«Por los marinos de Lepanto» - Almirante Paul Auphan (1894-1982)
Una notable y contundente respuesta de nuestro autor a un escrito del P. Marie-Dominique Chenu O. P. –fraile tristemente célebre por la labor destructora que llevó a cabo en el Concilio– nos da un buen motivo para rendir un merecido homenaje a los combatientes cristianos de la gloriosa Batalla de Lepanto, cuyos 450 años hoy se cumplen.
Es para nosotros un grato honor publicar traducido al castellano este trabajo del Almirante Paul Auphan, dedicado a nuestros marinos victoriosos en Lepanto, aparecido en francés en el núm. 112 de Itinéraires (abril, 1967), y como españoles, expresamos nuestro más profundo agradecimiento al autor. Recomendamos al lector que quiera conocer el desarrollo de la batalla de Lepanto las páginas que dedica a la misma, William Thomas Walsh, en su obra Felipe II (Espasa-Calpe, Madrid 1943, págs 565 a 579)[1]
«Todo cuanto se exagera no cuenta», había dicho, según creo recordar, Talleyrand.
Es una pena que el Rvdo. Padre
Chenu no se haya acordado de esta advertencia al escribir, en el semanario Témoignage Chrétien del 12 de enero de 1967,
sus cargos contra las Cruzadas.
Voy a intentar hacer la defensa
de nuestros abuelos, sin olvidar el respeto particular que debe a su sotana
blanca un nieto del alcalde que acogió hogaño en Sorèze al Padre Lacordaire, contribuyó
a su instalación en la célebre escuela y recibió, a cambio, para él y sus
descendientes, la promesa escrita del reconocimiento y las oraciones de la
Orden.
Ya el pasado año me había
extrañado el carácter excesivamente rotundo de ciertos juicios del Padre Chenu.
Al iniciar en París una serie de
conferencias, había declarado que, en dicho año 1966, un veterano experto en el
Concilio no podía evidentemente hablar más que del Concilio, «no de sus textos,
que son bastante decepcionantes, sino de su gestación». «La opinión pública ha
pesado enormemente sobre el Concilio y en el fondo es una dicha que así sea». «El
Concilio ha terminado; es ahora cuando empieza»[2].
Siguieron algunas charlas
bastante libres y palabras de tono mordaz que a veces hacían sonreír al
auditorio, no siempre con el respeto que es debido a la jerarquía.
¿Cómo, por ejemplo, no quedar un
poco embarazado cuando se oye a un religioso de cierta notoriedad ridiculizar
amablemente al Papa, a la «burocracia vaticana»; a los obispos?
¿El Papa? Él ha tenido a bien
regalar una de sus tiaras a Norteamérica en testimonio de pobreza... Pero «le
quedan por lo menos una docena en su armario».
¿Los obispos? «Hay que alegrarse
de que la Iglesia se desembarace de sus ornamentos y de toda su riqueza
exterior»... y que «los obispos no tengan ya, para distinguirse de los demás
sacerdotes, el menor botoncito o ribete violeta». «Los obispos se reúnen en una
verdadera asamblea parlamentaria o comunidad deliberante: esto es la
colegialidad». Ni una palabra de la «nota explicativa previa» pontificia.
Si recuerdo hoy alguna de estas
frases típicas del estilo del Padre Chenu es porque se vuelve a encontrar la
misma efervescencia intelectual en su reciente artículo sobre las Cruzadas. La
alocución navideña del cardenal Spellman le había tal vez resonado en los
oídos, como diría San Pablo. Sin embargo, no era ésta una razón para dejarse
llevar a semejante diatriba.
Para comenzar, asegura haber
encontrado en un diccionario definida la cruzada, «en el género guerra» (sic),
como una guerra santa. Si este diccionario existe realmente, yo no lo
recomendaría como un modelo de ciencia enciclopédica o semántica, ya que la
cruzada fue organizada precisamente para luchar contra el «dijihad» o guerra
santa musulmana; jamás la palabra ha tenido el mismo sentido entre los
cristianos.
El Padre reprocha a la Iglesia
haber recurrido a los medios del poder político para «imponer» el Evangelio. Yo
no conozco ningún ejemplo notable de ello, y hasta el momento creía todo lo
contrario. Me habían enseñado que, en efecto, era el Islam y no la Iglesia el
que había impuesto el Corán a golpe de alfanje a las comunidades cristianas de
África del Norte, a las cristiandades orientales bizantinas, a España, tierra
cristiana desde Santiago, tal vez incluso desde San Pablo, y a la que fueron
necesarios siete siglos para liberarla.
Cuando uno ve a sus hermanos en
la fe atacados, perseguidos, reducidos a la esclavitud, y uno dispone de medios
suficientes para defenderlos, ¿obligará la caridad a cerrar los ojos y
abandonarlos? Como toda· obra humana, las Cruzadas nos ofrecen una mezcolanza
de buen grano y de cizaña. Bajo pretexto que es así en la mayor parte de
nuestros actos, ¿convendrá no hacer nada?, el egoísmo y el abandono están al
borde del pensamiento...
La muy viva inteligencia del
Padre Chenu le hace caer en una inclinación común a muchos intelectuales:
juzgar excesivamente el pasado con mentalidad del presente; criticar a los
actores como si éstos hubieran conocido lo que ocurrió después. Vivimos en una
época más sensible (impresionable, dijo Pío XII) a la violencia física que a la
tortura moral. ¿Es esto un bien o un mal?, no lo sé. En otros tiempos, en todo
caso, era a la inversa. Los seres humanos se educaban en el seno de una
cristiandad (palabra que hace estremecerse de indignación al Padre Chenu), cuyas
estructuras ahorraban a las almas el inmenso aparato publicitario e ideológico
que hoy las martiriza en un falso bienestar. Por el contrario, se titubeaba
menos en llegar a las manos. Esto era más franco y, como apenas se tenía más
que los puños, el daño no era excesivo.
No soy yo, fue Pío XII quien
declaró que «un pueblo amenazado o víctima de una agresión injusta, si quiere
pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una indiferencia pasiva»[3].
Llevado por su ímpetu, el Padre Chenu escribe que «la noción de guerra justa
ha sido solemnemente declarada inaceptable». Me gustaría saber de dónde ha
sacado él esa solemne condenación, ya que, como Pío XII, la constitución
pastoral Gaudium et Spes ha reconocido a las naciones el derecho de
legítima defensa»[4];
pero nosotros sabemos que los textos conciliares son para él «decepcionantes».
Yo no sé por qué el Padre Chenu
escribe que, en la batalla naval de Lepanto (1571), «Don Juan de Austria
destruyó por sorpresa la flota de los turcos»: ¡Pobres turcos, cuya flota
habría así sido víctima de una sorpresa, casi de una encerrona, pensará sin
duda el lector no advertido!
Históricamente, nada es más
falso.
No hubo «sorpresa» ni juego naval
al escondite. Los seis pesados galeones cristianos, que frecuentemente hacía
falta remolcar, reducían a dos o tres nudos la velocidad de la armada de Don
Juan y la hacían totalmente incapaz de operar por sorpresa. Las flotas se
avizoraron, casi por azar, no lejos del lugar de la batalla de Actium. Cada una
de ellas se consideraba la más fuerte; ambas se precipitaron una contra la otra
en pleno día, todas escuadras reunidas, decididas a deshacerse. Cristianos y
musulmanes conocían muy bien las consecuencias del encuentro. Nada menos que la
supremacía en la cuenca occidental del Mediterráneo.
El estandarte verde del Profeta
traído de la Meca flotaba en la nave almirante musulmana, a la que rodeaban a
la cabeza de sus escuadras respectivas todos los jefes del Islam mediterráneo:
los virreyes de Egipto, de Siria, de Ramelia, de Argel, de Trípoli, los
gobernadores de Rodas, de Mitelene, de Gallípoli… Del lado cristiano, a
petición del Papa San Pío V, bastantes monasterios se hallaban en oración.
Hablar de sorpresa en estas condiciones parece un error grosero.
Después de un largo y sangriento combate, decidido a favor de los cristianos, de doce a quince mil cristianos utilizados como esclavos en los remos de las galeras musulmanas fueron liberados de sus bancos de galeote. Aunque no se hubiese obtenido más que este resultado, justificaría ampliamente 1a expedición. La caridad, ¿podría haber consistido en dejar las víctimas maceradas en sus prisiones para no hacer daño a sus carceleros?
En la opinión del Padre Chenu,
la «victoria» de Lepanto (es él quien coloca las comillas) fue un «desastre
evangélico». Yo no lo entiendo. Más exactamente, no conozco un juicio comparable
a éste, sino el que la bella Marquesa de Sévigné escribió con un gracioso
movimiento de pluma y de mentón: «Después de la batalla de Actium no se ha
vuelto a ver que los combates marítimos hayan producido resultado alguno».
Si mi tono resulta un poco vivo
–y yo me excuso respetuosamente ante él– es porque sufro espantosamente, como
cristiano y como marino, al oír tratar con desdén a los ocho mil militares o
marinos católicos muertos en Lepanto para detener la ola musulmana y para
permitir que permanezcamos cristianos. Callarse sería una complicidad en la
falta de caridad.
«Clama, ne cesses, quasi tuba
exalta vocem tuam ...», dijo el profeta Isaías[5].
Traducción libre: «Clama. No dejes de gritar». Los combatientes de Lepanto,
desde los almirantes hasta el último grumete, eran nuestros hermanos en la fe.
Ellos obedecieron, algunos hasta la muerte, a un papa que la Iglesia ha
canonizado. Ellos, sin duda, tendrían sus defectos y sus pecados, como yo, como
todos nosotros. Pero el holocausto que ellos habían hecho por anticipado de sus
vidas y que les ha integrado en la comunión de los santos que invocamos en el
Credo, habría debido bastar para impedir que hoy se nos colocase sobre el
recuerdo que guardamos de ellos la inscripción de «desastre evangélico».
«En esto hemos conocido su
caridad: en que Él entregó su vida por nosotros; nosotros también debemos
entregar la vida por nuestros hermanos», escribió el apóstol San Juan[6].
El Padre Chenu concluye su
artículo con estas palabras, en su opinión definitivas: «Las Cruzadas han
fracasado» ¿Qué quiere decir esto? ¿De qué modo juzgamos aquí el éxito o el
fracaso? San Luis, que batalló cuatro años en Oriente sin éxito aparente, que
murió finalmente frente a Cartago igualmente sin éxito, pero cuya memoria
permanece indeleble, incluso en el Islam, y que invocamos actualmente en el
cielo, ¿«triunfó» o «fracasó»? No ha sido un cristiano, fue Lenin quien
escribió que «el criterio de la justicia es el éxito del resultado».
En realidad, todo el artículo
del Padre Chenu descansa sobre una confusión –bien sea querida o bien
inconsciente yo no lo sé. Dios lo sabe, diría parodiando a San Pablo– entre la
acción misionera en la época de las Cruzadas y la acción militar de los
caballeros cruzados. Es muy cierto que, tras los primeros combatientes, una
muchedumbre de cristianos profundamente creyentes trataron de convertir a los
musulmanes. Era esto muy difícil por razón de las estructuras sociales
musulmanas y también porque, como subraya el cardenal Journet, «el Islam se
constituyó oponiéndose al cristianismo». El caso de San Francisco que recuerda
el Padre Chenu no es único. Raimundo Lulio se dejó lapidar en Bujía hablando
del misterio de la Santísima Trinidad. También había militares que
ocasionalmente hacían apostolado durante las treguas o en los períodos de «coexistencia
pacífica» que se daban entre la crisis guerreras. Pero la acción misionera era
distinta de la acción militar, incluso si el misionero había efectuado su
travesía en un buque de guerra: aquélla se efectuaba en otro momento, en otras
condiciones, en otro lugar que el de los combates.
Las Cruzadas, en tanto que
expediciones militares, no tenían por primer
objetivo el de convertir a los musulmanes, como se quiere hacérnoslo creer,
sino el de contraatacarlos a domicilio para
defender a la cristiandad injustamente atacada en su casa.
Estratégicamente, las Cruzadas desde los siglos XII al XV favorecieron de modo
indirecto la reconquista de España y retardaron varios siglos la invasión de la
península balcánica y con ella la conversión forzosa al Islam de una parte de
su población.
Del mismo modo, la empresa de
Lepanto no fue organizada con una
finalidad de conversión, sino para socorrer a Chipre isla cristiana, que el Islam
acababa de atacar y de invadir sin motivo. El gobernador de Famagusta,
Marco Antonio Bragadino, incluso fue desollado vivo por los musulmanes, según
sus costumbres, tradición perpetuada hasta nuestros días por el F.L.N. Como se
ve, no se trataba para los cristianos de predicar o de convertir, sino de
defender su propia piel, en el sentido literal de la palabra, sus familias, sus
iglesias, su civilización.
Al confundir la idea militar y
la idea misionera –¿la confusión ha sido querida?, yo no lo sé, Dios lo sabe–,
el artículo del Padre Chenu da lugar a un confusionismo que puede conducir a
hacernos contemplar a los cruzados como unos imbéciles dedicados a «imponer el
Evangelio... por la fuerza de las armas»[7].
Yo tomo mi conclusión de las Informations Catholiques Internationales del 15 de enero de 1967. Es una cita de Monseñor Carla Colombo, que pasa por ser el «teólogo del papa». Dirigiéndose a los teólogos italianos, les ha dicho: «Quien reciba el encargo de enseñar teología tiene, como todo cristiano, el derecho de buscar y de comunicar la verdad, pero no tiene la libertad de comprometer la fe o la vida espiritual de otro». Yo deseo, con respeto, que este consejo (del que me he tomado la libertad de subrayar lo esencial) sea escuchado, y no tan sólo por los teólogos italianos.
* En Revista «Verbo-Speiro», N° 56-57, 1967.
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