«El Silencio (Meditación)» - Josef Pieper (1904-1997)
«La desgracia
del hombre comienza cuando no está en condiciones de quedarse solo consigo mismo
en una habitación» (B. Pascal)
Sólo quien
calla, escucha. Si alguien me preguntara por las reglas fundamentales de la
vida del alma y del espíritu, le pediría ante todo que pensara en esta frase. A
primera vista parece una perogrullada. Resulta obvio que uno no puede al mismo
tiempo hablar y escuchar lo que otro le dice. Con todo, la sentencia va mucho
más allá de lo puramente «acústico». Se trata de algo más que de un mero callar
con la boca. Incluso en el trato normal entre las personas se requiere un
callar más profundo, por ejemplo cuando la palabra del otro intenta realmente
alcanzarnos, y especialmente cuando alguien que nos necesita nos dirige un
llamado de auxilio, quizás sin palabras, con la esperanza de llegar a nuestro
corazón. Cuán verdadera resulta en este sentido la vieja sentencia: «Callar y
oír es el trabajo más arduo».
Sin embargo la
idea se relaciona más a la raíz de la existencia, apunta a un nivel más
profundo. En última instancia, la palabra alemana que designa a la «razón» –«Vernunft»–
deriva de «comprender» –«Vernehmen»–, en la que se incluyen todas las maneras
de alcanzar la realidad: tanto oír como mirar, y cualquier tipo de conocimiento
y de comprensión. Todo esto, entonces, como lo pretende aquella frase inicial,
se realiza solamente con la condición de que uno calle, lo que se cumple
precisamente cuando uno está «sólo consigo mismo en una habitación» y ninguna
palabra humana lo requiere.
El silencio que
aquí se nos pide es, sin duda, algo no fácilmente descriptible. Sobre todo su
contrario, es decir, el no-callar tiene diversas formas. La actitud acogedora
de un estar atento silencioso puede sofocarse no solamente por la indiferencia
o por un saber mejor, que interrumpe el lenguaje de las cosas, sino también, digámoslo
a modo de ejemplo, cuando uno deja que de afuera entre en su interior el ruido
del mercado y de la calle, las ruidosas sensaciones cotidianas, la acumulación
óptica de cosas que se pueden ver, de cosas carentes de valor, que están en
todas partes, y que, como todos sabemos, están disponibles al hombre según su
voluntad, tan pronto como alguien que está aburrido busca un «cambio». El fruto
de todo esto, que a veces puede ser ocultamente querido, es la frustración del
oír.
Sin embargo, se
trata de saber oír. Uno puede también callar cerrando los sentidos, apretando
los labios; y hay también un silencio muerto. En realidad nosotros callamos no
precisamente en medio de un mundo por decirlo así sin palabras; las cosas no
son mudas, como terriblemente pretenden algunos filósofos. Ciertas enseñanzas
orientales sobre la meditación, en las cuales se nos recomienda la actitud de
un silencio vacío, que conscientemente no apunta a ningún objeto concreto,
deben parecer extrañas a quien quiera comprender al mundo como una creación que
ha salido de la Palabra Fontal de Dios, y que también comprende que esa misma
Palabra le ofrece al que oye en silencio un mensaje de mil voces, cuya
comprensión significa para dicha persona su verdadera riqueza. Goethe, uno de
los grandes silenciosos (lo que a más de uno puede parecer extraño), cuando
tenía treinta años formuló en su Diario la máxima de la propia existencia
interior: «Lo mejor es el silencio profundo, en el que vivo enfrentado al
mundo, y en el que crezco y venzo, lo que no me podrán quitar con el fuego ni
con la espada». Lo que uno gana para sí mismo en un silencio tan profundo es quizás
precisamente la capacidad de proferir la palabra. Porque si ésta no procediera
de un silencio escuchante, se reduciría a un charlatanismo sin sustento, sería
sonido y humo, si no un engaño.
Naturalmente
puede también suceder que a un hombre que se abre hasta el fondo de su alma a
la realidad verdadera, se le paralice el habla, porque la sobreabundancia de lo
que está comprendiendo supera la capacidad de la palabra formal. Por eso no es
casual que los grandes místicos hayan recurrido a expresiones profundas tales
como «la oscuridad del silencio» y «el júbilo mudo». Y aun cuando a pesar de
ello hablen y escriban de lo que han visto y comprendido se percibe siempre «en
la plata del habla el oro de un silencio, que no ha podido traducir en palabras
la riqueza más escondida del alma» (J. Bernhart). Quizás esto también vale en
relación con el más alto objeto del conocimiento humano, invirtiendo por un
momento la frase que hemos puesto al principio: Quien escucha, calla.
* En «Revista Gladius», Año 8, n°25. 25
de diciembre de 1992.