«Los Puertos Grises» (fragmento) - John R. R. Tolkien (1892-1973)
Ha muerto un viejo amigo, Jorge Ferro. Muchas y muy buenas cosas podríamos publicar aquí de su autoría. Ya lo haremos. Preferimos ahora, como homenaje y tributo a la enseñanza que nos legó, reproducir este fragmento de «El Señor de los Anillos» –que es una despedida–, y a modo de gratitud por todo lo que nos transmitió en aquellas ya lejanas pero inolvidables reuniones de la «Guardia de San Miguel», acerca de su entrañable Tolkien, cuando todavía casi ni se oía hablar de él.
[...]
El veintiuno de septiembre
partieron juntos, Frodo montado en el poney en que había recorrido todo el
camino desde Minas Tirith, y que ahora se llamaba Trancos; y Sam en su querido
Bill. Era una mañana dorada y hermosa, y Sam no preguntó a dónde iban. Creía
haberlo adivinado.
Tomaron por el Camino de Cepeda
hasta más allá de las colinas, dejando que los poneys avanzaran sin prisa rumbo
al Bosque Cerrado. Acamparon en las Colinas Verdes y el veintidós de septiembre,
cuando caía la tarde, descendieron apaciblemente entre los primeros árboles.
–¡Fue detrás de ese árbol donde
usted se escondió la primera vez que apareció el Jinete Negro, señor Frodo! –dijo
Sam, señalando a la izquierda–. Ahora parece un sueño.
Había llegado la noche y las
estrellas centelleaban en el cielo del este, cuando los compañeros pasaron
delante de la encina seca y descendieron la colina entre la espesura de los
avellanos. Sam estaba silencioso y pensativo. De pronto advirtió que Frodo iba
cantando en voz queda, cantando la misma vieja canción de caminantes, pero las
palabras no eran del todo las mismas:
Aún detrás
del recodo quizá todavía esperen
un camino
nuevo o una puerta secreta;
y aunque a
menudo pasé sin detenerme,
al fin
llegará un día en que iré caminando
por esos
senderos escondidos que corren
al oeste
de la Luna, al este del Sol.
Y como en respuesta, subiendo por el camino desde el fondo del valle, llegaron voces que cantaban:
A!
Elbereth Gilthoniel
silivren
penna míriel
o menel
aglar elenath,
Gilthoniel,
A! Elbereth!
Aún
recordamos, nosotros que vivimos
bajo los
árboles en esta tierra lejana,
la luz de
las estrellas
sobre los
Mares de Occidente.
Frodo y Sam se detuvieron y
aguardaron en silencio entre las dulces sombras, hasta que un resplandor
anunció la llegada de los viajeros.
Y vieron a Gildor y una gran
comitiva de hermosa gente élfica, y luego, ante los ojos maravillados de Sam,
llegaron cabalgando Elrond y Galadriel. Elrond vestía un manto gris y lucía una
estrella en la frente, y en la mano llevaba un arpa de plata, y en el dedo un
anillo de oro con una gran pieza azul: Vilya, el más poderoso de los tres. Pero
Galadriel montaba en un palafrén blanco, envuelta en una blancura resplandeciente,
como nubes alrededor de la Luna; y ella misma parecía irradiar una luz suave. Y
tenía en el dedo el anillo forjado de mithril, con una sola piedra que
centelleaba como una estrella de escarcha. Y cabalgando lentamente en un
pequeño poney gris, cabeceando de sueño y como adormecido, llegó Bilbo en
persona.
Elrond los saludó con un aire
grave y gentil, y Galadriel los miró, con una sonrisa.
–Y bien, señor Samsagaz –dijo–.
Me han dicho, y veo, que has utilizado bien mi regalo. De ahora en adelante la
Comarca será más que nunca amada y bienaventurada. –Sam se inclinó en una profunda
reverencia, pero no supo qué decir. Había olvidado qué hermosa era la Dama
Galadriel.
Entonces Bilbo despertó y abrió
los ojos. –¡Hola, Frodo! –dijo–. ¡Bueno, hoy le he ganado al Viejo Tuk! Así que
eso está arreglado. Y ahora creo estar pronto para emprender otro viaje. ¿Tú
también vienes?
–Sí, yo también voy –dijo Frodo.
Los Portadores del Anillo han de partir juntos.
–¿A dónde va usted, mi amo? –gritó
Sam, aunque por fin había comprendido lo que estaba sucediendo.
–A los Puertos, Sam –dijo Frodo.
–Y yo no puedo ir.
–No, Sam. No todavía, en todo
caso; no más allá de los Puertos. Aunque también tú fuiste un Portador del
Anillo, si bien por poco tiempo. También a ti te llegará la hora, quizá. No te
entristezcas demasiado, Sam. No siempre podrás estar partido en dos.
Necesitarás sentirte sano y entero, por muchos años. Tienes tantas cosas de que
disfrutar, tanto que vivir y tanto que hacer.
–Pero –dijo Sam, mientras los ojos
se le llenaban de lágrimas–, yo creía que también usted iba a disfrutar en la
Comarca, años y años, después de todo lo que ha hecho.
–También yo lo creía, en un
tiempo. Pero he sufrido heridas demasiado profundas, Sam. Intenté salvar la
Comarca y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las
cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para
que otros las conserven. Pero tú eres mi heredero: todo cuanto tengo y podría
haber tenido te lo dejo a ti. Y además tienes a Rosa y a Elanor; y vendrán
también el pequeño Frodo y la pequeña Rosa, y Merry, y Rizos de Oro, y Pippin;
y acaso otros que no alcanzo a ver. Tus manos y tu cabeza serán necesarios en
todas partes. Serás el alcalde, naturalmente, por tanto tiempo como quieras
serlo, y el jardinero más famoso de la historia; y leerás las páginas del Libro
Rojo, y perpetuarás la memoria de una edad ahora desaparecida, para que la
gente recuerde siempre el Gran Peligro, y ame aún más entrañablemente el país
bienamado. Y eso te mantendrá tan ocupado y tan feliz como es posible serlo,
mientras continúe tu parte de la Historia.
¡Y ahora ven, cabalga conmigo!
Entonces Elrond y Galadriel
prosiguieron la marcha; la Tercera Edad había terminado y los Días de los
Anillos habían pasado para siempre, y así llegaba el fin de la historia y los
cantos de aquellos tiempos. Y con ellos partían numerosos elfos de la Alta
Estirpe que ya no querían habitar en la Tierra Media; y entre ellos, colmado de
una tristeza que era a la vez venturosa y sin amargura, cabalgaban Sam, y
Frodo, y Bilbo; y los elfos los honraban complacidos.
Aunque cabalgaron a través de la
Comarca durante toda la tarde y toda la noche, nadie los vio pasar, excepto las
criaturas salvajes de los bosques; o aquí y allá algún caminante solitario que
vio de pronto entre los árboles un resplandor fugitivo, o una luz y una sombra
que se deslizaba sobre las hierbas, mientras la luna declinaba en el poniente.
Y cuando la Comarca quedó atrás y bordeando las faldas meridionales de las
Lomas Blancas llegaron a las Lomas Lejanas y a las Torres, vieron en lontananza
el Mar; y así descendieron por fin hacia Mithlond, hacia los Puertos Grises en
el largo estuario de Lun.
Cuando llegaron a las Puertas,
Cirdan el Guardián de las Naves se adelantó a darles la bienvenida. Era muy
alto, de barba larga, y todo gris y muy anciano, salvo los ojos que eran vivos
y luminosos como estrellas; y los miró, y se inclinó en una reverencia, y dijo:
–Todo está pronto.
Entonces Cirdan los condujo a
los Puertos y un navío blanco se mecía en las aguas, y en el muelle, junto a un
gran caballo gris, se erguía una figura toda vestida de blanco que los
esperaba. Y cuando se volvió y se acercó a ellos, Frodo advirtió que Gandalf
llevaba en la mano, ahora abiertamente, el Tercer Anillo, Narya el Grande, y la
piedra engarzada en él era roja como el fuego. Entonces aquellos que se
disponían a hacerse a la Mar se regocijaron, porque supieron que Gandalf
partiría también.
Pero Sam tenía el corazón acongojado y le parecía que si la separación iba a ser amarga, más triste aún sería el solitario camino de regreso. Pero mientras aún seguían allí de pie, y los elfos ya subían a bordo, y la nave estaba casi pronta para zarpar, Pippin y Merry llegaron, a galope tendido. Y Pippin reía en medio de las lágrimas.
–Ya una vez intentaste tendernos
un lazo y te falló, Frodo. Esta vez estuviste a punto de conseguirlo, pero te
ha fallado de nuevo. Sin embargo, no ha sido Sam quien te traicionó esta vez,
¡sino el propio Gandalf!
–Sí –dijo Gandalf– porque es
mejor que sean tres los que regresen y no uno solo. Bien, aquí, queridos
amigos, a la orilla del Mar, termina por fin nuestra comunidad en la Tierra
Media. ¡Id en paz! No os diré: no lloréis; porque no todas las lágrimas son
malas.
Frodo besó entonces a Merry y a
Pippin, y por último a Sam, y subió a bordo; y fueron izadas las velas, y el
viento sopló, y la nave se deslizó lentamente a lo largo del estuario gris; y
la luz del frasco de Galadriel que Frodo llevaba en alto centelleó y se apagó.
Y la nave se internó en la Alta Mar rumbo al Oeste, hasta que por fin en una
noche de lluvia Frodo sintió en el aire una fragancia y oyó cantos que llegaban
sobre las aguas; y le pareció que, como en el sueño que había tenido en la casa
de Tom Bombadil, la cortina de lluvia gris se transformaba en plata y cristal,
y que el velo se abría y ante él aparecían unas playas blancas, y más allá un
país lejano y verde a la luz de un rápido amanecer.
Pero para Sam la penumbra del
atardecer se transformó en oscuridad, mientras seguía allí en el Puerto; y al
mirar el agua gris vio sólo una sombra que pronto desapareció en el oeste.
Hasta entrada la noche se quedó allí, de pie, sin oír nada más que el suspiro y
el murmullo de las olas sobre las playas de la Tierra Media, y aquel sonido le
traspasó el corazón. Junto a él, estaban Merry y Pippin, y no hablaban.
Por fin los tres compañeros
dieron media vuelta y se alejaron, sin volver la cabeza, y cabalgaron lentamente
rumbo a la Comarca; y no pronunciaron una sola palabra durante todo el viaje de
regreso; pero en el largo camino gris, cada uno de ellos se sentía reconfortado
por los demás.
Y finalmente cruzaron las lomas
y tomaron el Camino del Este; y Pippin y Merry cabalgaron hacia Los Gamos; y ya
empezaban a cantar de nuevo mientras se alejaban. Pero Sam tomó el camino de Delagua,
y así volvió a casa por la colina, cuando una vez más caía la tarde. Y llegó y
adentro ardía una luz amarilla; y la cena estaba pronta, y lo esperaban. Y Rosa
lo recibió, y lo instaló en su sillón, y le sentó a la pequeña Elanor en las
rodillas.
Sam respiró profundamente.
–Bueno, estoy de vuelta –dijo.
* En «El Señor de los Anillos – III El retorno del Rey», Ediciones Minotauro, 1980, pp.410-415.
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