«Culminación sangrienta de la revolución social» - Juan Carlos Goyeneche (1913-1982)
De acuerdo con las disposiciones de la nueva ley española, recientemente aprobada por las Cortes Generales y sancionada por el Rey Felipe VI, denominada «de Memoria Democrática», «se declara el día 31 de octubre de cada año como día de recuerdo y homenaje a todas las víctimas del golpe militar, la Guerra y la Dictadura». Pues bien, para este próximo primer «día de recuerdo», vaya este «ayudamemoria» para honrar a quienes fueron las verdaderas víctimas: las del terror rojo y de la barbarie marxista.
Así ocurrió en España: se
comenzó admitiendo el liberalismo, se continuó tolerando el socialismo y se
acabó exagerándolo hasta sus últimas consecuencias. De esta manera se llegó a
tal alboroto de odios y correr de sangre que es preciso acercarse –para
encontrar un símil en la Historia– a los tiempos en que la Roma pagana trataba de
acallar la voz del Cristianismo, incómodo censor de sus liviandades.
No fue distinto el móvil de las
hordas furibundas de la España roja: acabar con la presencia de la Verdad,
perseguirla en sus representantes, destruirla en sus huellas centenarias,
ultimarla en sus defensores, y luego matar para saciar alguna pasión privada o
por el gusto de matar, simplemente.
La cosa venía de lejos. Chispas
periódicas anunciaban el incendio, y fue inútil, que en el ayer inmediato de
España, se levantaran, con temblor de advertencia, las voces de Donoso, de
Balmes, de Aparisi, de Menéndez y Pelayo y de Vázquez de Mella. Lo que debía
suceder sucedió. Desde el 16 de febrero de 1936 en adelante –fecha en que se
presume ya la victoria del Frente Popular– los que hasta entonces habían
sido intentos esporádicos de exterminio, se convierten en saña continua y
desembozada contra todo lo que significara orden, jerarquía o religión.
El 15 de abril del mismo año,
Calvo Sotelo presenta ante el Parlamento las estadísticas de crímenes y
destrucciones cometidos desde el mes de febrero. En la madrugada del 13 de
julio su nombre se agrega a la lista de víctimas por el denunciada. El 17 de
julio, los requetés en Navarra, los falangistas en todo el país y Franco en
Canarias, resuelven no tolerar más. Al día siguiente España queda dividida en
dos mitades, una blanca y otra roja. En ésta, desde ese instante el atropello
es lo habitual y su norma el crimen. Ya no es el tiempo de las hojas
subversivas ni de los demagogos parlamentarios ni de los líderes rojos que
incitan a todos los rencores para que se lancen a la calle. Ha llegado ya la
hora de la calle, la oportunidad de los malos instintos, el comienzo de la
aventura de los escondites y el acecho, de la fuga y de la persecución. En
adelante toda persona honrada deberá caminar por la España roja a hurtadillas y
en puntas de pie, sin dejar huellas de su decencia o de su honradez. De lo
contrario se inicia el juego de las pistolas, el olfateo de las pisadas, la
angustia del ladrido de los esbirros siempre presente en el oído, el sueño
increíble de los paseos. Y esto se resuelve siempre, indefectiblemente,
por el salto final al otro campo, y allí la resurrección y la patria, o por la
muerte con el nombre de España en los labios o por el tedio de meses en el
refugio de alguna embajada, lejos y cerca de la pesadilla de las prisiones y de
sus torturas rusas, de los lamentos de los que caen y de las descargas que los
arrebatan para la gloria de mañana.
Cuando se ha dejado en libertad las
pasiones y el odio anda suelto, todo se puede soportar menos el orden. El orden
les da a las cosas el lugar que les corresponde, frena los impulsos, encauza,
previene, concierta todo dentro de una jerarquía; y esto es imposible de sufrir
cuando se ha levantado un ideal de confusión y de anarquía. Por eso la primera
víctima del desorden será la Iglesia, suprema ordenadora de los individuos y de
la sociedad. Pío XI en Castelgandolfo lo denuncia entonces diciendo: «Cuanto
de más humanamente humano y de más divinamente divino, personas sagradas, cosas
e instituciones sagradas, tesoros inestimables e insustituibles de fe y de
piedad cristiana, al mismo tiempo que de civilización y de arte; objetos
preciosísimos, reliquias santísimas; dignidad, santidad, actividad benéfica de
vidas enteramente consagradas a la piedad, a la ciencia y a la caridad,
altísimos Jerarcas sagrados, Obispos y Sacerdotes, Vírgenes consagradas a Dios,
seglares de toda clase y condición, venerables ancianos, jóvenes en la flor de
la vida, y el mismo sagrado y solemne silencio de los sepulcros, todo ha sido
asaltado, arruinado, destruido, con los modos más villanos y bárbaros, con el
desenfreno más libertino, jamás visto, de fuerzas salvajes y crueles que pueden
creerse imposibles, no digamos a la dignidad humana, sino hasta la misma
naturaleza humana, aun la más despreciable y caída en lo más bajo».
Para comprender bien la
naturaleza de la violencia roja no hay que considerar a esa «diversión
honesta» como algo espontáneo que pudiera haber sorprendido a los
dirigentes de la república, sino como una empresa de destrucción preparada de
antemano y orientada contra todo lo que fuera símbolo y gloria de la
civilización de Occidente. La anarquía española fue –aunque parezca paradoja
decirlo– una anarquía ordenada, es decir, organizada de acuerdo a un plan
definido y una consigna clara; acabar con todo lo que llevara impreso en sí
mismo el ser o el sentido de España. Así quedaron, a lo largo de la tierra española,
millares de templos destruidos o incendiados, ermitas, conventos o admirables
palacios en ruinas. Antiguos monasterios y seminarios que fueron durante siglos
verdaderos custodios de la historia y el arte, desaparecieron para siempre con
su riqueza artística, sus extraordinarias bibliotecas y sus archivos repletos
de tradición y de patria. Nada se libró de ser profanado, reducido a cenizas o
saqueado.
Los informes oficiales de las
distintas regiones de España –pasado el dominio rojo– coinciden en lo mismo: «todo
se ha perdido». Se hace una inmensa hoguera con telas valiosísimas, cuadro,
ornamentos, custodias, piezas de orfebrería, artesonado de todos los estilos,
arcones, bandejas, vasos sagrados, tapices y esculturas de extraordinario
valor. La misma historia de España arde en llamas alumbrando los campos
desolados, las ciudades y las aldeas estremecidas ente esa ráfaga de locura que
no perdona nada que tenga arraigo de espíritu o majestad de años. Convierten
muchas iglesias en cuarteles o depósito de municiones, a otras las transforman
en salones de baile, cuando no en prostíbulos. En ellas se parodia las
ceremonias de la Iglesia y utilizan en sus sacrílegos remedos los ornamentos y
los vasos sagrados destinados al culto. No en vano se ha dicho que el diablo es
el mono de Dios. Cuando avanzan las tropas libertadoras encuentran a su paso
los lugares santos convertidos en estercoleros o completamente en ruinas.
Esta furia incontenible no se
detiene ni ante los santuarios más unidos a los sentimientos tradicionales y a
la piedad popular. Se profanan horriblemente –en las Provincias Vascongadas– la
Virgen de la Peña de Orduña, San Antonio de Urquiola, la Virgen de Begoña y
destrozan a balazos la preciosa imagen de Nuestra Señora de la Antigua que se
conservaba desde el siglo XIII.
También Sevilla –durante los
instantes anteriores a la reconquista del general Queipo del Llano– sufre la
pérdida de gran parte de su tesoro artístico y tradicional. Arde la iglesia de
San Gil, hermosísimo exponente del arte mudéjar del siglo XIII, y con ella se
pierde la capilla de la Macarena; igual suerte corren el monasterio de las
Salesas, el convento de San José, de las Mercedarias descalzas, la iglesia de
San Román, del siglo XIV, con la imagen de Nuestro Padre Jesús de la Salud,
patrono de los gitanos, y la iglesia de Santa Ana construida por Alfonso el
Sabio. Junto con estas y otras muchas iglesias se pierden obras de infinito
valor de los grandes artistas sevillanos: Roque de Balduque, Martínez Montañés,
los Roldán, Juan de Oviedo, Zurbarán, Herrera el Viejo, Baraona.
Madrid no conserva lugar santo
sin ser dañado por el empuje iconoclasta de los marxistas. Se extinguen seis
siglos de arte en muy pocos días; mueren todos los estilos; cae todo lo que
tiene belleza y gracia; todo aquello en que se afirman los mejores momentos de
la historia de España. Y ese viento de destrucción que la asuela atenta contra
la cultura quemando bibliotecas y archivos; contra la economía entregando las
fábricas y los bancos en manos de los comités; conta la Justicia, suprimiendo a
los magistrados y jueces para poner en su lugar los terribles tribunales
populares.
En Barcelona se hunde para
siempre con centenares de iglesias la mayor parte de las famosas tablas catalanas
de los siglos XII, XIII y XIV. Vich pierde su Catedral donde José María Serte
había realizado sus mejores pinturas:
Junto con sus iglesias se exige
el testimonio de la sangre a miles de sus pastores y a lo mejor de la grey.
Once obispos y un administrador apostólico entregan la vida por su fe y por
España. Se los quiere probar y triunfan en la prueba: Sigüenza, Tarragona, Lérida, Cuenca, Segorbe, Jaén, Ciudad Real, Almería, Guadix, Barcelona y Teruel
pierden sus prelados. Pero eso no es bastante para calmar la sed de odio del
populacho e innumerables sacerdotes siguen a Cristo sin titubear hasta la misma
Cruz.
Desde los primeros meses de la
guerra la zona roja se convierte en una fragua de anarquía donde pierden la
vida –vilmente asesinados– cerca de cuatrocientos mil civiles. Unos caen por el
hecho de creer en Dios y en España, otros –patronos o comerciantes– para clamar
cualquier viejo rencor de sus obreros o dependientes; innumerables, por el
hecho trivial de llevar cuello y corbata.
Se organizan checas con técnica
rusa y refinamiento oriental en las torturas; brigada que, como aquella llamada
«del amanecer», elevan el número de víctimas a cifras verdaderamente
fabulosas. Los parques y paseos –lugares, en otro tiempo de esparcimiento y
descanso– sirven ahora con la complicidad de la noche, como otros tantos
lugares de la ciudad y suburbios para fusilamientos y torturas.
Mueren así –fieles a los
principios por los cuales lucharon– Ramiro de Maeztu, el hombre que con su
pluma dio vida a la idea de la Hispanidad; Víctor Pradera, el propulsor de un
Estado nuevo; el Marqués de Urquijo; el Conde de Plasencia; Dimas Madariaga;
Juan Olazábal; Rufino Blanco; Isidro Almazán; Muñoz Seca el comediógrafo y
tantos otros. Pero junto con ellos caen también innumerables republicanos como Melquíades
Álvarez, decano del Colegio de Abogados de Madrid; Salazar Alonso, ex ministro
de Lerroux; José Martínez de Velazco, jefe del Partido Agrario; Rico Abello, ex
ministro de Martínez Barrios, y miles más que, a pesar de ser obreros, comerciantes
o simples afiliados a partidos no integrantes del Frente Popular, no
consiguen salvar sus vidas.
Durante las noches, en las
grandes ciudades, el silencio es sólo interrumpido por el registro, casa por
casa, que llevan a cabo las brigadas constituidas para comprobar las denuncias
y delaciones de las criadas, de los porteros o de quien quisiera echar una
sombra sobre otro para vengar una afrenta. Las víctimas se llevan ante los
tribunales populares y sus casas son entregadas al saqueo. Desparecen familias
enteras para que no quede ni la semilla, como se acostumbra a decir.
Y, ciertamente, se pudo acabar,
en la zona roja, con toda semilla de dignidad y honradez si no hubieran
existido miles de voluntades dispuestas a entregarse totalmente a la tarea
sublime de dar nuevos héroes a la reconquista de su patria.
Durante casi tres años, parte
del cielo de España se volvió negro y triste, como cubierto con una ola de
ceniza. Pero fue sólo por un momento: detrás de las nubes grises el sol se preparaba
a iluminar, con luz antigua, los caminos auténticos de un pueblo que supo andar
siempre por ellos acompañado de la Gloria.
* En «Juan Carlos Goyeneche», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T° IX – Ediciones Dictio – 1976, págs. 61-69.
[1] Paul Claudel, poema A los mártires españoles, traducción de Leopoldo Marechal.[2] idem
Otra publicación anterior vinculada con la presente, puede verse AQUÍ.
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