«Por siempre 2 de Abril» - Víctor Eduardo Ordóñez (1932-2005)

A cuarenta años de la gloriosa gesta de Malvinas, vaya esta publicación que, escrita en el primer aniversario, resulta hoy de gran actualidad. Su autor, el siempre bien recordado Eduardo Ordóñez, firmó éste, como otros artículos suyos, bajo el seudónimo de Álvaro Riva.

La recordación del 2 de abril corre el riesgo –como quizá, no podía dejar de esperarse en el actual estadio espiritual argentino– de oscurecerse o, lo que sería aún peor, de confundirse. Es que el modo tan sigiloso (por no decir clandestino) e imprevisto con que el gobierno de Galtieri inició las hostilidades, la indiferencia apenas disimulada con que los partidos se auparon en la gesta, incluso la reticencia –que no ocultaba su fastidio– con que muchos obispos y los círculos que los rodean siguieron los acontecimientos –todos deseando que terminaran, de cualquier manera pero que terminaran– son gestos que contribuyeron por igual a la frivolización, a la deformación y a la incomprensión de esta epopeya argentina del siglo XX.

No es difícil advertir que detrás de estas y otras actitudes semejantes se halla en plena virulencia un enfoque radical y exprofesamente equivocado de la realidad histórica y política del país y de toda Hispanoamérica. A esta situación verdaderamente desesperada y desesperante se ha llegado por medio de un tortuoso sistema de ignorancias y silencios, de dogmatismos y persecuciones –que aún hoy, después de la guerra, perdura–; un sistema por el cual aquella ignorancia se hizo obligatoria y estos silencios se volvieron condición de la convivencia y, como lo sabemos ahora, de la subsistencia de la república liberal.

En virtud de ese complicado mecanismo político-pedagógico se arrastró a la Nación a insertarse en una pueril subcultura para la que el mundo era un extenso valle al que era nuestro deber alimentar, mientras, a cambio de ello, se nos permitía retozar leyendo a sus poetas, a sus filósofos y a sus periodistas, que al mismo tiempo que nos alegraban nos ilustraban. También se nos hizo (¿se nos obligó?) a creer que la «pax anglosajona» era un idílico vergel en el que podíamos mordisquear sus verdes pastos con toda gratuidad. Es decir, a la Argentina se la sepultó en el más cruel de los errores, en el más fatal de los equívocos, a saber: desconocer cuál es su enemigo, pecado éste mortal, irredento e irredimible en política. Este «pecado que no se perdona» nos impulsó a ver en Gran Bretaña a un amigo, en ocasiones un poco severo y a veces hasta incomprensivo –lo que bien se puede explicar en atención a la superioridad racial que las generaciones de 1837 y 1880 nos acostumbraron a aceptar como cosa evidente–, buen comprador, buen pagador y generoso inversor.

Si esto es risible contemplando el siglo XIX y la primera mitad del XX desde la experiencia de la segunda mitad de éste, resulta tan repugnante como mortal repetir los mismos gestos y las mismas enseñanzas después del 2 de abril. Suponer que la Reconquista intentada hace un año terminó el 14 de junio, que se trataba de reincorporar las islas al territorio como un acto de derecho, en fin que la empresa era algo así como un paso más o menos administrativo, más o menos inédito, más o menos doloroso e inquietante pero que por sobre todo tenía la inmensa ventaja (para los timoratos, los cobardes, los liberales y los agentes extranjeros) de ser limitada en el tiempo y en el espacio, es decir de tratarse de una conducta sin trascendencia ni sentido mayor, se origina en una actitud mental que se corresponde, punto por punto, con la que creó, facilitó y posibilitó un status de colonia sobre la tierra del antiguo virreinato español del Río de la Plata. El error que nos puede matar por muchas generaciones es creer que el 2 de abril se limitó al 2 de abril y que terminó, como una asonada traviesa de la que tenemos que avergonzarnos y olvidar o arrepentirnos, el 14 de junio.

Nada más imbécil ni más criminal. El 2 de abril –a pesar del 14 de junio e, incluso, a través del 14 de junio– es la fecha en que (no importa –no importará nunca más– la suerte de las armas) la Argentina las empuño y apuntó, como pocas veces lo hizo en su historia, contra su enemigo real, ancestral, verdadero y principal. Fue un gesto augural e inaugural ese de detectar –por primera vez en lo que va del siglo– al enemigo felón e implacable que la arranca de su destino. El 2 de abril si se comprende en su dimensión interna, constituye un acto fundacional, un replanteo tan profundo y radical de la república que la anterior –después de un siglo y medio de acomodaticia dependencia clandestina en un intersticio periférico del mundo anglosajón– se extinguiría para dar paso a una nueva república, consciente de sus enemigos verdaderos e ineludibles y, por lo tanto, una república de cara a su destino.

Eso es y no puede ser nada más –ni nada menos– que eso, el 2 de abril. Pero, claro, un estado liberal, corrompido, entreguista, de cuño alberdiano, que da protección y poder a los empleados del Enemigo (cuya primera astucia consiste en hacer creer que no existe y sopla al oído de los Alsogaray y los Borges, como hace el Demonio) no puede, objetiva ni subjetivamente, tomar a su cargo tamaña empresa. No es por casualidad que quedó desbordado casi enseguida de iniciadas las hostilidades, que se entregó sin pudor, que no tuvo ganas de pelear, que nunca comprendió lo que hizo –así como ahora no comprende lo que todavía puede hacer–. El 2 de abril cargado de gloria, la Argentina se proyectó más allá de sí misma y, en consecuencia, se proyectó sobre sí misma. Abandonó su medianía, abofeteó el rostro de su opresor y burlador. En alguna medida, completó o, mejor dicho, retomó el ciclo de la independencia que no se había cerrado, como hacen creer los filósofos liberales, en 1852 con Caseros ni en 1853 con la Constitución.

Por lo tanto y puesto que todavía se encuentra pendiente la formación del Estado Nacional y dado que el Liberal impuesto por un grupo de nativos al amparo (y al servicio) del sistema anglosajón sobrevive, lo que corresponde es destruirlo sin mayores miramientos y levantar otro surgido de la Nación y a cargo de su tutela. Un estado que no la contradiga ni deforme sino que la continúe y perfeccione, según las leyes de la más alta biología política y de la más excelsa filosofía de la historia. Este estado –en atención a que la Nación que le dio vida se encuentra en situación de guerra– debe nacer y crecer en y para la guerra, presto a protagonizar una historia que nunca más le será ajena.

Este es el 2 de abril: el nacimiento de un Estado y el renacimiento de una Nación. El 2 de abril es la jornada fundacional de la Argentina del Tercer Milenio. No nos hemos de avergonzar, pues, de esa fecha, sino aprovecharla al margen del triunfo y de la derrota. Es esa ahora la forma de amar a una Patria que se nos devuelve hambrienta de gloria con todo el desmesurado temblor de nuestra sangre, una sangre enamorada hasta la raíz que busca su destino en un derramarse por los surcos de la batalla inacabada de Puerto Argentino.

* En «Revista Cabildo», 2ª época – Año VII – N° 63, abril de 1983.

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