«Culminación sangrienta de la revolución social» - Juan Carlos Goyeneche (1913-1982)

De acuerdo con las disposiciones de la nueva ley española, recientemente aprobada por las Cortes Generales y sancionada por el Rey Felipe VI, denominada «de Memoria Democrática», «se declara el día 31 de octubre de cada año como día de recuerdo y homenaje a todas las víctimas del golpe militar, la Guerra y la Dictadura». Pues bien, para este próximo primer «día de recuerdo», vaya este «ayudamemoria» para honrar a quienes fueron las verdaderas víctimas: las del terror rojo y de la barbarie marxista.

«La demagogia va caminando por la Europa, como las antiguas furias, coronada de serpientes, dejando en pos de sí manchas rojizas y sangrientas...», escribía Donoso Cortés en 1848, y más tarde agregaba: «El carácter histórico de los españoles es la exageración en todo: exageramos los vicios y las virtudes, las cosas grandes y las pequeñas... Sólo nos falta exagerar el socialismo, y lo exageraremos ciertamente. Entonces veréis lo que son los españoles enamorados de una idea buena o mala».

Así ocurrió en España: se comenzó admitiendo el liberalismo, se continuó tolerando el socialismo y se acabó exagerándolo hasta sus últimas consecuencias. De esta manera se llegó a tal alboroto de odios y correr de sangre que es preciso acercarse –para encontrar un símil en la Historia– a los tiempos en que la Roma pagana trataba de acallar la voz del Cristianismo, incómodo censor de sus liviandades.

No fue distinto el móvil de las hordas furibundas de la España roja: acabar con la presencia de la Verdad, perseguirla en sus representantes, destruirla en sus huellas centenarias, ultimarla en sus defensores, y luego matar para saciar alguna pasión privada o por el gusto de matar, simplemente.

La cosa venía de lejos. Chispas periódicas anunciaban el incendio, y fue inútil, que en el ayer inmediato de España, se levantaran, con temblor de advertencia, las voces de Donoso, de Balmes, de Aparisi, de Menéndez y Pelayo y de Vázquez de Mella. Lo que debía suceder sucedió. Desde el 16 de febrero de 1936 en adelante –fecha en que se presume ya la victoria del Frente Popular– los que hasta entonces habían sido intentos esporádicos de exterminio, se convierten en saña continua y desembozada contra todo lo que significara orden, jerarquía o religión.

El 15 de abril del mismo año, Calvo Sotelo presenta ante el Parlamento las estadísticas de crímenes y destrucciones cometidos desde el mes de febrero. En la madrugada del 13 de julio su nombre se agrega a la lista de víctimas por el denunciada. El 17 de julio, los requetés en Navarra, los falangistas en todo el país y Franco en Canarias, resuelven no tolerar más. Al día siguiente España queda dividida en dos mitades, una blanca y otra roja. En ésta, desde ese instante el atropello es lo habitual y su norma el crimen. Ya no es el tiempo de las hojas subversivas ni de los demagogos parlamentarios ni de los líderes rojos que incitan a todos los rencores para que se lancen a la calle. Ha llegado ya la hora de la calle, la oportunidad de los malos instintos, el comienzo de la aventura de los escondites y el acecho, de la fuga y de la persecución. En adelante toda persona honrada deberá caminar por la España roja a hurtadillas y en puntas de pie, sin dejar huellas de su decencia o de su honradez. De lo contrario se inicia el juego de las pistolas, el olfateo de las pisadas, la angustia del ladrido de los esbirros siempre presente en el oído, el sueño increíble de los paseos. Y esto se resuelve siempre, indefectiblemente, por el salto final al otro campo, y allí la resurrección y la patria, o por la muerte con el nombre de España en los labios o por el tedio de meses en el refugio de alguna embajada, lejos y cerca de la pesadilla de las prisiones y de sus torturas rusas, de los lamentos de los que caen y de las descargas que los arrebatan para la gloria de mañana.

Cuando se ha dejado en libertad las pasiones y el odio anda suelto, todo se puede soportar menos el orden. El orden les da a las cosas el lugar que les corresponde, frena los impulsos, encauza, previene, concierta todo dentro de una jerarquía; y esto es imposible de sufrir cuando se ha levantado un ideal de confusión y de anarquía. Por eso la primera víctima del desorden será la Iglesia, suprema ordenadora de los individuos y de la sociedad. Pío XI en Castelgandolfo lo denuncia entonces diciendo: «Cuanto de más humanamente humano y de más divinamente divino, personas sagradas, cosas e instituciones sagradas, tesoros inestimables e insustituibles de fe y de piedad cristiana, al mismo tiempo que de civilización y de arte; objetos preciosísimos, reliquias santísimas; dignidad, santidad, actividad benéfica de vidas enteramente consagradas a la piedad, a la ciencia y a la caridad, altísimos Jerarcas sagrados, Obispos y Sacerdotes, Vírgenes consagradas a Dios, seglares de toda clase y condición, venerables ancianos, jóvenes en la flor de la vida, y el mismo sagrado y solemne silencio de los sepulcros, todo ha sido asaltado, arruinado, destruido, con los modos más villanos y bárbaros, con el desenfreno más libertino, jamás visto, de fuerzas salvajes y crueles que pueden creerse imposibles, no digamos a la dignidad humana, sino hasta la misma naturaleza humana, aun la más despreciable y caída en lo más bajo».

Subrayando la verdad de estas palabras del Pontífice, el 28 de enero de 1937, el periódico anarquista Solidaridad Obrera se alegra de la destrucción de la Iglesia. «No les queda un altar en pie –dice–, no existe un títere con cabeza de esos que colocan en los retablos. No quedan apenas feligreses. Con todo, ellos tienen la pretensión de volver al culto. Pero eso no será». Y en el pleno del Partido Comunista Dolores Ibarruri dice en un discurso radiado desde Madrid: «...el marxismo no persigue a la religión; los excesos cometidos en cosas y personas de carácter religioso obedecen simplemente, a que, al fin y al cabo, la muchedumbre, envenenada y desenfrenada, tenía que divertirse de alguna manera honesta».

Para comprender bien la naturaleza de la violencia roja no hay que considerar a esa «diversión honesta» como algo espontáneo que pudiera haber sorprendido a los dirigentes de la república, sino como una empresa de destrucción preparada de antemano y orientada contra todo lo que fuera símbolo y gloria de la civilización de Occidente. La anarquía española fue –aunque parezca paradoja decirlo– una anarquía ordenada, es decir, organizada de acuerdo a un plan definido y una consigna clara; acabar con todo lo que llevara impreso en sí mismo el ser o el sentido de España. Así quedaron, a lo largo de la tierra española, millares de templos destruidos o incendiados, ermitas, conventos o admirables palacios en ruinas. Antiguos monasterios y seminarios que fueron durante siglos verdaderos custodios de la historia y el arte, desaparecieron para siempre con su riqueza artística, sus extraordinarias bibliotecas y sus archivos repletos de tradición y de patria. Nada se libró de ser profanado, reducido a cenizas o saqueado.

Los informes oficiales de las distintas regiones de España –pasado el dominio rojo– coinciden en lo mismo: «todo se ha perdido». Se hace una inmensa hoguera con telas valiosísimas, cuadro, ornamentos, custodias, piezas de orfebrería, artesonado de todos los estilos, arcones, bandejas, vasos sagrados, tapices y esculturas de extraordinario valor. La misma historia de España arde en llamas alumbrando los campos desolados, las ciudades y las aldeas estremecidas ente esa ráfaga de locura que no perdona nada que tenga arraigo de espíritu o majestad de años. Convierten muchas iglesias en cuarteles o depósito de municiones, a otras las transforman en salones de baile, cuando no en prostíbulos. En ellas se parodia las ceremonias de la Iglesia y utilizan en sus sacrílegos remedos los ornamentos y los vasos sagrados destinados al culto. No en vano se ha dicho que el diablo es el mono de Dios. Cuando avanzan las tropas libertadoras encuentran a su paso los lugares santos convertidos en estercoleros o completamente en ruinas.

En el Cerro de los Ángeles vuelan con dinamita el monumento levantado al Sagrado Corazón, después que un grupo de milicianos lo profana a balazos. Con dinamita también destruyen multitud de iglesias. Las llamas suben por paredes venerables junto con los gritos del rencor satisfecho. Pero el rencor se calma durante un solo instante, aquel en que el fuego consume, en que la dinamita aniquila, en que la mano mata. Luego renace con más fuerza y es necesario volver a calmarlo. Así, en el Convento de Capuchinos, de Basurto, fusilan al Crucifijo; en la ermita de San Lorenzo, de Dima, hacen lo mismo con la Virgen de Lourdes; en la iglesia de San Pedro de Tavira, le forman «juicio sumarísimo» a la antigua imagen de San Pedro, la condenan a muerte y la ejecutan. El martillo o el mazo hacen pedazos de imágenes antiquísimas, cuando no se las arroja a los ríos o se les pone el gorro frigio o la bandera comunista en las manos.

Esta furia incontenible no se detiene ni ante los santuarios más unidos a los sentimientos tradicionales y a la piedad popular. Se profanan horriblemente –en las Provincias Vascongadas– la Virgen de la Peña de Orduña, San Antonio de Urquiola, la Virgen de Begoña y destrozan a balazos la preciosa imagen de Nuestra Señora de la Antigua que se conservaba desde el siglo XIII.

También Sevilla –durante los instantes anteriores a la reconquista del general Queipo del Llano– sufre la pérdida de gran parte de su tesoro artístico y tradicional. Arde la iglesia de San Gil, hermosísimo exponente del arte mudéjar del siglo XIII, y con ella se pierde la capilla de la Macarena; igual suerte corren el monasterio de las Salesas, el convento de San José, de las Mercedarias descalzas, la iglesia de San Román, del siglo XIV, con la imagen de Nuestro Padre Jesús de la Salud, patrono de los gitanos, y la iglesia de Santa Ana construida por Alfonso el Sabio. Junto con estas y otras muchas iglesias se pierden obras de infinito valor de los grandes artistas sevillanos: Roque de Balduque, Martínez Montañés, los Roldán, Juan de Oviedo, Zurbarán, Herrera el Viejo, Baraona.

En Almería destruyen las mejores expresiones del arte de Alonso y Arturo Cano, en Málaga el famoso Cristo de Pedro de Mena, único en el mundo, y el medallón de la Virgen de Belén y todas las joyas artísticas de la ciudad, y en el Monasterio de la Rábida de Huelva, célebre en la historia del descubrimiento de América, queman todas las imágenes y acuchillan el retrato de Cristóbal Colón. Toledo queda desnuda hasta los huesos. Caen bajo la metralla la Posada de la Sangre, donde Cervantes escribió La Ilustre Fregona, las casas del Zocodover y el heroico Alcázar. Allí también sufre el Greco en sus mejores obras y los famosísimos vitrales de la catedral vuelan hechos añicos.

Madrid no conserva lugar santo sin ser dañado por el empuje iconoclasta de los marxistas. Se extinguen seis siglos de arte en muy pocos días; mueren todos los estilos; cae todo lo que tiene belleza y gracia; todo aquello en que se afirman los mejores momentos de la historia de España. Y ese viento de destrucción que la asuela atenta contra la cultura quemando bibliotecas y archivos; contra la economía entregando las fábricas y los bancos en manos de los comités; conta la Justicia, suprimiendo a los magistrados y jueces para poner en su lugar los terribles tribunales populares.

En Barcelona se hunde para siempre con centenares de iglesias la mayor parte de las famosas tablas catalanas de los siglos XII, XIII y XIV. Vich pierde su Catedral donde José María Serte había realizado sus mejores pinturas:

«¡Salud vosotras, las quinientas iglesias catalanas destruidas!
¡Y tú, gran Catedral de Vich, catedral de José María Sert!
¡También vosotras habéis dado vuestro testimonio!
¡También vosotras sois mártires!
¡Es bello morir en su puesto, con un grito de triunfo!
¡Es bello para la Iglesia de Dios ascender al cielo,
Toda entera, en el incienso y en el holocausto!»[1]

Junto con sus iglesias se exige el testimonio de la sangre a miles de sus pastores y a lo mejor de la grey. Once obispos y un administrador apostólico entregan la vida por su fe y por España. Se los quiere probar y triunfan en la prueba: Sigüenza, Tarragona, Lérida, Cuenca, Segorbe, Jaén, Ciudad Real, Almería, Guadix, Barcelona y Teruel pierden sus prelados. Pero eso no es bastante para calmar la sed de odio del populacho e innumerables sacerdotes siguen a Cristo sin titubear hasta la misma Cruz.

«¡Once obispos, dieciséis mil sacerdotes masacrados y ni una sola apostasía!
¡Ah, que pueda yo, como tú, lanzar mi testimonio, en alta voz, a mediodía!
¡Se había dicho que dormías, hermana España, pero fingido era tu sueño!
¡Y luego la súbita interrogación, y esos dieciséis mil mártires de un golpe!
“¿De dónde me llegan todos esos hijos?” exclama la que recibía nombre de estéril.
¡Las puertas del cielo ya no dan abasto a esa muchedumbre que se aprieta!
¡Mirad lo que se llamaba el desierto!
¡Ah! ¿Decías que era el desierto? ¡He ahí el manantial y la palmera!
¡Dieciséis mil sacerdotes! ¡El contingente reunido en un momento y el cielo colonizado en una sola llamarada!»[2].

Pero la siega brutal de vidas no consigue saciar la sed de crimen de la turba roja y su furor no se detiene ni ante el umbral de la misma muerte. El silencio antiguo de los cementerios se rompe con el vocerío de burlas y escarnios impropios de seres humanos. Los sepulcros son destruidos, rotas las losas y profanados los cadáveres. En Villarreal, Tortosa, queman los restos de San Pascual Baylón; en Vich profanan las reliquias de los santos Luciano y Marciano, patronos de la ciudad; en Barcelona rompen el sepulcro de San Olegario, obispo del siglo XI, y le roban a la momia el anillo pastoral; en Covadonga profanan la tumba de Don Pelayo, el héroe de la reconquista de España, y lo mismo hacen con muchos sepulcros que guardaban los restos de varones ejemplares.

Desde los primeros meses de la guerra la zona roja se convierte en una fragua de anarquía donde pierden la vida –vilmente asesinados– cerca de cuatrocientos mil civiles. Unos caen por el hecho de creer en Dios y en España, otros –patronos o comerciantes– para clamar cualquier viejo rencor de sus obreros o dependientes; innumerables, por el hecho trivial de llevar cuello y corbata.

Se organizan checas con técnica rusa y refinamiento oriental en las torturas; brigada que, como aquella llamada «del amanecer», elevan el número de víctimas a cifras verdaderamente fabulosas. Los parques y paseos –lugares, en otro tiempo de esparcimiento y descanso– sirven ahora con la complicidad de la noche, como otros tantos lugares de la ciudad y suburbios para fusilamientos y torturas.

Mueren así –fieles a los principios por los cuales lucharon– Ramiro de Maeztu, el hombre que con su pluma dio vida a la idea de la Hispanidad; Víctor Pradera, el propulsor de un Estado nuevo; el Marqués de Urquijo; el Conde de Plasencia; Dimas Madariaga; Juan Olazábal; Rufino Blanco; Isidro Almazán; Muñoz Seca el comediógrafo y tantos otros. Pero junto con ellos caen también innumerables republicanos como Melquíades Álvarez, decano del Colegio de Abogados de Madrid; Salazar Alonso, ex ministro de Lerroux; José Martínez de Velazco, jefe del Partido Agrario; Rico Abello, ex ministro de Martínez Barrios, y miles más que, a pesar de ser obreros, comerciantes o simples afiliados a partidos no integrantes del Frente Popular, no consiguen salvar sus vidas.

Durante las noches, en las grandes ciudades, el silencio es sólo interrumpido por el registro, casa por casa, que llevan a cabo las brigadas constituidas para comprobar las denuncias y delaciones de las criadas, de los porteros o de quien quisiera echar una sombra sobre otro para vengar una afrenta. Las víctimas se llevan ante los tribunales populares y sus casas son entregadas al saqueo. Desparecen familias enteras para que no quede ni la semilla, como se acostumbra a decir.

Y, ciertamente, se pudo acabar, en la zona roja, con toda semilla de dignidad y honradez si no hubieran existido miles de voluntades dispuestas a entregarse totalmente a la tarea sublime de dar nuevos héroes a la reconquista de su patria.

Durante casi tres años, parte del cielo de España se volvió negro y triste, como cubierto con una ola de ceniza. Pero fue sólo por un momento: detrás de las nubes grises el sol se preparaba a iluminar, con luz antigua, los caminos auténticos de un pueblo que supo andar siempre por ellos acompañado de la Gloria.

* En «Juan Carlos Goyeneche», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T° IX – Ediciones Dictio – 1976, págs. 61-69.

[1] Paul Claudel, poema A los mártires españoles, traducción de Leopoldo Marechal.
[2] idem

Otra publicación anterior vinculada con la presente, puede verse AQUÍ. 

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