«La Iglesia» (fragmento) - Godofredo Kurth (1847-1916)
Llamará quizás la atención de algún lector, que esta nueva entrada lleve igual título y sea del mismo autor que el de la publicación realizada el 2 de junio de 2021, y que puede verse aquí. Se debe ello, simplemente, a que su texto es otro fragmento (en este caso la primera parte) del mismo capítulo del libro en cuestión.
Todo era prodigioso en el
nacimiento y en los progresos de este Imperio. Había una como ironía
providencial en la maravillosa solicitud con que la sociedad romana parecía
haberse adaptado anticipadamente a sus necesidades. La paz romana había protegido
su cuna, la unidad romana favoreció su crecimiento y las instituciones romanas
le ofrecieron materiales ya dispuestos para organizarse al soplo de su genio
creador. En fin, como para coronar la significación de este gran fenómeno, la
capital del Imperio romano llegó a ser la suya, y establecido allí, en el
centro de su poder, apareció a los ojos de las naciones como el heredero
glorioso y radiante del mundo antiguo y como el iniciador indefectible de un
mundo nuevo.
Seguro de sus altos destinos, y
lleno de fe imperturbable en su misión, proclamó ésta con tranquila seguridad,
y se llamó a sí mismo el Imperio de Dios. Por lo menos, difería singularmente,
en su fin y medios de acción, de todas las sociedades humanas, y ninguno podría
negar la majestuosa superioridad de su ideal sobre todos los que se habían
imaginado hasta entonces. Ya no se trataba aquí de una sociedad terrenal, con
el destino de sus miembros limitado a la duración efímera de su paso por esta
vida mortal, sino de una sociedad celestial que los encaminaba, a través de las
figuras de este mundo, hacia las realidades de la patria eterna. La felicidad
que les prometía no eran las voluptuosidades amargas y fugitivas de los
sentidos, que engendran la muerte, sino la transfiguración gloriosa del alma y
del cuerpo en la luz de la justicia y de la verdad divina. El lazo vivo con que
unía a todos no era la fuerza despiadada que se consume en atraer hacia un
centro mortífero las resistencias desesperadas del egoísmo, sino el amor que,
por dulce persuasión, llamaba a la voluntad libre hacia el hogar luminoso donde
ardía la fuente de todo amor. El señor que estaba a su cabeza no era un hombre
convertido en dios por el orgullo, sino un Dios que se había hecho hombre por
caridad. El nombre más habitual de este soberano era el de padre, y este
título, que implicaba ternura infinita para con todos sus hijos, les recordaba
también que eran hermanos entre sí y que debían amarse mutuamente como se
amaban a sí mismos. Y aunque esta fraternidad perfecta suponía la intimidad más
estrecha, no quedaba excluido de ella ni el que pareciese más miserable y más
abyecto a los ojos del mundo; bastaba que aportase su alma para que fuera
acogido.
Esta sociedad ideal,
reconstruida al margen de las leyes del mundo material y en una esfera
inaccesible a su influencia, realizaba el sueño de la ciudad perfecta que tanto
habían meditado los sabios de la Antigüedad, y cumplía las palabras de los
profetas, que anunciaban desde hacía siglos el advenimiento del Imperio de
Dios. Ya existía tal Imperio, y tomaba posesión de la Tierra; llamando hacia sí
a todas las almas, les mostraba en los resplandores radiantes de la eternidad
el verdadero fin de sus esfuerzos y el objeto último de sus aspiraciones. Ni el
tiempo ni el espacio eran límites para él, pues abrazaba a todo el género
humano, llenaba todos los siglos, se extendía de una eternidad a otra a través
del abismo de los tiempos, y, ocupando a la vez cielo y tierra, los poblaba con
sus legiones de elegidos. Victorioso de las dos grandes fuerzas destructoras
que reinan sobre el mundo material: el pecado, padre de la muerte, y la muerte,
salario del pecado, edificaba su reino sobre un principio inmaterial que estaba
por encima de los alcances de esas fuerzas. No quería reinar más que sobre los
corazones y las voluntades: en el santuario misterioso de la vida interior. Es
que el Imperio de Jesucristo no era de este mundo: Está dentro de vosotros, había dicho el Maestro[1].
El fiel que llevaba en su corazón la ley de este Imperio, se elevaba gradualmente
por la sinceridad de la obediencia y el ardor de la caridad a los puestos más
sublimes de la ciudad celestial, hasta que, después de haber salvado las
puertas de la tumba, era admitido a gozar de la visión de Dios.
Allí gustaba una felicidad sin
término ni mezcla; un solo día en esas radiantes moradas –había dicho un
profeta[2]–
valía más que mil en los palacios de los mortales. «El ojo del hombre –repetía, siguiendo a otro profeta, el Apóstol
que había sido arrebatado al tercer cielo– no
ha visto, ni su oído escuchado, ni su espíritu es capaz de concebir lo que Dios
reserva a los que le aman»[3].
Y el evangelista cuyo pensar, con vuelo como el de las águilas, había subido
más alto en la contemplación de las cosas eternas no encontraba más que figuras
para dar una imagen lejana de su belleza. En el Apocalipsis muestra el Imperio de Dios bajo la forma de una ciudad
de oro, brillante como el cristal y el jaspe; sus cimientos son de piedras
preciosas; los ángeles velan sobre su recinto, una luz celestial lo inunda todo
de caridad, y como sol tiene al Cordero de Dios. Allí, en medio de los
esplendores de un día eterno, las gentes se pasean con vestiduras de fiesta,
yendo y viniendo por puertas siempre abiertas, por las que no puede entrar nada
manchado, y las alabanzas al Omnipotente resuenan en sus labios con acentos de
alegría sin fin[4].
He aquí cómo se revela el Imperio de Dios a los corazones embriagados de los
fieles; era como el coronamiento sublime de la obra de la creación, o, para
mejor decir, era una segunda creación, más bella aún que la primera, y el Verbo
divino que la había sacado de la nada, podía, como en la aurora de los tiempos,
descansar de su obra y encontrarla muy buena.
Tal sociedad –es claro– se sale
del cuadro de la historia, porque salta los límites del tiempo. La Iglesia no
se enlaza con la ciencia humana sino por uno solo de sus grupos: el que vive
sobre la Tierra, y a quien reserva el nombre de Iglesia militante. Esta Iglesia
militante, que es para todos los fieles el noviciado del Cielo, se mueve,
durante su peregrinación terrenal, en la atmósfera de este mundo. Esparcida en
todos sus miembros, como el alma en el cuerpo, ejerce sobre el mundo, de grado
o por fuerza, la acción irresistible de un principio libre e inteligente sobre
la fuerza bruta; pero, en cambio, tiene que sostener contra sus ataques una
lucha siempre renaciente, por lo que alternativamente le nutre con su leche o
con su sangre. Como quiera que sea, desde que ha aparecido en la Tierra, nada
importante se hace en el mundo que no sea en pro o en contra de esa Iglesia, la
que ocupa el primer lugar en las preocupaciones del género humano, ya que las
vicisitudes de sus relaciones constituyen, hablando con propiedad, la historia
de la civilización.
Los principios de la ciudad de
Dios entre los hombres se parecieron a los del género humano: fueron los más
humildes e insignificantes. Apenas se dignó el mundo echar una mirada distraída
a sus primeras conquistas; algunos pescadores ignorantes y groseros, reunidos
en torno a un obrero que hablaba bien, pero al que no comprendían, fueron los
fundadores de la nueva sociedad. Sus secuaces se conocían por la excentricidad
insensata con que desafiaban la opinión pública y afectaban distinguirse del
resto de la humanidad; se gloriaban de la pobreza y de la ignorancia,
anatematizaban el goce y el placer, arrastraban una existencia miserable y
acababan generalmente en el patíbulo, como el jefe a quien habían divinizado.
Estos locos peligrosos, tenían, como ellos mismos proclamaban, la sed del
cadalso, y se juzgaba que, en general, no merecían otro fin. Añadían a esto la
pretensión ridícula de convertir al género humano a su doctrina, y pretendían
haber recibido de su maestro la misión de predicarla en todo el universo. No
era preciso ser profeta para predecir desde luego con seguridad el resultado de
tal empresa, y bastaba alguna experiencia y un poco de buen sentido para prever
que la secta perecería en poco tiempo entre desprecios y suplicios. Sin
embargo, sucedió lo contrario, como si en la historia del cristianismo todo
hubiese sido hecho para burlar las previsiones y confundir los cálculos de la
razón. Hay que examinar de cerca espectáculo tan admirable.
Nacida en el seno de la
sinagoga, pero abierta desde el primer momento a todas las almas humanas, la
Iglesia contenía en su origen dos categorías de cristianos, de procedencia
diversa, que se mantuvieron distintos durante algún tiempo, como las aguas de
ciertos ríos que se encuentran y corren juntas sin mezclarse inmediatamente. El
orgullo de los cristianos de raza judía se sublevaba contra esa igualdad de su
pueblo con los gentiles; según ellos, el Salvador de los hombres sólo había
venido para las ovejas del rebaño de Israel, y fueron precisas las audacias
generosas de San Pedro y de San Pablo para hacerles comprender que la Buena
Nueva se dirigía a todos los hijos de Adán. Pero no fue suficiente: hubo que
persuadirles, además, de que no había nada de obligatorio, para el cristiano
rescatado por la sangre de Jesucristo, en las prácticas de la antigua Ley, por
caras que fuesen al patriotismo y al sentimiento religioso del pueblo judío.
Los dirigentes de la sinagoga no lo entendían así: querían someter a todos los
fieles –judíos o gentiles– a los ritos de su nación, y su altiva tenacidad desencadenó
en la cuna misma de la Iglesia las primeras controversias. Una circunstancia
providencial vino a conjurar el peligro: fue la destrucción del templo de
Jerusalén, seguida de la dispersión de la nación judía. En adelante no tenía ya
razón de ser la ley de Moisés; desde entonces se confundieron para siempre
judíos y gentiles en el seno del cristianismo, y la nave de la naciente Iglesia
se lanzó audazmente a alta mar.
Ya se había extendido la fe de
Jesucristo por todo el mundo civilizado; como un relámpago que brilla en un
lado del cielo y que ilumina todo el horizonte en un instante, el reino de Dios
había penetrado en todas las provincias del Imperio romano, y aun había
traspasado sus fronteras. La generación contemporánea del Salvador pudo asistir
al espectáculo maravilloso del florecimiento de las Iglesias de Oriente, y
cuando el discípulo bienamado que había reposado sobre el pecho de Jesús se
entregó al sueño eterno, ya brillaban focos luminosos de la vida cristiana en
todas las riberas del Mediterráneo: San pablo, en algunos años de viajes
apostólicos, había sembrado comunidades desde las montañas de Fenicia hasta las
lejanas playas del occidente extremo, y de sus hermanos de apostolado, unos
habían derramado sus sudores y su sangre en el Imperio, mientras que otros
según la tradición, se habían ido a los últimos confines de la Tierra para
llevar la Buena Nueva a los pueblos sentados a la sombre de la muerte.
[...]
* En «Los orígenes de la civilización moderna», EMECÉ Editores, Buenos Aires – 1948, pp. 96-100.
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