«Vocación sacerdotal» - Ronald A. Knox (1888-1957)
Al decir esto, seguramente
estarás pensando que te voy a hablar de vocación sacerdotal, y no te equivocas.
Lo cual no quiere decir, sin embargo, que yo me considere, o tú me tengas que
tener, como autoridad en la materia o como especialmente dotado del don de
discernimiento del espíritu. Me acuerdo de un muchacho que vino a mí para
decirme que quería ser sacerdote, pero que dudaba entre hacerse benedictino o
sacerdote secular. Después de hacerle algunas preguntas, le aconsejé que se
hiciera benedictino. Pues bien, fue a un monasterio, estuvo dos días y se
salió; de allí se fue derecho al seminario diocesano y hoy está a punto de
ordenarse. Te lo he contado para mostrarte que no soy una autoridad en materia
de vocación. Muchos otros sacerdotes tienen más experiencia que yo. Lo cual no
obsta para que sea capaz de darte algunos consejos generales en relación con el
tema.
En primer lugar, yo diría que
cualquiera que sea la respuesta, la pregunta correcta es ésta: ¿Debo yo –no
otro– hacerme sacerdote? No se trata, pues, de una especie de cuestionario
general sobre la carrera a elegir, al estilo de los que publican algunas
revistas cuando dicen que si tienes tales dotes y aptitudes puedes ser esto, lo
otro o lo de más allá, no. Es algo mucho más concreto. La pregunta «¿Debo yo
hacerme sacerdote?» sólo admite una alternativa: sacerdote o seglar. No es
posible plantearse el tema como una serie de alternativas entre sacerdote o
ingeniero, sacerdote o abogado, sacerdote o militar. Sería un enfoque completamente
equivocado, entre otras razones porque el sacerdocio no requiere una gama
especial de dones naturales que correspondan a estas o aquellas profesiones
civiles. El sacerdote, por supuesto, necesita tener diversos dones y aptitudes,
pero ninguno en particular. No precisa ser un filósofo que está siempre en las
nubes, ni un gran matemático, ni un literato excepcional; necesita, sí, un
mínimo de cultura general, saber algo de todo eso y un poco más de latín, pero
no una especialidad. Por eso, la persona medianamente inteligente no puede
decir sin más: «No, yo no puedo ser sacerdote; no estoy dotado para esa
carrera...».
Y lo mismo al revés; tampoco se
puede decir: «Soy una persona especialmente dotada para la carrera sacerdotal»,
ya que no existe un tipo de persona que no encaje en ese «patrón». Entre otras cosas,
porque tal «patrón» no existe.
Bien, una vez aclarado este
punto, consideremos la pregunta desde otro ángulo. Puede ser que pienses que
las únicas personas destinadas a hacerse sacerdotes son las que son mucho más buenas,
más devotas, más santas y más sacrificadas que tú... Lo cual resolvería el
problema de un plumazo. Si lees ciertos libros destinados a los sacerdotes,
puedes sacar la impresión de que los sacerdotes deben vivir una espiritualidad
inasequible a personas como tú.
El enfoque no es éste,
naturalmente. Los sacerdotes deben aspirar a su propia santificación, pero
partiendo de niveles muy diversos; en esto no se diferencian de cualquier fiel
cristiano. No empiezan sus estudios sacerdotales ni van al seminario porque son
ya casi santos; si así fuese, si los obispos sólo aceptasen para la ordenación
a los casi perfectos, tú y yo no podríamos ir a Misa los domingos.
Todo esto nos lleva de nuevo a
la doctrina de la vocación, a secas; quiero decir que Dios no desea que una
determinada clase de personas sean sacerdotes y otra distinta laicos o
seglares. Lo que desea es que haya sacerdotes y seglares. Sin embargo, ni los dones
naturales ni los sobrenaturales marcan, por sí solos, la diferencia. Lo cual
quiere decir que no siempre son sus mejores amigos, no los más santos, los
llamados al sacerdocio. Santo Tomás Moro, por ejemplo, trató de hacerse
cartujo, pero comprobó que no tenía esa vocación. Se casó y llevó una vida
santa en su matrimonio y en su vida pública, siendo fiel hasta la muerte.
La cuestión, pues, no consiste
en plantearse si todos los amigos de Dios tienen que ser sacerdotes, sino en
preguntarse: ¿Quiere que yo, que soy su amigo, sea sacerdote?
Si tú estás dispuesto a ser
sacerdote y crees que es ésa la voluntad de Dios, confía en Él plenamente. Lo
serás, por muchas que puedan ser las dificultades. Que nada te arredre. Pídele
que se haga su voluntad, sin olvidar nunca que, en último término, la decisión
no es tuya, sino de Dios: «No me habéis elegido vosotros, sino que os elegí
yo», dijo el Señor a los Apóstoles. Sigue, pues, estudiando serenamente, formándote
y cumpliendo tu deber, porque el momento de la elección llegará. Digo esto,
porque se da a veces la tentación, entre los jóvenes que aspiran al sacerdocio,
de descuidar su formación escolar e incluso universitaria, pensando en que cuando
sean sacerdotes no la necesitarán. Es un inmenso error. En primer lugar, porque
si no llegan a ser sacerdotes, si se demuestra que no tienen vocación, quedarán
en la vida en una situación de inferioridad. Y en segundo lugar, porque el
sacerdote sí necesita formación, aunque luego no llegue a ejercer en la vida
ninguna profesión civil. No desprecies, pues, una serie de asignaturas
–matemáticas, física o lo que sea– con el pretexto de que no te van a servir
para nada cuando seas sacerdote, ya que cualquier tipo de conocimiento puede
serte muy útil, aunque no por eso vayas a ser un mejor sacerdote. Que Dios te
bendiga y te haga ver claro cuál es tu auténtica vocación.
* En «Retiro para gente joven». Ed. Palabra, España – 3a edición - 1999, pp. 187-192.
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