«Virtudes para los tiempos de espera» - Juan Carlos Goyeneche (1913-1982)
Desde hace años, casi todos
–hombres dirigentes, circunstancias adversas, conductas públicas, ideas
imperantes– fueron conduciendo la vida social argentina hacia un callejón sin
salida: el callejón de la desesperanza. En él la idea de gobierno, la idea nacional
y la idea de autoridad se encontraron paradójicamente asfixiadas por un régimen
que se denominaba «liberal», hasta un
punto que su permanencia atentaba contra la continuidad espiritual de la
Nación. Sin embargo, la Argentina estaba ahí, ante nosotros con su vocación
intacta, como aguardando la respuesta viril de sus mejores hijos.
Hay países con misión, con algo
que decir al mundo. Hay naciones con energías ocultas que pueden acrecentarse,
como sucede con el bien, cuando algunos hombres despiertan su vigor dormido
para ponerlo al servicio de empresas altas y redentoras. Entonces suceden los
milagros; esos milagros históricos que equivalen a la resurrección de un
pueblo. Muchas oportunidades así las hemos ido sistemáticamente perdiendo, de
aquí la importancia de insistir «oportune
et inoportune» sobre estas cosas ante cada generación que llega a la
conciencia de la responsabilidad patriótica.
Pero entre nosotros el largo
tiempo transcurrido sin respuesta ha sido duro, convulso, artero. En él nada
quedó sin ser trastocado o confundido; nada puro sin ser escarnecido, nada
innoble sin ser exaltado. Las pasiones y las maniobras de los partidos o los
intereses extranacionales prevalecieron sobre los intereses del pueblo
argentino. Y así sobrevino un descorazonamiento general que en el orden del
espíritu y la voluntad hizo posible esos «tiempos de miseria» de los cuales aún
no hemos salido.
La miseria es mucho más que la
pobreza. La pobreza consiste en la carencia de lo superfluo; la miseria de no
tener siquiera ese mínimo que hace posible la vida. La miseria es, pues, la
antesala de la muerte.
Tal fue el drama de la Argentina
de hoy: o vivir o morir... pero ahora
con la premura del tiempo, ya no es posible «morir lentamente sin terminar de
morir, ni vivir agonizando sin saber en qué consiste la vida». En la espera los
ánimos responsables encuentran la oportunidad que se le ofrece al esfuerzo
colectivo de un Pueblo, para llegar a la culminación de sí mismo. Pero teniendo
presente sin optimismos tontos que cuando la lucha no es frontal –como en la
guerras en las que la vida y el honor se hallan
en juego–, si se carece de las virtudes que el tiempo exige, se corre el
riego de que la envida, el orgullo y la pequeñez de ánimo esterilicen las
mejores intenciones y así se impida la gravitación de los más capaces en
provecho de los mediocres.
Porque los tiempos, según
respondan a fuertes tensiones colectivas, según transcurran a través de
normalidades serenas, según se hundan en abismos de tribulación o apatía, o
brillen en el horizonte con albores de plenitud, requieren de quienes están
resueltos a asumirlos responsablemente, un mayor acopio de virtudes sobre
otras. El heroísmo, por ejemplo, es más necesario en tiempos de guerra que en
tiempos de paz; la templanza debe fijarse como un habitus en las épocas de prosperidad y abundancia; la fortaleza
mantendrá la fidelidad de los menos en los «tiempos de miseria» como estos que
parece que no acaban de terminar.
La Patria en sentido etimológico
es la tierra de los padres –terrae patrum–,
allí donde están arraigadas la tradición y la costumbre, el ámbito de lo
cordial y los afectos, el amor a lo propio: a un pasado que se venera, a un
presente por el cual se lucha, a un futuro con el que se sueña, todo aquello
que hunde su raíz humana en el corazón mismo de la realidad. La Patria es algo
tan entrañable e íntimo que sólo nos preocupa cuando está en peligro, como nos
preocupa la salud cuando nos falta.
En los tiempos de espera, pues,
la Patria debe ser como el humus, la
tierra donde deben afirmarse las virtudes que el tiempo pide, y ocuparse de
ellas es una alta forma de hacer «política» en el sentido de preclara nobleza
que le asigna Aristóteles, que es lo opuesto a esa degradación general en que
toda política necesariamente degenera cuando en ella se extingue el aliento
superior que debiera animarla.
Que esas virtudes sean
necesarias porque el «tiempo es de espera» o el «el tiempo es de espera» porque
en él se da la oportunidad del fortalecimiento de la estructura espiritual que
la sostiene, poco importa dilucidarlo aquí. Lo que sí importa es saber que
siempre hay un conjunto de actitudes humanas fundamentales que reclama más
urgentemente que otras el tiempo histórico. Tales son hoy: la hombría, el
espíritu de servicio, la magnanimidad, la gratitud, el honor, la sensatez, la
modestia, la veracidad y tantas otras que hasta los tiempos presentes han
malvivido desfiguradas y traicionadas en las invocaciones farisaicas de los
tribunos, en las grandilocuencias de los farsantes y en los perlísimos trémolos
de los divos.
* En «Revista Cabildo», Año I, n° 2, Buenos Aires, 14 de junio de 1973.
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