren meter
el perro. Pretenden pintar el materialismo histórico como un programa que los
hombres podrían realizar con mayor o menor fortuna, haciendo de la experiencia
un sueño... o una pesadilla.
Y no hay nada de eso. Hay que
insistir e insistir despejando tal equívoco. Marx creyó haber descubierto las
leyes de la historia como Newton había descubierto las de la física. Y como
todo científico simplemente describía el comportamiento futuro de su materia.
No proponía nada: anticipaba la peripecia de las formas históricas, cosa que
podía hacer porque creía haber penetrado en sus entrañas. De modo que el
fracaso de su predicción muestra mucho más que el despertar de un sueño: exhibe
la falsedad completa de su teoría. Aunque Gabetta siga creyendo que Marx trazó
alguna «ruta con precisión» la historia no compareció a la cita y la crisis del
capitalismo no engendró el triunfo del proletariado y la forma socialista como
culminación de la historia. Lo cual, hablando en criollo y dejándonos de suaves
babas del diablo y pedazos de bronce que se aparean, nos permiten sospechar que
todo el marxismo es un gran mamarracho, una palabrería vacua que no tiene la
menor relación con la realidad.
Cuando Stephane Courtois, en las
páginas finales de «El libro negro del comunismo» se pregunta ¿por qué? ¿por
qué esta historia de crímenes sin fin? La respuesta final a la que llega es que
«el verdadero motor del terrorismo (fue) la ideología leninista y la voluntad,
perfectamente utópica, de aplicar una teoría en total desajuste con la
realidad».
Aquí está la clave. La doctrina
marxista leninista es utopismo puro, no tiene nada que ver con el mundo real.
Por algo dos rusos (Heller y Nekrich) titularon la mejor historia disponible de
la URSS «L’utopie au pouvoir». Publicaron su libro en 1982 pero ya entonces
entendieron la enfermedad incurable de la teoría: las utopías son cosas que por
definición no existen ni pueden existir en ningún lugar.
Ahora bien, se de tratar de
salvar los restos de la doctrina pasamos a echarle el salvavidas a la
experiencia del socialismo real, hay que ser un canallita mentiroso como
Gabetta para hacer parciales balances entre objetivos y resultados y olvidarse
de computar los cien millones de muertos que costaron los «nobles intentos»
soviéticos, los impuestos que le pagan a Vietnam y el supuesto futuro
promisoria de Cuba.
Hay que ser erpiano para
pretender hacernos tragar el viejo cuento de que el sistema leninista fue un noble
intento que Stalin frustró. Hoy ya todos sabemos, Gabetta, que Lenín creó la
checa apenas un mes después de detentar el poder y sabemos que la checa (más
allá de sus cambios de nombre) fue el instrumento del terrorismo del Estado
soviético desde su creación a su extinción.
Lo que lo joroba a Gabetta es
que su revista circule fuera de los ámbitos de obediencia ideológica marxista.
Dentro de ellos capaz que alguien le cree. Pero afuera lo sabemos todo. La
fundación de la cheka, las hambrunas ucranianas y los experimentos de Pol Pot.
Todo está documentado y tarde o temprano la historia les pasará la cuenta. Sí.
La mentira tiene las patas cortas y la Verdad se sabe. El intento soviético
nunca fue noble, es ridículo tratar de salvar lo de Vietnam apelando a los
impuestos, y en Cuba han vuelto a arar con bueyes.
Seguimos hablando de estos temas
–la ideología y la experiencia del marxismo– porque sus epígonos manejan los
mecanismos del poder cultural. Pero es sólo una fachada con cimientos
carcomidos por la polilla, una fachada que inexorablemente se derrumbará
(terminará de derrumbarse) dejando sólo una polvareda maloliente. Y no habrá
babas del diablo que la salven.
Sobre
profecías
Hasta el siglo XVIII la única
forma en que se anticipaba el futuro era la profecía. Se trataba de una
comunicación que los dioses –o el Dios verdadero– hacían del futuro.
Voltaire pretendió primero que
una cierta filosofía (la de la Historia) podía reemplazar a los dioses –o al
Dios verdadero– y encontrar en el presente las huellas del futuro. De allí
dedujeron los «filósofos» lo que ofrecían para reemplazar el Plan de la
Creación: la teoría del progreso, la de una humanidad que se hace a sí misma y
se construye sabiéndolo todo y –por ello– pudiéndolo todo. Comte seguiría
adelante en esa huella.
Pero hoy (a propósito de mi
lectura de «Le Monde Diplomatique») quisiera decir dos palabras sobre dos
exploradores contemporáneos del futuro. El primero es Carlos Marx, que en 1848
publicó el Manifiesto Comunista, primera piedra sobre la que edificaría todo su
credo materialista. Gabetta (como arriba se ha mostrado) sigue hoy creyendo que
en él se traza «con precisión la órbita hacia el ocaso del capitalismo». ¿En
serio? Pero en el relato de Marx el hundimiento del capitalismo es en realidad
sólo la consecuencia secundaria del ascenso de una nueva clase que va a reemplazarla:
el proletariado. ¿Usted ve eso por algún lado Gabetta?
Por los mismos años en que Marx
iniciaba su carrera intelectual, en Francia un noble que había visitado el
nuevo continente, Alexis de Tocqueville, publicaba un libro sobre «La
Democracia en América». Y en él formulaba una hipótesis sobre el futuro muy
distinta que la de Marx. Esto dijo: «Quiero imaginar bajo qué riesgos nuevos el
despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud de hombres semejantes
e iguales, que dan vueltas sobre sí mismos sin descanso, para procurarse
pequeños y vulgares placeres de los que llenan su alma».
Hay, por lo pronto, un dato
curioso en este vaticinio. Habla de cómo ha de producirse el despotismo, una
noción política, y describe una situación social y no política. Es que
Tocqueville sabía bien hasta qué punto la situación cultural condiciona las
formas políticas.
Lo sucedido en los tres últimos
siglos en materia cultural ha terminado por crear un tipo de hombre –el homo democraticus– que hace que hoy no
pueda pensarse en otra forma política más que la democracia.
Y no cualquiera, esta
democracia, que crea las condiciones para la producción y reproducción de los
hombres que describe Tocqueville.
No es exageración. ¿Cómo se
define esta democracia? Porque el Estado tiene como fin primordial «garantizar
las libertades». ¿Y qué son hoy esas libertades sino «pequeños y vulgares
placeres»? El Estado garantiza a los homosexuales disfrazarse y acudir, una vez
al año, semidesnudos a nuestra plaza histórica. Pero no me garantiza a mí rezar
en una Catedral sin grafitti
injurioso.
Esa democracia desemboca
fatalmente en un despotismo. Ya pasaron los tiempos del Estado «neutral» que no
se comprometía con ninguna ideología. Hoy el Estado es un combatiente más por
el progreso. No sólo facilita el aborto, castiga a quienes se oponen a él. No
sólo casa homosexuales, penaliza, a quienes lo rechazan, como enemigos del
pueblo. Y se prepara en todo el mundo para imponer una educación sexual que es
la quintaescencia de lo que describe Tocqueville: la sacralización de los
pequeños placeres del sexo que es lo único que les queda para llenar su alma.
La profecía de Marx no se
cumplió, por mucha trampita que quiera hacernos Gabetta. ¿Que el orden
capitalista se va a derrumbar algún día? Qué duda cabe. Las construcciones de
los hombres son siempre precarias y todo lo que sube, baja y lo que asciende,
desciende.
Pero ¿dónde está la irrupción
del proletariado como nueva clase edificadora de la Historia? ¿Qué pasó con la
decena de intentos de hacer realidad los anuncios de Marx?
En cambio la modesta aportación
de Tocqueville («quiero imaginar») dio en el blanco e hizo una descripción muy
precisa de lo que está pasando ante nuestros ojos: la construcción de un
despotismo de dimensiones mundiales bajo la máscara de la democracia.