«Comunidad y ‘Romanitas’» - Fray André-Jean Festugière O.P. (1898-1982)
El progreso que conduce a esta
realidad y a la conciencia de esta realidad, termina a fines del siglo I de
nuestra era. Emperadores, magistrados o simples ciudadanos, los autores de ese
tiempo y del siglo II, Plinio el Viejo, Tácito, Dion de Prusa, Plinio el Joven,
Elio Arístides, Marco Aurelio, poseen el sentimiento muy vivo de trabajar en
común en una misma obra, de «servir» a una misma causa, del bien del conjunto.
Esta participación es eminentemente un «servicio»: Deus est mortali iuvare mortalem, había dicho ya Plinio el Viejo.
No se trataba de una orden impuesta compulsivamente por el Jefe Supremo a una
masa amorfa de sujetos, sino de una colaboración, del don de la persona entera
a la obra colectiva. Era, en suma, la resurrección del viejo concepto de ciudad
tal como la habían entendido Platón y Aristóteles, pero que había llegado a ser
infinitamente más rico y más humano, puesto que la ciudad comprendía ahora
hombres de toda las regiones del mundo, de todas las razas, y cuyo lazo de
unión no era ya el nacimiento y la sangre, sino una educación común. He aquí el hecho esencial. Y por estar desde
la infancia formados en un mismo orden espiritual, los miembros de la Romanitas se sienten solidarios. Pero,
precisamente, como esta comunidad dependía más del espíritu que de la materia,
tenía posibilidad de durar. El Imperio Romano se derrumbó, pero la idea de la Romanitas subsiste durante toda la Edad
Media; ella llega a ser la «cristiandad». Todavía hoy, las palabras
«civilización grecolatina», «Occidente”, «Latinidad», no son vanas. Tratamos de
analizar aquí los componentes de la Romanitas,
no tanto su aspecto «político», cuanto por la influencia espiritual que ejerció
sobre Europa y que sigue constituyendo su verdadero valor.
Se ha afirmado a veces que
latinidad equivale a imperialismo: Tu
regere imperio populos, Romane, memento[1].
De suerte que los verdaderos herederos de Roma, los latinos verdaderos, serían
aquellos que, en nombre de una superioridad de raza o de cultura, querrían
imponerse ya a Europa, ya incluso al mundo todo.
Fácil es refutar esta tesis.
Fuera del hecho de que el progreso mismo de las conquistas de Roma es un
fenómeno muy complejo, respecto del cual no hay seguridad de que haya sido
debido principalmente a un propósito de dominación, a una «voluntad de poder»
por parte del Senado romano (cfr. la tesis, generalmente aceptada, de
Holleaux), siempre es peligroso pasar sin transposición de las realidades de
antaño a los hechos actuales. Así como no podría aplicarse sin más ni más el
concepto de ciudad griega a nuestras democracias modernas, así tampoco basta a
un conquistador moderno extender su domino sobre territorios cada vez más
vastos, para que con eso dé continuación al Imperio Romano. Roma encontraba
frente a sí o pueblos bárbaros o monarquías convulsionadas sin lazo alguno de
cohesión interna. Por el contrario, todo Estado moderno que tienda al
imperialismo encuentra frente a sí otros Estados no menos regularmente
constituidos, y que, al mismo título que aquél, pasan por personas morales.
Por otra parte, y no tomando en
cuenta más que el solo plan político, existe una segunda diferencia bien
sensible entre el Imperio Romano y el imperialismo moderno. Sea cual fuere la
forma como se estableció, no subsistió en tantas provincias y durante tantos
siglos, sino porque era una garantía de paz: ¡Pax Romana! Paz que duró sólo en razón de la liberalidad del gobierno romano. Roma tuvo el genio de comprender
que el gran cuerpo al que presidía no compondría un orden, sino cuando todas las partes de ese cuerpo adhiriesen espontáneamente al conjunto y se
fundiesen, por propia y libre determinación, en un mismo todo. Desde entonces,
Roma concedió a las provincias las más francas libertades: de idioma, de
religión, de finanzas, de justicia, de administración. Y ahí donde dichas
libertades no existían, por ejemplo en los pueblos que vivían hasta entonces
bajo el régimen tribal, Roma las creó al instituir los municipios, es decir, al
enseñar a los bárbaros a gobernarse por sí mismo. Lejos, pues, de imponerse por
la fuerza, Roma reinaba por la justicia. Ésa es la razón de su permanencia. Las
débiles guarniciones que ella mantenía en las provincias habrían sido
aniquiladas en un solo día, si los súbditos de Roma hubiesen concebido
realmente el designio de rebelarse. Muy por el contario, ellos tenían un solo
deseo: ser cada vez más Romanos. Y
Roma accedió a él. En el año 212, Caracalla hace de todos los hombres libres
del Imperio, ciudadanos romanos. En el siglo IV, una palabra muy expresiva, Romania, marca el resultado de esta
política: «La fusión entre pueblos tan diversos sometidos por roma, ha llegado
a ser completa, reconociéndose todos ellos como miembros de una sola nación»
(G. Paris). Ser «romano» consiste en adelante en conformarse a una cierta
manera de pensar, de sentir y de vivir que expresa un ideal humano: y esta idea
es tan viva, se ha arraigado tanto que, aun después del saqueo de Roma por
Alarico, en el 410, un poeta pudo todavía escribir: «De lo que era el mundo, tú
has hecho una ciudad» (Urbem fecisti quod prius orbis erat).
¿Cuál es, pues, este ideal
humano que simboliza para nosotros la palabra «latinidad»? Digámoslo una vez
más: no es una doctrina política. Nosotros somos y seguimos siendo diversos,
ciudadanos de patrias diversas. La comunidad «latina» es de orden espiritual.
Lo que ella significa, creo que fue definido exactamente por un latino de
España en el siglo V, el historiador Paulo Orosio: «Sea cual fuere el lugar a
donde llegue, y aunque no conozca a nadie, estoy tranquilo, nada tengo que
temer. Soy un romano entre romanos, un
cristiano entre cristianos, un hombre entre otros hombres. La comunidad de
leyes, de creencias, de naturaleza, me protege. Encuentro una patria por
doquier».
Lo que nosotros debemos a Roma
se halla todo en esto. Roma no se ha prevalido de un privilegio de raza. Desde
fines del siglo I, ella se deja gobernar por emperadores de sangre mixta, o
hasta extranjeros: Trajano y Adriano son españoles; Antonino Pío es de origen
galo; Septimio Severo es oriundo de África; Diocleciano es dálmata. Por otra
parte, Roma no ha pensado nunca «latinizar» a las provincias conquistadas
deportando a los nativos a fin de reemplazarlos por latinos. He aquí un hecho
casi increíble, y sin embargo cierto: escritores tan puramente «romanos» como
San Cipriano, Tertuliano, San Agustín, son bereberes; probablemente no haya
habido en sus venas ni una gota de sangre latina.
C) La latinidad representa un ideal «cristiano»
No es ciertamente por azar por
lo que los enemigos del humanismo latino lo son también de la cristiandad. El
odio aquí los descubre. En efecto, ambas ideas son conexas. Tanto que los
cristianos mismos no tardaron mucho en darse cuenta de ello y se hicieron los
campeones de la civilización romana.
La causa de ello no es solamente
de orden material político o lingüístico. Sin duda, como los apologistas
cristianos, desde fines del siglo IV gustan mostrarlo[2],
la unidad política romana ha servido grandemente a la difusión del Evangelio: Didicerunt omnes homines, sub uno terrarum
imperio viventes, unius Dei omnipotenteis imperium fideli eloquio confiteri[3]
(San Ambrosio, Enarrant. in Psal.,
XLV, 21). También el jefe del cristianismo, heredero de Pedro y vicario del
Hijo de Dios, se ha establecido en Roma, sede del Imperio. Finalmente, es el latín
la lengua administrativa del gobierno imperial, la cual sirve además, a partir
del siglo III (hasta entonces es el griego) de lengua oficial para la liturgia.
Pero tales causas no son las principales. La Iglesia ha enviado a sus
misioneros a lejanas tierras, a las que no llegó jamás el nombre de Roma. El
sucesor de Pedro ha podido tener su sede en Avignon y seguir siendo Jefe de la
Iglesia. El griego, el siríaco, el copto, el armenio, el eslavo han podido
traducir la oración pública sin que, por esto, desapareciese la unidad
fundamental de la comunidad cristiana. Lo esencial está en otra cosa. Y es que
ya el Imperio había acostumbrado a los pueblos del «mundo habitado» a
considerarse como un solo pueblo: ellos compondrían un orden bajo la gran regla
de la aequitas, gozarían de una
libertad que los haría conspirar contra este orden –concordia–, sintiéndose unidos por esta benevolencia mutua, este
natural amor del hombre por su semejante que expresa la bella palabra humanitas. El terreno estaba, pues, apto
para el anuncio de una religión que declaraba a todos los hombres hijos de un
mismo Padre, y hermanos de Jesucristo, Hijo de Dios.
No titubeemos en afirmarlo: son
esas ideas de unidad, de catolicidad las que han civilizado al mundo. Y es esta
invencible persuasión de que existe un parentesco de naturaleza en todos los
seres racionales, lo que ha inducido a la Iglesia a educar a los bárbaros
cuando éstos invadieron el Imperio, destruyeron el orden romano y pareció que
la civilización había muerto. Segura en su fe de que el bárbaro era perfectible
por ser hombre, la Iglesia emprendió esta gran tarea, la más noble de este
mundo, de formar los espíritus nuevos, los corazones salvajes pero rectos, de
los invasores infieles. Así, gracias a los Papas, a los obispos, a los monjes,
la «latinidad» sobrevivió. Se constituyó de nuevo una comunidad humana en la
que todo hombre, todo cristiano pudo reconocer, en su prójimo de otra raza, a
un hermano. Y si nosotros aspiramos, todavía hoy, a una sociedad de hombres, lo
es en virtud de estos principios que han guiado a su vez a los sabios griegos,
a los magistrados romanos, a los doctores y a los apóstoles del cristianismo.
* En «Libertad y Civilización entre los Griegos», EUDEBA Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1972, pp. 71-77.
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