«Una ciudad en estado de gracia» - Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast) (1883-1962)
Discurso pronunciado en el Teatro Colón, en presencia del Cardenal Pacelli, Legado a Latere de S. S., del Presidente de la Nación, de los Cardenales Cerejeira, Hlong, Verdier, Leme; del primado de España, actual Cardenal Gomá y Tomás; del Primado de la Argentina, actual Cardenal Copello, en la brillante asamblea de la inolvidable noche del 12 de octubre de 1934.
He vacilado mucho al entrar, os
lo confieso, pero he recordado la hermosa oración de Esther, antes de llegar a
la presencia del rey Asuero, y la he repetido mentalmente: «Acordaos de mí,
Señor, vos que domináis todo poder. Poned en mi boca lo que debo decir, a fin
de que mis palabras sean agradables al príncipe».
Eminentísimo Señor, que representáis con incomparable majestad al Vicario de Cristo en la tierra, rey de reyes, aunque se firme «siervo de los siervos de Dios», dignaos aceptar el corazón palpitante de esta gran ciudad latina, que tiene en su escudo una cruz, y a vos, Excmo. Señor Presidente de la Nación, dejadme que os diga que el pueblo argentino, que anoche visteis desfilar, y cuya fe se muestra en forma intergiversable, está orgulloso de veros continuar la lista de sus presidentes católicos, y de afirmar con palabras elocuentes y con hechos prácticos vuestras sinceras convicciones, fuentes de buen gobierno, porque como vos mismo lo dijisteis en vuestro discurso de anoche: los pueblos sueñan todavía con el reino de la justicia y del amor que les anticipara el Divino Maestro.
Me complace aludir al escudo de
Buenos Aires delante de V. E. Monseñor Gomá y Tomás, primado de España, porque
es recordar al gran español don Juan de Garay, que en 1580 abrió los cimientos
de esta ciudad; y en testimonio de su fe católica la puso bajo la advocación de
la Santísima Trinidad y le dio por blasón un águila coronada, que empuñaba una
cruz roja, semejante a la que llevan en su manto los caballeros de Calatrava.
Las armas de Buenos Aires, son
ahora la insignia del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, con la
diferencia de que el águila no levanta una cruz, sino la resplandeciente
custodia Eucarística.
A vos Excmo. Señor, que habéis
dado gloria a Dios y a las letras castellanas escribiendo con pluma de oro
libros profundos y hermosos por su ciencia y por su fervor, os complacerá sin
duda descubrir en los cimientos de Buenos Aires esta roca firme de la
fundación, sellada con la católica y españolísima cruz de aquellos caballeros
que hacían voto de defender, aún con las armas, la Inmaculada Concepción de
María, objeto de vuestra ardiente devoción y tema de algunos de vuestros
libros.
Todos conocéis, señores, la
historia de los Congresos Eucarísticos y sabéis quiénes son los autores de la
iniciativa de celebrar en Buenos Aires el primer congreso de la América Latina.
No era fácil lograrlo, porque
todas las naciones del mundo se disputan la gloria de estas asambleas.
Los abogados de Buenos Aires,
llamémoslos así, no se intimidaron ante los grandes títulos que otros países
podrían aducir.
«El que observa el viento, no
sembrará; el que interroga las nubes no cosechará», dice un proverbio de
Salomón.
La cuestión se promovió en el Congreso de Ámsterdam en 1924 y se repitió en el de Cartago en 1928 y triunfó en el de Dublín en 1930. Y esto que estamos viendo es su estupenda realización.
Después de los millones de
comuniones que han hecho en las últimas semanas las mujeres de Buenos Aires;
después de la enternecedora comunión de 107.000 niños, en la mañana de ayer en
Palermo; después de la impresionante comunión de los hombres, en la madrugada de
hoy, que desbordó todas las previsiones pues se esperaban 40.000 y
concurrieron 400.000, y hemos presenciado atónitos cuadros dignos de la
Iglesia primitiva, hombres adultos aproximarse a un sacerdote desconocido y
confesarse con él, allí, en plena calle, en plena luz, unas veces de rodillas,
otras ambos de pie, pegados al oído del confesor los labios del penitente, y
abrazados ambos y sin preocuparse de la muchedumbre, que pasaba silenciosa
rozándolos; y hemos visto dividir una Forma en cinco, seis, ocho partes, para
que pudieran comulgar ocho hombres con una sola Hostia; después de estas
escenas que ni se vieron jamás, ni se presumieron nunca, podemos afirmar que
Buenos Aires se halla en estado de gracia.
¡Inolvidables escenas, señores!
Doscientos mil hombres, que, sin respeto humano, iban a comulgar, mientras
otros hombres, millares y millares, desde los balcones o las aceras, los
contemplaban emocionados, todos sorprendidos y muchos llenos de envidia.
¡En cuántos ojos hemos leído
anoche esta melancólica declaración: «Si yo tuviera fuerzas para romper tales
prisiones; si yo tuviera energía para desdeñar tal censura; si yo tuviera valor
para desafiar tal sonrisa, yo haría como ustedes, tocaría en el hombro a un
sacerdote, me confesaría aquí mismo, comulgaría después y mi alma quedaría en
paz. ¡Pero no tengo fuerzas! ¡Recen por mí!»
Sí, señores, anoche rezamos por
ellos.
Este es uno de los frutos del
Congreso Eucarístico Internacional.
No perdonaríais mi distracción si olvidara los nombres de los insignes personajes que tuvieron la iniciativa de celebrarlo en Buenos Aires.
Uno de ellos no ha presenciado el triunfo de su idea. Fray José María Liqueno, humilde y celoso franciscano fallecido en 1925. Como los santos en el cielo no se desinteresan de sus obras en la tierra, podemos creer que el P. Liqueno ha prestado al Congreso Eucarístico de Buenos Aires todo su valimiento en la presencia de Dios; y quien sabe en qué medida ha contribuido al éxito.
Otro es el apostólico soldado de Cristo, doctor Tomás R. Cullen, cuyos trabajos en los Congresos Eucarísticos de Ámsterdam y de Cartago continuó en Dublín un prelado argentino a quien todos conocéis y veneráis, Monseñor Daniel Figueroa[1].
Mas poco habrían podido ellos solos si no hubieran conquistado la ayuda entusiasta de los delegados españoles en Ámsterdam, en Cartago y en Dublín.
A Vuestra Excelencia me refiero, señor Arzobispo de Toledo, y a vuestro noble compatriota, el Excelentísimo obispo de Madrid-Alcalá, aquí presente, que fuisteis en aquellos decisivos momentos los mejores amigos de la Argentina.
Delante de estos cuadros uno se pregunta: ¿dónde está el secreto de los Congresos Eucarísticos para atraer a las almas?
No es difícil descubrirlo.
Hasta los hombres que han
perdido en los revueltos caminos del mundo, el recuerdo de la niñez y del
hogar, cuando un gran peligro amenaza su vida o su honor, buscan un punto de
apoyo, algo seguro en que afirmar la voluntad o la esperanza e instintivamente
tienden los brazos al recuerdo de la madre viva o muerta.
Así, los pueblos ebrios de arte, fatigados de ciencia, desesperados de orgullo y hastío, un día sienten la necesidad de una palabra simple que les dé la clave de las dos o tres cuestiones fundamentales que nos interesan: ¿De dónde viene el hombre? ¿Adónde va? ¿Por qué existe el dolor? Con saber eso basta.
Inútil interrogar a la filosofía
pretenciosa y escéptica.
Inútil preguntar a la herejía
confusa y contradictoria. Londres contesta de un modo, Berlín de otro, Moscú de
cien.
Sólo Roma, que es la madre de
las naciones civilizadas, desde hace veinte siglos, responde con la misma
palabra inmutable y sencilla. Porque Roma es la Iglesia, y la Iglesia es el
Papa infalible. El alma llega a sentir aquella interior ansiedad del padre del
muchacho enfermo, que refiere San Marcos y exclama con voz que enternece y
descubre la silenciosa llaga de los incrédulos: «Señor, creo ; es decir, no creo
todavía: ayuda a mi incredulidad. Cura mi escepticismo».
Comprende la contradicción y la
vaciedad de esa filosofía liviana, que en el siglo XVIII niega a Cristo, en el
XIX a Dios, en el XX niega la santidad, la moral y la patria, para abrazar los
dogmas sangrientos y disolutos del comunismo.
Y se cansa de oír hablar de los derechos del hombre; y se pregunta: ¿Sólo derechos tiene el hombre? ¿No tiene también deberes? ¿Cuáles son los deberes del hombre?
Pero esa es la doctrina del
sacrificio que sólo Roma conoce.
El sacrificio que sorprende y escandaliza al hombre de mundo es la copa dulcísima en que beben los santos: «A todos los éxtasis, dice Santa Teresita, yo prefiero el sacrificio».
El Señor escucha siempre la voz de los que quieren creer y todavía no creen. Y sale Él mismo en su busca; y recorre los campos, las calles, las plazas.
Cristo ha llegado a Buenos Aires
y anda buscando obreros para su viña.
¿Recordáis el episodio
evangélico?
El Señor salió de mañana y
encontró unos hombres que no trabajaban ¿Qué hacéis que no trabajáis? Id a mi
viña. Os pagaré un denario. Salió al mediodía y halló otros. Salió más tarde, a
la siesta, y todavía encontró obreros desocupados. ¿Por qué estáis así todo el día
en la plaza sin hacer nada? Id a mi viña, os daré un denario.
A todos les pagó igual, no
conforme al tiempo que le habían servido, sino conforme a su propia
inescrutable voluntad de repartir sus gracias sin acepción de personas.
De tal modo que los obreros del
atardecer resultaron ser los mejores pagados.
Cristo hoy recorre las calles y
las plazas de Buenos Aires.
Ya conoce a sus obreros de
siempre; ahora busca a los otros. Quia
tempos misericordi ejus, quia, quia venit tempus. «Ha llegado el momento de
la misericordia».
Hay que confesar digámoslo con
seguridad y orgullo, que Buenos Aires, y cuando digo Buenos Aires digo la
Nación, y digo nuestra América y digo nuestra raza, se ha puesto de pie, para
seguir a Cristo y librar bajo su pabellón las supremas batallas contra las
puertas del infierno, por la fe, por la familia, por la patria.
Sí, señores, la Nación se ha
puesto de pie.
Permitidme citar una vez más el Santo Evangelio según el texto de San Lucas. Fue en la última Pascua. Tomó el pan y lo repartió diciendo «Este es mi cuerpo». Luego el Cáliz: «Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros. Y sin embargo, aquí, sobre la mesa, está la mano del que me traiciona». Y aquellos hombres que le escuchan, sin comprenderlo todo, empiezan a disputar sobre cosas nimias; y el Señor los calma y les enseña y de pronto les dice: «El que no tenga, venda su túnica y compre una espada; porque estamos llegando al fin». Y ellos contestaron: «Señor, he aquí dos espadas».
Así ha respondido la Nación Argentina a la voz de Jesús, que le decía «Vamos llegando al fin. ¿Estas dispuesta? Vende la túnica y compra una espada». «Señor, estoy dispuesta: aquí tienes dos espadas».
Y hemos presentado al Señor la
nueva ley que aumenta los obispados y este maravilloso Congreso Eucarístico.
Transformación milagrosa y más
oportuna que nunca.
Buenos Aires, con sus millones
de Hostias consagradas es un inmenso copón que la mano del Papa levanta a los
cielos.
Y de este copón y de esas
Hostias que son la carne viva y adorable de Nuestro Señor Jesucristo se alza
esta oración:
Señor, Dios de los ejércitos, pero también Príncipe de la paz, mira lo que está pasando en la tierra. Y por la desesperación de las madres que ven partir los batallones; y por la plegaria de las esposas que oyen con espanto los clarines, convocando una nueva clase; y por el llanto sin culpa de los huérfanos; y por el sagrado heroísmo de los campos de batalla; y por la desolación de los heridos, abandonados en los bosques profundos de nuestra América; y por la sed de los agonizantes, y por la contrición de los que ven llegar las sombras de su última noche; y por la esperanza de los que ven encenderse al morir las verdades eternas; y por el último grito que es a veces la primera oración del soldado que muere; y por la gracia bautismal de los 107.000 niños cuyos padres hemos oído vuestra palabra «dejad a los niños que vengan a mí» y los hemos empujado a vuestros brazos; y por las 400.000 comuniones de hombres, a la medianoche, y por las misas de estos mil sacerdotes venidos de toda la tierra; y por las manos doblemente consagradas de estos doscientos obispos; y por la ardiente devoción de vuestros Cardenales; y por la piedad del Papa, que ha querido aumentar vuestra gloria con magnificencia de rey; y por la dulzura de vuestra Madre, a quien invocamos Reina de la paz; y de nuevo por el dolor de todas las madres que pierden sus hijos en la guerra; y por la sangre de Cristo, que llena este inmenso copón de Buenos Aires, os imploramos la paz para nuestra América, la paz para España, la paz para el mundo inquieto y triste.
Pero la paz que pedimos no es
solamente la cesación de las batallas. Recordemos las palabras de Jesús, cuando
lloró ante las puertas de Jerusalén: "Si a lo menos conocieras lo que
haría tu paz. Pero estas cosas están ahora ocultas a tus ojos".
Ahora no, Señor, ahora hemos
visto, ahora sabemos dónde está la paz.
El instinto secreto de una raza,
que a pesar de sus prevaricaciones sigue siendo íntimamente católica, nos ha
advertido en estos días del Congreso Eucarístico dónde está la fuente de la
paz.
Como el torrente del profeta
Ezequiel, cuyas aguas endulzaban el mar, porque nacían a la puerta del
Santuario, la fuente de la paz para los pueblos y para los soldados, para los
espíritus y para los corazones, está en el copón de la Eucaristía.
Y Buenos Aires ya lo ha
descubierto en esta suprema jornada y puede exclamar como la esposa del Cantar
de los Cantares:
«Yo soy a sus ojos la que ha encontrado la paz».
* En «Naves, oro, sueños», Thau, Editores, Buenos Aires, 1944, pp. 206-213.
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[1] Presidente del XXXII Congreso Eucarístico Internacional.
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