«Destino y Legado de José Antonio» - Roberto H. Raffaelli (1945-1989)

El 20 de noviembre de 1936, condenado a muerte por un Tribunal Popular, fue fusilado en Alicante, José Antonio Primo de Rivera, fundador y jefe de Falange Española. Ante un nuevo aniversario, vaya pues en su memoria este breve pero substancial artículo, publicado hace ya unos cuantos años. 

De José Antonio Primo de Rivera nos quedan, en esta hora muy pocas cosas. Ante todo, desde luego, un grueso volumen con sus discursos y sus escritos, ordenados y sistematizados con infinita devoción y paciencia por sus camaradas. Luego, el recuerdo de una trayectoria vital, fugaz, deslumbrante y trágica, empalidecida en parte, no por el transcurso del tiempo, sino por el abismo histórico que abre, entre su muerte y nuestras vidas la gigantesca derrota de Europa. También una tumba –antes en el Escorial, ahora en el valle de los Caídos– visitada periódicamente por los despojos del que fuera su movimiento. Y además su nombre en calles y plazas de España[1].

No dejó un Estado; no el que hubiera querido para España. «No es esto, no es esto», hubiera dicho, meneando la cabeza, como Ortega ante la República de abril. Porque si bien el Régimen ha preservado para España, en circunstancias sumamente adversas, principios y valores esenciales, es evidente que no responde a la cálida profecía de su palabra. Y, como él mismo dijera, «vale más un porvenir por hacer que uno ya hecho, vale más una ilusión que una realidad».

La paradoja de su destino consiste en que su relativa derrota lo exalta. No dejó un orden histórico, pero Dios, que lo privó de la victoria y del poder, lo preservó al mismo tiempo, para siempre, de los vicios de la madurez, de las taras de la edad, del realismo senil. El fusilamiento de Alicante nos lo dejó dibujado hasta la eternidad, fulgurante y erguido, arquetipo del héroe juvenil. Y su muerte temprana asegura la perenne incitación de su promesa.

Ninguna política nacionalista podrá olvidar impunemente sus enseñanzas, ese conjunto de ideas –expresión de la forma interna de una vida realizada en cada hecho y en cada palabra, como enseñara Goethe– que plantean y resuelven, con pulso exacto, los temas del tiempo. La concepción de la Patria como «unidad de destino en lo universal», la oposición, al «programa» racionalista y falaz, del «sentido» (intuición total, clara en el alma, de la Patria y de la Historia); la oposición, al capitalismo y al comunismo, de la propiedad concebida como «proyección del hombre sobres sus cosas»; la interpretación de la crisis contemporánea como «pérdida de la armonía del hombre con su contorno», y el consiguiente imperativo de «devolver a los hombres los sabores antiguos de la norma y el pan»; el desprecio del antimarxismo burgués; la síntesis de la tradición y la revolución; la clara delimitación de lo político de lo religioso; y por último, como herramienta de la revolución, la idea del movimiento: «una resuelta minoría, inasequible al desaliento, cuyos primeros pasos no entenderá la masa... pero que, al cabo, sustituirá la árida confusión de nuestra vida colectiva por la alegría y la claridad del orden nuevo».

No es sólo conceptual, sin embargo, su legado. Lo que subsiste, lo que permanece en quienes lo han leído tempranamente, es una exigencia de rigor en los hechos y en las palabras, una profunda repugnancia por la fácil vulgaridad en política y una –¿nostalgia, promesa?– de absolutos.

Nosotros, argentinos, reconocemos que, con José Antonio, España –¿quién podía esperarlo, tanto después de los Austrias?– nos ha hecho un regalo imperial.

* En «Revista Cabildo», Año 1 n° 7 – Buenos Aires, 1 de noviembre de 1973. 


[1] Obvio es destacar que debido a la impía ley de la «Memoria histórica» (2007), han desaparecido los nombres de José Antonio y los monumentos que lo recordaban, de las calles, ciudades y pueblos de España (Nota de «Decíamos ayer...»).

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