«La Anunciación» - Ana Catalina Emmerick (1774 - 1824)
En las vísperas de la Solemnidad de
la Encarnación del Verbo de Dios...
La Sabiduría edificó su casa y levantó sus siete pilares. ¿Quién dará a
entender el poder de Dios? Como grano de polvo en la balanza es el universo
entero a sus ojos, y sin embargo eligió habitar en la más pequeña de las almas
e hizo de ella tabernáculo para el Sol que viene de lo alto.
El hombre buscó en vano un punto de apoyo para mover la tierra. Dios se
apoyó en María para darnos nuevos cielos y nueva tierra en Aquel que es capaz
de hacer nuevas todas las cosas. ¡Feliz la que en su simplicidad creyó que la
simplicidad de Dios todo lo puede! En la plenitud de los tiempos, su fiat los
reduce todos a un instante que se abandona confiado en las manos del Padre. Su
obediencia impone ley al mar de la soberbia humana y le fija límite
infranqueable diciéndole: «Hasta aquí llegarás, no más allá».
Ana Catalina Emmerich, mística alemana del pasado siglo, escribió una «Vida de María» de la que hemos tomado estas páginas. Con la
sencillez del lenguaje evangélico, describe el descenso del Altísimo sobre su
esclava, para trocar la antigua maldición en bendición y mutar la vanidad de la
creatura en conformidad con el plan intentado por el Señor desde antiguo, antes
mismo que alguna cosa fuera, cuando la Sabiduría se reclinaba en juego de amor
sobre el secreto seno del Padre (N. de la R.).
La mesa se encontraba entre el
lecho y la puerta, en un lugar donde el suelo estaba cubierto por una alfombra.
La Virgen Santísima, colocó delante de sí un pequeño cojín redondo, sobre el
cual se arrodilló, ambas manos apoyadas sobre la mesita. La puerta de la
habitación estaba delante de ella y a su derecha; ella daba su espalda al
lecho. María cubrió su rostro con el velo y juntó las manos frente al pecho,
mas sin entrecruzar los dedos. Así la vi mucho tiempo, orando con ardor:
invocaba la redención, la venida del Rey prometido a Israel, imploraba también
tener parte en tal misión. Permaneció largo rato de rodillas, arrebatada en
éxtasis. Luego inclinó la cabeza sobre el pecho.
Entonces del techo de la
habitación y en línea algo sesgada, bajó una masa tan grande de luz que me
obligó a volver el rostro hacia el patio donde estaba la puerta. En medio de
esa luz vi un joven resplandeciente, flotante la rubia cabellera, descender a
través del aire hasta llegar junto a ella: era el ángel Gabriel. Le habló y vi
salir las palabras de su boca como letras de fuego, pude leerlas y comprender
su significado. María torció un tanto hacia la derecha su rostro velado. En su
modestia no llegó a mirar al ángel, quien continuó hablándole. Entonces y como
quien obedece una orden María dirigió sus ojos hacia él, levantó un poco el
velo y le respondió. El ángel volvió a hablar; María alzó totalmente el velo,
miró al ángel y pronunció las palabras sagradas: «He aquí la esclava del Señor.
Hágase en mí según tu palabra».
Al decir la Santísima Virgen «Hágase
en mí según tu palabra» observé la aparición alada del Espíritu Santo que, sin
embargo, no se asemejaba a la representación ordinaria bajo forma de paloma. Su
cabeza tenía algo de humano; la luz irradiaba hacia ambos lados. Semejantes a
alas, tres torrentes luminosos partían de allí para juntarse en el costado
derecho de la Virgen Santísima.
Cuando esta irradiación la
penetró, ella misma quedó resplandeciente, diáfana. Como la noche se retira
ante la llegada del día, así la opacidad desapareció de su cuerpo. La plenitud
de luz hizo que ya nada en ella fuese obscuro u opaco. Resplandecía,
completamente bañada por la claridad.
Luego el ángel desapareció: la vía luminosa de la que había salido dejó de ser visible, era como si el cielo hubiese aspirado y aquel fulgor se hubiese recogido en su seno... Tras la desaparición vi a la Santísima Virgen en intenso arrobamiento, ensimismada por completo. Conocía y adoraba en ella la Encarnación del Salvador: era como un pequeño cuerpo humano luminoso, totalmente formado y provisto de todos sus miembros. Aquí en Nazareth sucede al contrario que en Jerusalén: en Jerusalén las mujeres deben permanecer en el atrio sin poder penetrar en el Templo pues sólo los sacerdotes tienen acceso al Santuario; pero en Nazareth una virgen es ella misma el Templo, ya que el Santo de los Santos está en ella, el Sumo Sacerdote está en ella, la única que tiene acceso a Él. ¡Qué conmovedor y maravilloso es todo esto, y al mismo tiempo, tan simple y natural! Las palabras de David en el Salmo 45 han encontrado cumplimiento: «El Altísimo ha santificado su Tabernáculo. Dios está en su interior y no vacilará».
* En «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», Año 8, n°23. Segundo cuatrimestre de 1980.
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