«Vocación sacerdotal» - Ronald A. Knox (1888-1957)

Dios sabe lo que vas a hacer, pero, ¿es eso lo que Dios quiere que hagas? No necesariamente. Eso puede ser la voluntad de Dios sólo en el sentido de que permite que suceda, ya que no todo lo que los hombres hacen es querido por Dios. Nuestro Señor mismo escogió doce Apóstoles y, sin embargo, uno de ellos, Judas Iscariote, le traicionó. El Señor sabía lo que iba a suceder; sabía que robaba dinero de la bolsa común, sabía que le iba a vender por treinta monedas de plata y, a pesar de todo, le escogió. No le eligió para que fuese un traidor; le eligió para que fuera santo, como los demás, para llevar el nombre de Cristo a los gentiles y ser testigo suyo ante los gobernadores y los reyes, para ganar la corona del martirio tal vez. Pero no le quitó la libertad. Y es que Dios tiene un plan para cada uno de nosotros y, al mismo tiempo, sabe hasta qué punto lo realizaremos o no haciendo uso de nuestra libertad. Nuestra felicidad depende del cuidado con que seamos capaces de llevar a cabo ese plan de Dios para nosotros, de la fidelidad para descubrir su voluntad.

Al decir esto, seguramente estarás pensando que te voy a hablar de vocación sacerdotal, y no te equivocas. Lo cual no quiere decir, sin embargo, que yo me considere, o tú me tengas que tener, como autoridad en la materia o como especialmente dotado del don de discernimiento del espíritu. Me acuerdo de un muchacho que vino a mí para decirme que quería ser sacerdote, pero que dudaba entre hacerse benedictino o sacerdote secular. Después de hacerle algunas preguntas, le aconsejé que se hiciera benedictino. Pues bien, fue a un monasterio, estuvo dos días y se salió; de allí se fue derecho al seminario diocesano y hoy está a punto de ordenarse. Te lo he contado para mostrarte que no soy una autoridad en materia de vocación. Muchos otros sacerdotes tienen más experiencia que yo. Lo cual no obsta para que sea capaz de darte algunos consejos generales en relación con el tema.

En primer lugar, yo diría que cualquiera que sea la respuesta, la pregunta correcta es ésta: ¿Debo yo –no otro– hacerme sacerdote? No se trata, pues, de una especie de cuestionario general sobre la carrera a elegir, al estilo de los que publican algunas revistas cuando dicen que si tienes tales dotes y aptitudes puedes ser esto, lo otro o lo de más allá, no. Es algo mucho más concreto. La pregunta «¿Debo yo hacerme sacerdote?» sólo admite una alternativa: sacerdote o seglar. No es posible plantearse el tema como una serie de alternativas entre sacerdote o ingeniero, sacerdote o abogado, sacerdote o militar. Sería un enfoque completamente equivocado, entre otras razones porque el sacerdocio no requiere una gama especial de dones naturales que correspondan a estas o aquellas profesiones civiles. El sacerdote, por supuesto, necesita tener diversos dones y aptitudes, pero ninguno en particular. No precisa ser un filósofo que está siempre en las nubes, ni un gran matemático, ni un literato excepcional; necesita, sí, un mínimo de cultura general, saber algo de todo eso y un poco más de latín, pero no una especialidad. Por eso, la persona medianamente inteligente no puede decir sin más: «No, yo no puedo ser sacerdote; no estoy dotado para esa carrera...».

Y lo mismo al revés; tampoco se puede decir: «Soy una persona especialmente dotada para la carrera sacerdotal», ya que no existe un tipo de persona que no encaje en ese «patrón». Entre otras cosas, porque tal «patrón» no existe.

Bien, una vez aclarado este punto, consideremos la pregunta desde otro ángulo. Puede ser que pienses que las únicas personas destinadas a hacerse sacerdotes son las que son mucho más buenas, más devotas, más santas y más sacrificadas que tú... Lo cual resolvería el problema de un plumazo. Si lees ciertos libros destinados a los sacerdotes, puedes sacar la impresión de que los sacerdotes deben vivir una espiritualidad inasequible a personas como tú.

El enfoque no es éste, naturalmente. Los sacerdotes deben aspirar a su propia santificación, pero partiendo de niveles muy diversos; en esto no se diferencian de cualquier fiel cristiano. No empiezan sus estudios sacerdotales ni van al seminario porque son ya casi santos; si así fuese, si los obispos sólo aceptasen para la ordenación a los casi perfectos, tú y yo no podríamos ir a Misa los domingos.

Todo esto nos lleva de nuevo a la doctrina de la vocación, a secas; quiero decir que Dios no desea que una determinada clase de personas sean sacerdotes y otra distinta laicos o seglares. Lo que desea es que haya sacerdotes y seglares. Sin embargo, ni los dones naturales ni los sobrenaturales marcan, por sí solos, la diferencia. Lo cual quiere decir que no siempre son sus mejores amigos, no los más santos, los llamados al sacerdocio. Santo Tomás Moro, por ejemplo, trató de hacerse cartujo, pero comprobó que no tenía esa vocación. Se casó y llevó una vida santa en su matrimonio y en su vida pública, siendo fiel hasta la muerte.

La cuestión, pues, no consiste en plantearse si todos los amigos de Dios tienen que ser sacerdotes, sino en preguntarse: ¿Quiere que yo, que soy su amigo, sea sacerdote?

Pienso que tener esperanzas es algo necesario y bueno, aunque sería presuntuoso esperar que Dios nos concediera exactamente lo que nosotros queremos. Es bueno esperar que, tras esforzarte por cultivar la amistad de Dios, Él te dará a conocer lo que desea que hagas, te hará saber de alguna manera si quiere o no que seas sacerdote. Pero, cuidado: no se trata de tener una especie de revelación sobrenatural, un éxtasis o cosas así. No. Bastaría con que la idea de serlo se vaya perfilando en tu mente, quizá de manera vaga al principio y luego cada vez con más fuerza y claridad; tu amistad con Dios te llevará a querer servirle y ese deseo de hacer algo por Él irá tomando una forma concreta.

Tales inspiraciones surgen fácilmente allí donde existe una verdadera amistad. Pueden provenir de tu interior o ser provocadas por algún acontecimiento externo: la lectura de un libro, un suceso imprevisto, una homilía... incluso lo que te estoy diciendo ahora. Dios escoge los más variados instrumentos para transmitir sus mociones, hasta un asno, como hizo con el profeta Balaam.

Si tú estás dispuesto a ser sacerdote y crees que es ésa la voluntad de Dios, confía en Él plenamente. Lo serás, por muchas que puedan ser las dificultades. Que nada te arredre. Pídele que se haga su voluntad, sin olvidar nunca que, en último término, la decisión no es tuya, sino de Dios: «No me habéis elegido vosotros, sino que os elegí yo», dijo el Señor a los Apóstoles. Sigue, pues, estudiando serenamente, formándote y cumpliendo tu deber, porque el momento de la elección llegará. Digo esto, porque se da a veces la tentación, entre los jóvenes que aspiran al sacerdocio, de descuidar su formación escolar e incluso universitaria, pensando en que cuando sean sacerdotes no la necesitarán. Es un inmenso error. En primer lugar, porque si no llegan a ser sacerdotes, si se demuestra que no tienen vocación, quedarán en la vida en una situación de inferioridad. Y en segundo lugar, porque el sacerdote sí necesita formación, aunque luego no llegue a ejercer en la vida ninguna profesión civil. No desprecies, pues, una serie de asignaturas –matemáticas, física o lo que sea– con el pretexto de que no te van a servir para nada cuando seas sacerdote, ya que cualquier tipo de conocimiento puede serte muy útil, aunque no por eso vayas a ser un mejor sacerdote. Que Dios te bendiga y te haga ver claro cuál es tu auténtica vocación.

* En «Retiro para gente joven». Ed. Palabra, España – 3a edición - 1999, pp. 187-192.

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