«La Vuelta de Obligado» (fragmento) - Ernesto Palacio (1900-1979)

En el «Día de la Soberanía Nacional», aniversario del Combate de la Vuelta de Obligado...

Los ministros Ouseley y Deffaudis[1] se trasladaron a Montevideo dispuestos a lograr por la fuerza lo que no habían conseguido por la amenaza. Inmediatamente tomaron posesión de la ciudad, mediante el desembarco de la infantería de la escuadra anglo-francesa, erigiéndose en árbitros de la situación y relegando al seudo gobierno local al papel de simple títere de la empresa intervencionista.

Esta circunstancia reanimó, como era de prever, a los emigrados argentinos, quienes se apresuraron a reanudar sus tentativas de conmover el interior, tanto para mantener el mito de la resistencia «popular» contra el «tirano», cuanto porque la presencia de la escuadra interventora les ofrecía el apoyo necesario para suplir su falta de popularidad y fuerza efectivas.

Paz  que se encontraba al frente de las tropas de Corrientes, envió una columna al mando de Juan Pablo López a posesionarse de Santa Fe. Este consiguió momentáneamente su objeto, derrotando a Echagüe por sorpresa, mientras Paz presionaba al norte de Entre Ríos para entretener las milicias de esta provincia; pero su triunfo fue muy efímero. Echagüe reorganizó sus fuerzas en Rosario y, apoyado por la escuadrilla de Buenos Aires al mando de Thorne, se dirigió sobre Santa Fe, recuperándola y persiguió a López en su huida hacia el Chaco, alcanzándolo y derrotándolo en San Jerónimo, en circunstancias en que se aprestaba a volver a Corrientes en barcos fletados por Paz. Esta aventura mostró el escaso arraigo en la provincia de la facción lopista y el sólido prestigio de la causa federal.

Mientras esto ocurría, la escuadra interventora realizaba su primer acto formal contra la Confederación, apoderándose sin combate de los barcos argentinos de la escuadra de Brown. Este tenía órdenes formales de no resistir. «Tal agravio –expresaba el Almirante en la nota que pasó al gobierno– demandaba imperiosamente el sacrificio de la vida con honor, y sólo la subordinación a las supremas órdenes de V.E. para evitar la aglomeración de incidentes que complicasen las circunstancias, pudo resolver al que firma a arriar un pabellón que durante 33 años de continuos triunfos ha sostenido con toda dignidad en las aguas del Plata». Las escuadras interventoras se repartieron los barcos y aprisionaron a sus tripulantes.

Este atropello retempló la resistencia nacional contra la agresión. La legislatura autorizó al general Rosas para que reclamara a los gobiernos francés e inglés la reparación del agravio. La indignación subió de punto cuando se supo que los ministros mediadores habían hecho enarbolar en los barcos apresados la bandera oriental y formando con ellos una escuadrilla que pusieron a las órdenes del aventurero italiano don José Garibaldi.

Constituido de este modo en poder marítimo al gobierno títere de Montevideo declaró el bloqueo a todos los demás puertos del país ocupados por fuerzas leales a la causa nacional y sobre los que Garibaldi inició excursiones depredatorias. Sus primeros actos  de guerra fueron la toma de Colonia y de la isla de Martín García, que se hallaba indefensa y en la que se dejó una guarnición anglo-francesa. A continuación –y siempre reforzado por unidades de las escuadras asociadas– atacó y saqueó Gualeguaychú. De sus procedimientos hace fe una carta del secretario de Rivera, Bustamante, dándole a su patrón la nueva: «Garibaldi saqueó la Colonia y Gualeguaychú escandalosamente; no puede contener la gente que lleva. Esta marcha nos desacreditará mucho».

Al mismo tiempo, los interventores declaraban bloqueados los puertos argentinos. Se fundaban en la negativa de la Confederación a acceder a la paz y en una serie de acusaciones que reproducían exactamente las calumnias unitarias difundidas en la prensa de Montevideo sobre las atrocidades atribuidas a la «Mazorca».

El gobierno argentino replicó protestando contra el bloqueo y las depredaciones cometidas por la escuadra combinada en las costas del Plata. En lo tocante a las acusaciones, se limitó a acompañar un testimonio firmado por todos los representantes diplomáticos acreditados en ese momento ante la Confederación  (de Estados Unidos, Portugal, Cerdeña, Francia y Bolivia), donde manifestaban no ser ciertos los hechos alegados. El encargado de negocios francés, M. de Mareuil, desmentía así al propio interventor de su nación. En cuanto al de Estado Unidos, Mr. Brent, agregaba a su nota este comentario: «Hay pocos hechos heroicos sobre los que la imaginación se acalora con más satisfacción que aquellos de un pueblo que, resuelto a ser libre, nada deja al enemigo invasor sino el punto que momentáneamente pisa y el lugar en que se encierra». Con estas palabras empezaba a mostrarse el vuelco de la opinión pública internacional a favor de la resistencia argentina.

Garibaldi proseguía con sus saqueos. Fue rechazado de Concordia y el Salto y llegó a las islas de Queguay. El general Blanco Díaz destacó desde Paysandú tres lanchones, con los que se apoderó de la goleta enemiga «Pirámide», en que iba la correspondencia del gobierno oriental con los almirantes Lainé e Inglefield. En una segunda tentativa, Garibaldi saqueó el Salto.

En estas circunstancias, el encargado de negocios francés, M. de Mareuil, pidió confidencialmente a Arana bases para un arreglo que él sometería a los interventores. Se le remitieron en síntesis las mismas de la propuesta anterior, a las que se agregaba la exigencia de amplias satisfacciones por los actos de hostilidad realizados contra la Confederación y las responsabilidades y las reparaciones consiguientes.

Los interventores las rechazaron, considerándolas «exorbitantes», y se dispusieron a llevar adelante la guerra y forzar el paso del Paraná, a fin de dominar el gran río en toda sus extensión hasta Corrientes.

✠ ✠ ✠

¡Qué significaba la intención de someter el país por la fuerza sino la conquista armada? De nada valen las tergiversaciones ni los distingos. La nación que se somete a una fuerza superior pierde su autodeterminación, que es la cualidad de su soberanía, y pertenece desde ese momento al vencedor, cualquiera sea la forma en que pretenda disimularse la conquista. De que esto lo vieron en esa circunstancia claramente los argentinos, da fe la entusiasta unanimidad con que todo el país –salvo un puñado de emigrados– acompañó al general Rosas en su actitud enérgica y digna.

Todas las provincias, con sus gobernadores y legisladores, se pronunciaron contra la agresión y ofrecieron sus contingentes para resistir. El glorioso general San Martín escribía desde su retiro poniendo su espada y su persona al servicio de la nación y felicitaba al gobernador de Buenos Aires como defensor de la independencia americana. El autor del Himno Nacional desenfundaba su vieja lira para arrancarle los mismo sones de treinta años atrás, y con entusiasmo juvenil cantaba:

Morir antes, heroicos argentinos,
que de la libertad caiga este templo.
¡Daremos a la América alto ejemplo
que enseñe a defender la libertad!

La prensa liberal del mundo empezaba a interesarse por la lucha iniciada en el Río de la Plata y acompañaba con su auspicio el derecho hollado del débil, en quien veía al defensor de los principios republicanos y de la causa general de América contra los poderes retrógrados de Europa.

✠ ✠ ✠

En previsión del propósito de forzar el Paraná manifestado por los jefes de las escuadras agresoras, el gobierno argentino había montado en la Vuelta de Obligado, próximo a San Pedro, cuatro baterías con dieciocho cañones en total, servidas por 160 artilleros y 60 de reserva, acompañados por un millar de milicianos, todo ello a las órdenes del general don Lucio Mansilla. Las baterías se hallaban al mando de Alonso Alzogaray, Eduardo Brown –hijo del Almirante–, Felipe Palacio y Juan Bautista Thorne. Se había cerrado el río con tres cadenas, cuyo extremo opuesto se hallaba amarrado al bergantín «Republicano», de seis cañones, al mando del capitán don Tomás Craig. Las cadenas se corrían por sobre una veintena de barcos desmantelados y fondeados en línea, con lo cual se quería mostrar que el paso no era libre y había que batirse para forzarlo.

El 19 de noviembre de 1845 se efectuó el ataque. Las fuerzas enemigas estaban constituidas por 11 buques de guerra con 99 cañones de gran calibre y mayor capacidad de fuego que los anticuados cañones argentinos. Se combatió encarnizadamente durante siete horas, con gran despliegue de coraje por ambas partes. Nuestras fuerzas lucharon hasta que se les acabaron las municiones y fueron desmantelados los baluartes y desmontadas las baterías por el intenso fuego enemigo. Finalmente, los aliados pudieron forzar el paso y apoderarse de la posición. El mismo general Mansilla recibió en el estómago una herida de metralla al encabezar una de las cargas.

En esta acción, que dejó a 650 de los nuestros fuera de combate contra 150 del enemigo, éste obtuvo un triunfo relativo, pues si forzó el paso, fracasó en su tentativa de ocupar las costas. Su importancia estratégica fue por ello escasa[2].

Su importancia política fue en cambio grande para la causa nacional, porque vigorizó el espíritu de resistencia y despertó a la realidad a muchos que, por ofuscación ideológica, se inclinaban a simpatizar con las armas «civilizadoras». Tal fue el caso del coronel unitario don Martiniano Chilavert, quien se consideró «desligado del partido al que servía», porque veía que invocaba «doctrinas a las que deben sacrificarse el honor y el porvenir del país» y que establecían como principio «la disolución de la nacionalidad». La prédica de la prensa emigrada, que aplaudía a las escuadras aliadas triunfantes sobre la sangre de sus compatriotas, provocaba esas reacciones.

La personalidad del general Rosas crecía con todo ello ante la opinión pública de las naciones civilizadas, sin excluir a las mismas agresoras. En Francia lo exaltaba Emilio de Girardin. Los diarios de Estados Unidos recordaban la doctrina Monroe y hacían del Restaurador un campeón de los derechos de América. «Verdaderamente él es un grande hombres –escribía “The Journal of Commerce”–; y en sus manos ese país es la segunda república de América». Todos los periódicos de Chile lo elogiaban, excepto los de los emigrados argentinos, de quienes se hablaba con desprecio. Y así en todas las demás naciones del continente.

[...]

* «Historia de la Argentina (1515-1983)», Abeledo Perrot, 15ª edición,  Bs.As., 1988, p.p.388-392. La primera edición, fruto de una serie de artículos escritos quince años antes, fue publicada por Ediciones Alpe, en mayo de 1954.


[1] Ministro en Buenos Aires y enviado extraordinario designados respectivamente por Gran Bretaña y Francia, cuando ambas naciones ya tenían convenida la intervención en el Río de la Plata.
[2] Una narración más detallada y específica del Combate de la Vuelta de Obligado ha sido anteriormente publicada en este mismo blog y puede verse aquí.

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