«Naturaleza, orden político y servicio a la Patria» (II) - Héctor Hernández (1943-2021)
Continuación...
Patria y estado
Se habrá advertido, por las citas hechas, que el análisis del orden político, en cuanto se lo hace en términos de «patria» y «patriotismo», tiende a deslizarse por la senda de lo poético. ¿Será cierto entonces que la Patria es sólo una «representación mítica» del Estado?
No lo creemos. Pensamos,
por el contrario, que si se acepta una cierta real sinonimia, al menos en nuestro caso nacional, entre Patria y
Estado, sólo se acentúa, al hablar de Patria, la rica concretidad
intransferible de la comunidad política que en sus elementos recibidos contiene exigencias por realizar. Se acentúa la dependencia del orden político
al orden moral, al insistir en los deberes del patriotismo, que en casos se
manifiestan como exigencias de justicia, pero que exceden, como el orden
político excede en esto al orden jurídico, el solo orden de la justicia.
De esta forma se acentúa la concretidad
de los deberes y se rechaza la tendencia racionalista
abstractista que parece desmerecer las exigencias patrióticas en virtud de que
mi patria pudo ser otra. Mi patria, como mi madre, no es menos mi patria por
ello (porque pudo ser otra); los hechos contingentes están en la base de las
realidades y de las exigencias más universales de los hombres.
Patria y política
Es necesario que se insista
fuertemente en que las exigencias patrióticas son exigencias políticas, pues a menudo se suelen separar injustificadamente
los campos: el patriotismo es visto como mera y degradada y peyorativa «cosa
poética», o cosa de la escuela primaria o secundaria, más o menos romántica,
mientras a la política se la concibe como yendo por otro camino, el de las «realidades
que pesan», el desarrollo inhumano del poder y de la economía, el mundo serio y
trágico de «los adultos».
Así puestas las cosas, el
descubrimiento del orden en la sociedad política es el descubrimiento de las
exigencias que en la praxis política tiene el servicio de la Patria. El orden
natural de la actividad política se nos exhibe, entonces, como el debido orden
práctico del servicio de la Patria. La formulación tomista del bien común
político o la paz como fin del Estado puede traducirse, entonces, acentuando la
dimensión concreta, en el bien de la
Patria como fin de la praxis política. Ése es el recto orden práctico, el
que se ajusta al verdadero fin. Y ése es el verdadero fin.
Está muy claro que lo que
decimos puede merecer el menosprecio de muchos politólogos o políticos, a
quienes la concepción antropocéntrica del hombre no sólo ha desligado de Dios,
sino también de la Patria y de la verdadera política. Se advierte en ellos y
debido a ellos una verdadera crisis del
patriotismo. Ella es producida por innúmeras causas morales: las dejaríamos sin mencionar si no fuera porque en
materia de conocimiento práctico quien no vive como piensa termina pensando
como vive. De todos modos, se hace necesario repensar estos temas para
justificar filosóficamente nuestros deberes y esclarecer a quienes, rectificada
su voluntad, han sido empero educados en el descreimiento respecto de la
Patria. Una de las expresiones más afamadas de ese pensador tan patriota y tan
argentino en todo, en su lenguaje y en su corazón, el ya citado P. Castellani,
fue la que nos impuso, como legado patriótico, el «sacro deber de pensar la
Patria», una de cuyas formas concretas y primeras es reivindicar
filosóficamente la noción misma de Patria, que resulta básica para toda praxis
política.
Patria y concepción burguesa
La concepción burguesa
dominante, con su aprecio desordenado de ciertas cosas materiales, comporta
como paradójicamente el desprecio de la tierra de los padres, y el
ensalzamiento de la paz burguesa, que no es el verdadero fin de la Patria, y por
lo cual la paz burguesa nos propone sacrificar la integridad territorial, la
justicia y el honor. Un aspecto psicológico y sociológico digno de
consideración, que viene a corroborar que el patriotismo resulta una exigencia
natural del espíritu humano, es el patriotismo que exhiben sectores importantes
de nuestro pueblo (generalmente los no universitarios) cuando algún hecho
excepcional le permite aflorar y romper el esquema mental y no sólo mental,
artificial y antinatural, que lo comprime. El hecho no tendría nada de extraño
si no fuera porque se ha pretendido educar a nuestro pueblo en aquella
concepción burguesa, impregnada de ideologismo: la identificación de la Patria
con la libertad, con el lugar donde estoy mejor, con la humanidad, con la
constitución (escrita), todo lo cual implica la negación de la verdadera
patria. Para ese modo ideológico de
pensar, carece de sentido casi la expresión «traición de la Patria» y el mismo
artículo correspondiente del Código Penal. De persistir en esa concepción se
puede perder no sólo la noción de patria, no sólo el honor, sino también la
riqueza material, pues –gloso aquí a Irazusta, Burke y Estanislao Zeballos– al
medir nuestros esfuerzos por nuestras meras «conveniencias» crematísticas y los
valores burgueses, sufriremos la injusticia de los países que miden sus
esfuerzos ante todo por su «existencia», y obran con honor y patriotismo.
Patria y Dios
Si hay deberes insoslayables,
políticos, jurídicos, morales, para con la Patria, que nuestra razón formula
como espontáneamente, naturalmente, el descubrimiento de la Causa de la naturaleza, de la causa de
las inclinaciones a fines perfectivos naturales, de nuestros deberes
patrióticos, no puede restar un ápice de aquellas exigencias. Más bien las
justifica debidamente con la comprensión de su último significado, el
significado de que la paternidad de la Patria es participación de la Paternidad
Divina y de que el amor a la Patria es participación del Amor de Dios, que es
la causa primera y principal de nuestros deberes (Santo Tomás). El amor a la
Patria se nos presenta así como una exigencia de los mandamientos divinos y del
amor divino.
No es ocioso –se comprenderá–,
referirnos entonces a una cierta «ideologización religiosa» a la que asistimos,
en que el olvido de la auténtica filosofía realista y de una teología asentada
en ella, ancladas ambas en la contemplación de la naturaleza, ajenas a todo
nominalismo, que sabe aunar la multiplicidad en la jerarquía y la unidad, lo
espiritual y lo material, que sabe distinguir sin separar lo natural y lo
sobrenatural, han confluido por querer dar fundamento teológico –desde luego
falso– a cierta tendencia universalista que resulta en definitiva apátrida. Y esto tan luego hoy, cuanto
más se habla de lo temporal y de las exigencias propias del mundo.
No está en efecto la Patria
desligada de las exigencias más altas: de conducir a los hombres al Primer
Principio, a Dios, al Padre, a la Patria Definitiva. Nos saldrán aquí también
al cruce, quizá, no sólo los ateos combativos, o los ateos indiferentes, o las
concepciones de quienes nos mirarán extrañados de que usemos este léxico tan
raro a la Politología, sino incluso los que omiten toda consideración o
relevancia de lo religioso bajo la cobertura perniciosa de la legitimación
sistemática de todo pluralismo. Es evidente que de esa manera la praxis
política queda, y en medida importante, degradada.
Patria y Orden Internacional
Pero así como las patrias no
están desligadas del honor, no están desligadas del orden; y el patriotismo
mismo, para ser virtud, no puede oponerse a las demás virtudes. «La virtud no
está contra la virtud» (Ar. y Sto. T.). Queremos decir que la exigencia de que
la praxis política se oriente al servicio de la patria no destruya las
exigencias del orden de justicia y de
amistad entre las patrias.
Conclusión
El orden natural de la política
nos reconduce, señores, a la Patria, y nos reconduce a Dios. Lo demás se nos
dará, quizá, por añadidura. Como añadidura. Si se nos da. La expresión de S.
Agustín de que después de Dios lo que más debe amar el hombre es la Patria, no
contiene exigencias sólo morales individuales, ni es una exigencia romántica,
ni implica el rechazo del orden universal entre los pueblos, sino que contiene
exigencias políticas rigurosamente fundadas. El descubrimiento del orden en la
política es el descubrimiento de que la verdad cardinal de la política es el
recto servicio de la Patria. Y esto tiene, para nosotros, un nombre único,
intransferible, femenino y bello, que debe ser servido varonilmente: Argentina.
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