«Dispuesto a caer» - Josef Pieper (1904-1997)
La fortaleza supone
vulnerabilidad; sin vulnerabilidad no se daría ni la posibilidad misma de la
fortaleza. En la medida en que no es vulnerable, está vedado al ángel participar
de esta virtud. Ser fuerte o valiente no significa sino esto: poder recibir una
herida. Si el hombre puede ser fuerte, es porque es esencialmente vulnerable.
Por herida se entiende aquí toda
agresión, contraria a la voluntad, que pueda sufrir la integridad natural, toda
lesión del ser que descansa en sí mismo, todo aquello que, aconteciendo en y
con nosotros, sucede en contra de nuestra voluntad. En suma: todo cuanto es de
alguna manera negativo, cuanto acarrea daño y dolor, cuanto inquieta y oprime.
Relación implícita con la muerte
Pero la más grave y honda de
todas las heridas es la muerte. Hasta las heridas no mortales son imágenes de
la muerte; esta lesión extrema, este último «no» extiende la esfera de su
influjo a toda negación penúltima, en la que vislumbramos como un reflejo suyo.
De este modo la fortaleza está
siempre referida a la muerte, a la que ni un instante cesa de mirar cara a
cara. Ser fuerte es, en el fondo, estar dispuesto a morir. O dicho con más
exactitud: estar dispuesto a caer, si por caer entendemos morir en el combate.
Toda herida del ser natural
entraña la referencia a la muerte. Todo acto de fortaleza se nutre así de la
disposición a morir como de su raíz más profunda, por distante que un tal acto
pueda parecer, visto desde fuera, del pensamiento de la muerte. Una «fortaleza»
que no descienda hasta las profundidades del estar dispuesto a caer está
podrida de raíz y falta de auténtica eficacia.
Martirio sin romanticismo
La disposición se manifiesta en
el riesgo de la acción. El acto propio y supremo de la virtud de la fortaleza,
aquel en el que ésta alcanza su plenitud, es el martirio. La disposición para
el martirio es la raíz esencial de la fortaleza cristiana. Sin una tal
disposición jamás se daría este hábito.
Cuando el concepto y la
posibilidad real del martirio se desvanecen en el horizonte visual de una
época, fatalmente degradará ésta la imagen de la virtud de la fortaleza, al no
ver en ella otra cosa que un gesto de bravuconería. Pero no estará de más
advertir que ese desvanecimiento puede tener lugar de múltiples modos. El
pequeño burgués estima que la verdad y el bien «se imponen» «por sí mismos» sin
que tenga que exponerse la persona; y esta opinión es en todo equiparable a ese
entusiasmo de bajo precio que no se cansa nunca de elogiar la «alegre
disposición para el martirio». Porque en uno y otro caso se diluye por igual la
realidad de este acto.
La Iglesia piensa de otra forma
en este asunto. Por un lado nos dice que el estar dispuesto a verter la sangre
por Cristo es cosa que cae de modo inmediato bajo la rigurosa obligación del
mandato divino (cadit sub praecepto);
«el hombre tiene que estar dispuesto a dejarse matar antes que negar a Cristo o
pecar gravemente»[1].
La disposición para la muerte es, por tanto, uno de los fundamentos de la
doctrina cristiana.
Pero preguntemos, por otro lado,
a la Iglesia de los mártires cuál sea su opinión respecto al locuaz entusiasmo
por el martirio del que acabamos de hacer mención. Leamos este conciso pasaje
del Martirio de San Policarpo, uno de
los más antiguos relatos del tiempo de la persecución (mitad del siglo
segundo), enviado por la «Iglesia de Dios en Esmirna» a «todas las comunidades
de la santa y católica Iglesia»: «y uno, un frigio de nombre Quinto, fue presa
del terror al divisar a las fieras. Precisamente era el mismo que se había
presentado voluntariamente a las autoridades después de inducir a algunos más a
seguir su ejemplo. Las reiteradas exhortaciones del procónsul lograron llevarlo
a la decisión de ofrendarse en silencio. Por eso, hermanos, no alabamos a los
que se presentan por sí solos a los tribunales; ni es esto lo que se enseña en
el Evangelio»[2].
Y San Cipriano, Padre de la Iglesia, que fue decapitado en el año 258,
explicaba al procónsul Paternus: «nuestra doctrina prohíbe que uno se delate a
sí mismo»[3].
Justamente parece haber sido suposición constante de los Padres de la Iglesia
primitiva, de Cipriano a Ambrosio pasando por Gregorio Nacianceno, que los
hombres a los que Dios mantiene la fuerza hasta el final son más bien aquellos
que antes preferían escapar que no, fiando petulantemente en la propia
resolución, dirigirse presurosos al martirio. Y Tomás de Aquino afirma, en un
artículo de la Summa sobre lo que
podríamos llamar la «alegría de la fortaleza» (utrum fortis delectetur in suo actu), que el dolor del martirio
oculta incluso la alegría espiritual por el acto grato a Dios, «a no ser que
sobreabunde la gracia y eleve con más fuerza el alma a las cosas divinas»[4].
Ante la áspera y nada romántica
realidad que cobra expresión verbal en el rigor de estas manifestaciones, el entusiasmo
fraseológico y las simplificaciones se diluyen en lo esencial. Pero sólo de ese
modo queda libre la mirada para captar el sentido real de este dato inquebrantable:
que la Iglesia cuenta a la disposición para el martirio entre los fundamentos
de la vida cristiana.
El recibir la herida no
constituye la esencia toda de la fortaleza, sino sólo la mitad exterior de
ella. El fuerte no recibe esa herida por su propia y espontánea voluntad. Si la
recibe, es más bien por conservar o ganar una integridad más esencial y más
honda.
Ni un solo instante se aleja de
la conciencia del cristiano la certeza de alcanzar a ser partícipe, merced a
las heridas recibidas en la lucha por el bien, de una integridad que se liga al
centro vital del ser humano de forma mucho más próxima y entrañable que
cualquier tipo de sosiego puramente natural. Pero no siempre logran los
enemigos y censores del cristianismo descubrir ni estimar en su justo valor
esta certeza ni el privilegiado lugar que ocupa entre las fuerzas vivas del
cristiano.
Victoria mortal
El martirio se aparecía a los
ojos de la Iglesia primitiva como una victoria, aun cuando también sea cierto
que se le apareciese como una victoria mortal: «el que muere por la fe,
triunfa; si viviera sin la fe, sería derrotado», dice, refiriéndose a los
mártires, San Máximo de Turín, obispo del siglo quinto[5].
Y Tertuliano afirma: «allí donde somos pasados a cuchillo, triunfamos; y cuando
se nos lleva ante el juez, quedamos en libertad»[6].
El que estas victorias se logren
a costa de la muerte o de ser cuando menos vulnerado es una de las
inconcebibles e inalterables condiciones bajo las cuales existe el cristianismo
en el mundo –y quizá no sólo el cristianismo–. Tomás de Aquino parece próximo
al extremo de fijar como esencia de la fortaleza el combate que esta virtud
libre contra el predominio del mal, del que el fuerte triunfa sólo a costa de
morir o de ser herido.
El fuerte no «sufre por sufrir», ya que no desprecia la vida
Pero por este momento conviene
dejar muy particularmente sentado, desde un principio, que el que es fuerte o
valiente no busca ser herido por su propia y espontánea voluntad. El «sufrir
por sufrir» no constituye para el cristiano, menor sin sentido que para el
hombre «natural». No es que vaya a desdeñar el que sufre daño por Cristo lo que
pierde al ser dañado. El mártir no menosprecia la vida, pero la tiene en menos
que aquello por lo que la entrega. Tomás de Aquino dice que el cristiano no
sólo ama su vida con las fuerzas vitales del cuerpo, que ansían perseverar en
la existencia, sino también con las energías morales del alma espiritual. Estas
palabras no encierran el más leve acento de disculpa. Porque no se significa
con ellas que el hombre ame su vida natural por ser «solamente hombre», sino
que la ama justamente porque y en la medida misma en que es un hombre bueno[7].
Y lo que se ha dicho de la vida vale asimismo para el ámbito entero de cuanto lleva
consigo la integridad natural: alegría, salud, éxito, felicidad. Todas estas
cosas son bienes auténticos que el cristiano en modo alguno desprecia ni de los
cuales se desprende sin más, salvo para conservar bienes más altos cuya pérdida
lesionaría más gravemente el núcleo esencial de la existencia humana.
No estará de más advertir que la
validez de cuanto queda dicho no se ve alterada un ápice por esta otra verdad
no menos indubitable: que la vida heroica de los santos y de los grandes
cristianos puede serlo todo antes que el resultado de un cálculo, precavido y
ponderado, de ganancia y de placer.
Querer traspasar los límites de
lo que ya no puede ser sabido es un absurdo manifiesto. Estas cuestiones sobre
el sentido y la medida del sacrificio de bienes naturales desembocan
inmediatamente en el impenetrable misterio de la existencia concreta del
hombre: la existencia de un ser que es a la vez corporal y espiritual, y que ha
sido creado, elevado, caído y redimido.